Por quién doblan las campanas (50 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

BOOK: Por quién doblan las campanas
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Capítulo XXXI

A
SÍ, PUES
, se encontraron de nuevo, a una hora avanzada de la noche, de la última noche, dentro del saco de dormir. María estaba muy unida a él y Roberto podía sentir la suavidad de sus largos muslos rozando los suyos y de los senos, que emergían como dos montículos sobre una llanura alargada en torno a un pozo, más allá de la cual estaba el valle de su garganta, sobre la que ahora se encontraban posados sus labios. Yacía inmóvil, sin pensar en nada, mientras ella le acariciaba la cabeza.

—Roberto —dijo María en un susurro—, estoy avergonzada. No quisiera desilusionarte, pero tengo un gran dolor y creo que no voy a servirte de nada.

—Siempre hay algún dolor, alguna pena —replicó él—. No te preocupes, conejito. Eso no es nada. No haremos nada que te cause dolor.

—No es eso; es que no estoy en condiciones de recibirte como quisiera.

—Eso no tiene importancia; es cosa pasajera. Estamos juntos, aunque no estemos más que acostados el uno al lado del otro.

—Sí, pero estoy avergonzada. Creo que esto me pasa por las cosas que me hicieron. No por lo que hayamos hecho tú y yo.

—No hablemos de ello.

—Yo tampoco quisiera hablar de eso. Pero es que no puedo soportar la idea de fallarte esta noche, y había pensado pedirte perdón.

—Escucha, conejito —dijo él—, todas esas cosas son pasajeras y luego no hay ningún problema. —Pero para sí pensó que no era la buena suerte que había esperado para la última noche.

Luego sintió vergüenza, y dijo:

—Apriétate contra mí, conejito; te quiero tanto sintiéndote a mi lado, así, en la oscuridad, como cuando te hago el amor.

—Estoy muy avergonzada, porque pensé que esta noche podría ser como lo de allá arriba, cuando volvíamos del campamento del Sordo.

—¡Qué va! —contestó él—; eso no es para todos los días. Pero me gusta esto tanto como lo otro. —Mentía para ahuyentar el desencanto.— Estaremos aquí juntos y dormiremos. Hablemos un rato. Sé muy pocas cosas de ti.

—¿Quieres que hablemos de mañana y de tu trabajo? —preguntó ella—. Me gustaría entender bien lo que tienes que hacer.

—No —dijo él, y arrellanándose en toda la extensión de la manta se estuvo quieto, apoyando su mejilla en el hombro de ella, y el brazo izquierdo bajo la cabeza de la muchacha—. Lo mejor será no hablar de lo de mañana ni de lo que ha pasado hoy. Así no nos acordaremos de nuestros reveses, y lo que tengamos que hacer mañana se hará. No estarás asustada...

—¡Qué va! —exclamó ella—; siempre estoy asustada. Pero ahora siento tanto miedo por ti, que no me queda tiempo para acordarme de mí.

—No debes estarlo, conejito. Yo he estado metido en peores andanzas que ésta —mintió él. Y entregándose repentinamente al lujo de las cosas irreales, agregó—: Hablemos de Madrid y de lo que haremos cuando estemos allí.

—Bueno —dijo ella, y agregó—: Pero, Roberto, estoy apenada por haberte fallado. ¿No hay otra cosa que pueda hacer por ti?

Él le acarició la cabeza y la besó, y luego se quedó quieto a su lado, escuchando la quietud de la noche.

—Puedes hablar de Madrid —le dijo, y pensó: «guardaré una reserva para mañana. Mañana voy a necesitar de todo esto. No hay rama de pino en todo el bosque que esté tan necesitada de savia como lo estaré yo mañana. ¿Quién fue el que arrojó la simiente en el suelo, según la Biblia? Onán. Pero no sé lo que pasó después. No me acuerdo de haber oído hablar más de Onán.» Y sonrió en la oscuridad. Luego volvió a rendirse y se dejó llevar de sus ensueños, sintiendo toda la voluptuosidad de la entrega a las cosas irreales. Una voluptuosidad que era como una aceptación sexual de algo que puede venir solamente por la noche, cuando no entra en juego la razón y queda sólo la delicia de la entrega.

—Amor mío —susurró, besándola—. Oye, la otra noche estaba pensando en Madrid y me dije que en cuanto llegase allí te dejaría en el hotel mientras iba a ver a algunos amigos en el hotel de los rusos. Pero no es verdad: no te dejaré sola en ningún hotel.

—¿Por qué no?

—Porque tengo que cuidarte. No te dejaré jamás. Iremos a la Dirección de Seguridad para conseguirte papeles. Después te acompañaré a comprarte los vestidos que te hagan falta. —No necesito nada y puedo comprármelos yo sola.

—No, necesitas muchas cosas e iremos juntos. Compraremos cosas buenas y verás lo bonita que estás.

—Yo preferiría que nos quedásemos en el hotel y mandásemos a comprar la ropa. ¿Dónde está el hotel?

—En la Plaza del Callao. Estaremos mucho en nuestro cuarto del hotel. Hay una cama grande con sábanas limpias y en el baño agua caliente. Y hay dos roperos empotrados en la pared. Y yo pondré mis cosas en uno y tú te quedarás con el otro. Y hay ventanas altas y anchas, que dan a la calle, y fuera, en la calle, está la primavera. También conozco sitios en los que se come bien, que son ilegales, pero buenos, y sé de algunas tiendas en las que aún se puede encontrar vino y
whisky
. Y en el cuarto guardaremos provisiones para cuando tengamos hambre; tendremos una botella de
whisky
para mí y a ti te compraré una botella de manzanilla.

—Me gustaría probar el
whisky
.

—Pero como es muy difícil de conseguir y a ti te gusta la manzanilla...

—Guárdate tu
whisky
, Roberto —dijo ella—. De veras, te quiero mucho. A ti y a tu
whisky
, que no tengo derecho a probar. ¡Vaya cochino que estás hecho!

—Bueno, lo probarás. Pero no es bueno para las mujeres.

—Y como yo he tenido solamente cosas que eran buenas para mujeres... —replicó María—. Bueno, y en esa cama, ¿llevaré siempre mi camisón de boda?

—No. Te compraré camisones nuevos y también pijamas, si tú los prefieres.

—Me compraré siete camisones —dijo ella—; uno para cada día de la semana, y a ti te compraré una camisa de boda, una camisa limpia. ¿No llevas nunca la tuya?

—Algunas veces.

—Yo lo tendré todo muy limpio y te serviré
whisky
con agua, como lo tomabas en el campamento del Sordo. Tendré guardadas aceitunas y bacalao y avellanas, para que comas mientras bebes; y estaremos un mes en ese cuarto sin salir de él. Si es que puedo recibirte —dijo, sintiéndose repentinamente desgraciada.

—Eso no es nada —insistió Robert Jordan—; de verdad, no es nada. Es posible que te quedaras lastimada y ahora tengas una cicatriz que te sigue doliendo. Lo más seguro es que sea eso. Pero esas cosas se pasan. Y además, si fuera algo importante, hay médicos muy buenos en Madrid.

—Pero iba todo tan bien... —dijo ella, en son de excusa.

—Eso es la prueba de que todo irá bien de nuevo.

—Entonces, hablemos de Madrid. —Se acurrucó metiendo sus piernas debajo de las de Robert Jordan y restregó la cabeza contra su espalda.— Pero ¿no crees que voy a resultar muy fea con esta cabeza rapada y vas a tener vergüenza de mí?

—No. Eres muy bonita. Tienes una cara muy bonita y un cuerpo muy hermoso, esbelto y ligero, y tu piel es suave, y del color del oro bruñido, y muchos van a intentar separarte de mí.

—¡Qué va, separarme de ti! —dijo ella—. Ningún hombre me tocará hasta mi muerte. Separarme de ti, ¡qué va!

—Pues habrá muchos que lo intentarán; ya lo verás.

—Entonces ya verán ellos que te quiero tanto que sería tan peligroso tocarme como meter las manos en un cubo de plomo derretido. Pero, y tú, cuando veas mujeres bonitas que tengan tanta cultura como tú, ¿no sentirás vergüenza de mí?

—Nunca. Y me casaré contigo:

—Si tú lo quieres —dijo ella—; pero, puesto que no hay ya iglesia, creo que eso no tiene importancia.

—Me gustaría que nos casáramos.

—Si tú lo quieres así... Pero, oye, si vamos alguna vez a otro país en donde haya iglesia, quizá podamos casarnos allí.

—En mi país hay todavía iglesia —dijo él—. Podríamos casarnos allí, si eso significa algo para ti. Yo no me he casado nunca. Así es que no hay problema.

—Me alegro de que no te hayas casado —dijo ella—; pero también me alegro de que conozcas esas cosas de que me has hablado, porque eso prueba que has estado con muchas mujeres, y Pilar dice que los hombres así son los únicos que sirven como maridos. Pero ¿no irás luego con otras mujeres? Porque eso me mataría.

—Nunca he andado con muchas mujeres —dijo él, sinceramente—. Antes de conocerte a ti no creía que fuese capaz de querer tanto a ninguna.

Ella le acarició las mejillas y luego cruzó las manos detrás de su nuca.

—Has debido de conocer a muchas.

—Pero no he querido a ninguna.

—Oye, me ha dicho Pilar que...

—Dime.

—No. Vale más que no te lo diga. Hablemos de Madrid.

—¿Qué es lo que ibas a decir?

—No tengo ganas de decirlo.

—Es mejor que lo digas si es algo importante.

—¿Crees que es importante?

—Sí.

—Pero ¿cómo sabes que es importante, si no sabes de qué se trata?

—Por la manera como lo has dicho.

—Bueno, entonces, te lo diré. Me ha dicho Pilar que mañana vamos a morir todos, y que tú lo sabes tan bien como ella; pero que no le das ninguna importancia. No es por criticarte por lo que me ha dicho eso, sino como admirándote.

—¿Ha dicho eso? —preguntó él. «¡Qué vieja loca!», pensó, y luego siguió hablando en voz alta—: Eso son estupideces gitanas. Buenas para las viejas del mercado y los cobardes de café. Son tonterías —sentía cómo el sudor le iba cayendo por debajo de las axilas corriéndole por los brazos y los costados y se dijo: «Tienes miedo, ¿eh?» Y añadió en voz alta—: Es una vieja loca supersticiosa. Sigamos hablando de Madrid.

—Entonces, ¿no es cierto que tú lo sepas?

—Claro que no. No digas semejantes tonterías —replicó, usando de una palabra mucho más gorda para expresarse.

Pero, por mucho que intentase hablar de Madrid no conseguía engañarse de nuevo. Mentía abiertamente a la muchacha y se mentía a sí mismo con el único propósito de pasar la noche de antes de la batalla lo menos desagradablemente posible, y lo sabía. Le gustaba hacerlo; pero la voluptuosidad de la aceptación se había esfumado. Sin embargo, volvió a empezar.

—He estado pensando en tus cabellos —dijo—. Y en lo que podría hacerse con ellos. Como ves, ahora crecen iguales, como la piel de un animal; es muy agradable tocarlos y me gustan mucho. Son muy bonitos tus cabellos, se aplastan bajo la mano y vuelven a erguirse como los trigales al viento.

—Pásame la mano por encima.

Él hizo lo que le pedía; luego dejó la mano apoyada en su cabeza y siguió hablando con la boca pegada a la garganta de la muchacha; sentía que se le iba haciendo un nudo en la suya.

—Pero en Madrid podríamos ir juntos al peluquero, y te lo cortaría de una manera hábil, sobre las orejas y la nuca, como los míos, y quedarían mejor para la ciudad, hasta que volvieran a crecer.

—Quisiera parecerme a ti —dijo ella, apretándose contra él—. Y no quisiera cambiar jamás.

—No. Seguirán creciendo y eso sólo serviría para darles mejor aspecto mientras crecen. ¿Cuánto tiempo tardarán en crecer?

—¿Hasta que sean realmente largos?

—No. Hasta que te lleguen a los hombros. Así es como me gustaría que los llevaras.

—¿Cómo la Garbo en el cine?

—Sí —dijo él con voz ronca.

Le volvía impetuosamente el deseo de engañarse a sí mismo y se entregaba por entero a ese placer.

—Crecerán así, caerán sobre tus hombros, rizados en las puntas, como las olas del mar, y serán del color del trigo maduro, y tu rostro del color del oro bruñido, y tus ojos del único color que puede hacer juego con esos cabellos y esa piel: dorados, con manchas oscuras; y yo te echaré la cabeza hacia atrás y te miraré a los ojos, teniéndote muy apretada contra mí.

—¿Dónde?

—En cualquier parte. En cualquier parte en donde estemos. ¿Cuánto tiempo hará falta para que vuelva a crecerte el pelo?

—No lo sé, porque no me lo había cortado nunca. Pero creo que en seis meses estará lo suficientemente largo como para cubrirme las orejas, y en un año, todo lo largo que tú quieras. Pero ¿sabes lo que haremos antes?

—Dímelo.

—Estaremos en esa cama grande y limpia, en ese famoso cuarto de nuestro famoso hotel, estaremos sentados en esa cama y nos miraremos en el espejo del armario, y primero me miraré yo y luego me volveré así y te echaré los brazos al cuello, así, y luego te besaré así.

Se quedaron callados, muy apretados el uno contra el otro, perdidos en medio de la noche, y Robert Jordan, sintiéndose penetrado de un calor casi doloroso, la sostuvo con fuerza entre sus brazos. Abrazándola, sabía que abrazaba todas las cosas que nunca sucederían y prosiguió diciendo:

—Conejito, no estaremos siempre en ese hotel.

—¿Por qué?

—Podríamos tomar un piso en Madrid, en la calle que corre a lo largo del Retiro. Conozco a una norteamericana que alquilaba pisos amueblados antes del Movimiento, y sé cómo encontrar un piso como ése, al mismo precio que antes del Movimiento. Hay pisos frente al Retiro, y se ve el parque desde las ventanas: la verja de hierro, los jardines, los senderos de grava, el césped de los recuadros a lo largo del sendero y los árboles de sombra espesa, y las fuentes. Y ahora los castaños estarán en flor. En Madrid podemos pasear por el Retiro y podemos ir en barca por el estanque, si hay de nuevo agua en él.

—¿Y por qué no había de haber agua?

—Lo vaciaron en noviembre porque era un buen blanco para los bombarderos; pero creo que lo han vuelto a llenar de nuevo. No estoy seguro. Pero aunque no haya agua, podremos pasearnos por el parque detrás del lago. Hay una parte semejante a la selva, con árboles de todos los países del mundo, que tienen su nombre escrito en carteles, y allí pone qué árboles son y de dónde proceden.

—Me gustaría mucho ir al cine —dijo María—; pero esos árboles tienen que ser muy interesantes y me aprenderé contigo todos sus nombres, si puedo acordarme de ellos.

—No es como un museo —dijo Robert Jordan—; crecen libremente y hay colinas en el parque, en una parte que es como una selva virgen. Y más abajo está la feria de los libros, con centenares de barracas de libros viejos, a lo largo de las aceras y ahora, desde que empezó el Movimiento, pueden encontrarse muchos libros que provienen del saqueo de las casas demolidas por los bombardeos y de las casas de los fascistas. Esos libros los han llevado a la feria los que los han robado. Si tuviera tiempo en Madrid, podría pasarme todo el día o todos los días entre libros viejos, como hacía antes del Movimiento.

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