Robert Jordan metió la mano en la otra mochila. Estaba todavía llena de explosivos. Quizá faltara algún paquete.
Se irguió y se quedó mirando a Pilar. Un hombre al que se despierta antes de tiempo puede experimentar una sensación de vacío cercana al sentimiento de desastre, y Jordan experimentaba esa sensación, multiplicada por mil.
—A eso llamas tú guardar mi equipo —dijo.
—He dormido con la cabeza encima y tocándolo con un brazo —aseguró Pilar.
—Has dormido bien.
—Oye —dijo Pilar—, se ha levantado a medianoche y yo le he preguntado: «¿Adónde vas, Pablo?» «A orinar, mujer», me dijo, y volví a dormirme. Cuando me desperté no sabía cuánto tiempo había pasado; pero, como no estaba, pensé que se había ido a echar un vistazo a los caballos, como de costumbre. Luego —prosiguió ella desconsolada— como no volvía empecé a inquietarme y toqué las mochilas para estar segura de que todo estaba en orden, y vi que habían sido rajadas, y me fui a buscarte.
—Vamos —dijo Robert Jordan.
Salieron y era aún noche tan cerrada que no se advertía la proximidad de la mañana.
—¿Ha podido escaparse con los caballos por otro sendero?
—Hay dos senderos más.
—¿Quién está arriba?
—Eladio.
Robert Jordan no dijo nada hasta el momento en que llegaron a la pradera, en donde guardaban los caballos. Había tres mordisqueando la hierba. El bayo grande y el tordillo no estaban.
—¿Cuánto tiempo hace que salió, según tú?
—Debe de hacer una hora.
—Entonces no hay nada que hacer —dijo Robert Jordan—. Voy a coger lo que queda de mis mochilas y me voy a acostar.
—Yo te las guardaré.
—¡Qué va! ¿Que vas a guardármelas tú? Ya me las has guardado una vez.
—Inglés —dijo la mujer—, siento todo esto lo mismo que tú. No hay nada que no hiciera para devolverte tus cosas. No tienes necesidad de insultarme. Hemos sido engañados los dos por Pablo.
Mientras decía esto, Robert Jordan se dio cuenta de que no podía permitirse el lujo de mostrar la menor acritud, de que de ningún modo podía reñir con aquella mujer. Tenía que trabajar con ella, en el día que comenzaba y del que ya habían pasado más de dos horas.
Puso una mano sobre su hombro:
—No tiene importancia, Pilar. Lo que falta no es muy importante. Improvisaremos algo que haga el mismo servicio.
—Pero ¿qué es lo que se ha llevado?
—Nada, Pilar; lujos que se permite uno de vez en cuando.
—¿Era una parte del mecanismo para la explosión?
—Sí, pero hay otras formas de producirla. Dime, ¿no tenía Pablo mecha y fulminante? Con toda seguridad, le habrían equipado con ello.
—Y se los ha llevado también —dijo ella, acongojada—. Fui en seguida a ver si estaban, pero se los ha llevado también.
Volvieron por entre los árboles hasta la entrada de la cueva.
—Vete a dormir —dijo él—. Estaremos mejor sin Pablo.
—Voy a ver a Eladio.
—No vale la pena; se ha debido de ir por otro camino.
—Iré, de todos modos. Te he fallado por mi falta de inteligencia.
—No —dijo él—. Vete a dormir, mujer. Hay que ponerse en marcha a las cuatro.
Entró en la cueva con ella y volvió a salir, llevando entre los brazos las dos mochilas, con mucho cuidado, de manera que no se cayera nada por las hendiduras.
—Déjame que te las cosa.
—Antes de salir —dijo él suavemente—. No me las llevo por molestarte, sino por dormir tranquilo.
—Necesitaré tenerlas muy temprano, para coserlas.
—Las tendrás muy temprano —dijo—. Vete a dormir Pilar.
—No —dijo ella—. He faltado a mi deber, te he faltado a ti y he faltado a la República.
—Vete a dormir, Pilar —le dijo él, con dulzura—. Vete a dormir.
L
OS FASCISTAS OCUPABAN
las crestas de las montañas. Luego había un valle que no ocupaba nadie, a excepción de un puesto fascista instalado en una granja, de la que habían fortificado algunas de sus dependencias y el granero. Andrés, que iba a ver a Golz con el pliego que le había confiado Robert Jordan, dio un gran rodeo en la oscuridad alrededor de ese puesto. Sabía que había una alambrada tendida para que quien tropezase con ella, delatara su presencia disparando el fusil conectado al extremo del alambre, y la buscó en la oscuridad, pasó con cuidado por encima y emprendió el camino por la ribera de un arroyo bordeado de álamos, cuyas hojas se movían con el viento de la noche. Un gallo cantó en la granja en que estaba instalado el puesto fascista, y sin dejar la orilla del arroyo, Andrés volvió los ojos y vio por entre los árboles una luz que se filtraba por el quicio de una de las ventanas de la granja. La noche era tranquila y clara, y, apartándose del arroyo, Andrés comenzó a atravesar el prado.
Había cuatro parvas de heno en aquella pradera. Estaban allí desde los combates del mes de junio del año anterior. Nadie había recogido el heno y las cuatro estaciones que habían pasado habían aplastado las parvas y estropeado el heno.
Andrés pensó en la pérdida que todo ello representaba mientras pasaba por encima de un alambre, tendido entre dos parvas. Pero los republicanos hubieran tenido que subir el heno por la pendiente abrupta del Guadarrama, que se levantaba detrás de la pradera, y los fascistas no lo necesitaban.
«Los fascistas tienen todo el heno y el grano que quieren. Tienen muchas cosas —pensó—. Pero mañana vamos a darles una buena paliza. Mañana, por la mañana, vamos a hacerles pagar lo del Sordo. ¡Qué bárbaros! Pero mañana habrá una buena polvareda en la carretera.»
Tenía prisa por concluir su misión y estar de vuelta para el ataque de los puestos a la mañana siguiente. ¿Era verdad que quería estar de vuelta para el ataque, o trataba de hacérselo creer? No se le ocultaba la sensación de alivio que había experimentado cuando el inglés le dijo que fuera a llevar ese mensaje. Ciertamente, se había enfrentado con calma con la perspectiva de la mañana siguiente. Eso era lo que había que hacer. Había votado por lo del puente, y tenían que hacerlo. Pero la liquidación del Sordo le había impresionado profundamente. Aunque, después de todo, había sido el Sordo; no habían sido ellos. Ellos harían lo que tenían que hacer.
No obstante, cuando el inglés le habló del mensaje que tenía que llevar, sintió lo mismo que sentía cuando, de muchacho, al despertarse por la mañana el día de la fiesta de su pueblo, oía caer la lluvia con tanta fuerza, que se daba cuenta de que la plaza estaría inundada y la capea no se celebraría.
Le gustaban las capeas cuando era muchacho y se divertía sin más que imaginar el momento en que estaría en la plaza bañada de sol y de polvo, con las carretas alineadas alrededor para cortar las salidas y convertirla en redondel, viendo al toro entrar precipitándose de costado fuera del cajón y frenar luego con las cuatro patas su impulso cuando quitaran la reja. Pensaba de antemano con deleite, y también con un miedo que le hacía sudar, desde que oía en la plaza el golpe de los cuernos del toro contra la madera del cajón en que había llegado encerrado, en el momento en que le vería salir, resbalando y luego frenando en medio de la plaza, con la cabeza levantada, dilatadas las aletas de la nariz, las orejas erguidas, cubierto de polvo y de salpicones secos de barro el pelaje negro, abiertos los ojos, unos ojos muy separados entre sí que no parpadeaban nunca y que miraban de frente bajo los anchos y pulidos cuernos, unos cuernos tan pulidos como los restos de un naufragio, pulidos a su vez por la arena, y con las puntas curvadas de tal forma, que su sola vista hacía palpitar el corazón.
Estaba pensando todo el año en el momento en que el toro aparecía en la plaza y en el momento en que todos le seguirían con la mirada, mientras el toro elegía al que iba a embestir repentinamente, bajo el testuz, el cuerno afilado, con un trotecillo corto que hacía que se pararan los latidos del corazón. Todo el año pensaba en ese momento cuando era muchacho; pero cuando el inglés le dio la orden de llevar el mensaje, había sentido lo mismo que al despertarse al ruido de la lluvia cayendo sobre los tejados de pizarra, sobre las paredes de piedra o sobre los charcos de las calles.
Había sido siempre muy valiente delante del toro en esas capeas de pueblo; tan valiente como el que más, así en su pueblo como en cualquiera otro de los pueblos vecinos y no hubiera faltado un solo año a la capea de su pueblo por todo el oro del mundo, aunque no iba a las de los otros pueblos. Era capaz de aguantar inmóvil a que el toro embistiese, sin esquivarle, hasta el último momento. A veces agitaba un saco bajo su hocico, para apartarle por ejemplo de un hombre que yacía en el suelo, y, con frecuencia, en circunstancias parecidas, le había cogido, tirándole de los cuernos, obligándole a volver la cabeza y abofeteándole, hasta que abandonaba a su víctima y se disponía a acometer por otra parte.
Hubo una vez en que se agarró al rabo del toro, retorciéndolo y tirando de él con todas sus fuerzas, para apartarle del hombre que estaba en el suelo. Otra vez había agarrado con una mano el rabo del toro, retorciéndolo hasta poder asirse con la otra a un cuerno, y cuando el toro levantó la cabeza disponiéndose a embestirle, había retrocedido, girando con el toro, el rabo agarrado con una mano y el cuerno con la otra, hasta que la multitud se había echado sobre el animal y le había acuchillado. En medio de la polvareda y del calor, entre el griterío, el hedor de los sudores de los hombres y las bestias y el olor a vino, Andrés era de los primeros que se arrojaron sobre el animal y sabía lo que es sentir debajo de sí mismo al bicho, que se tambalea y cae. Echado sobre el lomo del animal, agarrado a un cuerno, con los dedos crispados alrededor del otro, seguía haciendo fuerza, mientras todo su cuerpo era sacudido y retorcido hasta que le parecía que el brazo izquierdo iba a serle arrancado de cuajo; y él, echado sobre el enorme montículo, caliente, polvoriento y cuajado de pelo, con la oreja del toro sujeta entre los dientes en apretado mordisco, hundía el cuchillo una y otra vez en aquel cogote hinchado y curvo que le ensangrentaba los puños, y luego cargando sobre la cruz el peso de su cuerpo, lo hundía y lo volvía a hundir.
La primera vez que había sujetado la oreja del toro entre los dientes, con el cuello y las mandíbulas crispados, para aguantar las sacudidas, de forma que le era posible aguantarlas por grandes que fuesen, todo el mundo se había burlado de él. Pero, a pesar de burlarse, le respetaban enormemente, y año tras año había tenido que repetir la hazaña. Le llamaban el Perro de Presa de Villaconejos, y bromeaban diciendo que se comía a los toros crudos. Pero todo el pueblo se preparaba para verle repetir el lance, de manera que él sabía que todos los años saldría el toro y empezarían las embestidas y los revolcones, que todos se precipitarían para matarle y que él tendría que abrirse paso entre los otros y dar un salto para asegurar su presa. Luego, cuando todo hubiese acabado y el toro se hubiese quedado inmóvil, muerto, bajo el peso de los atacantes, Andrés se levantaría para alejarse, avergonzado de aquello de la oreja, pero feliz al propio tiempo como el que más; y se iría por entre las carretas a lavarse las manos a la fuente de piedra, y los hombres le darían golpecitos en la espalda y le alargarían las botas de vino, diciendo:
—Bien por el Perro de Presa. ¡Viva tu madre!
O bien dirían:
—Eso es tener cojones. Año tras año.
Andrés se sentiría confuso, como vacío, orgulloso y feliz al mismo tiempo, los rechazaría a todos, se lavaría las manos y el brazo derecho, lavaría a fondo su cuchillo, y cogería una de las botas y se quitaría para un año el gusto de la oreja, a fuerza de beber y escupir el vino sobre los adoquines de la plaza, antes de levantar por fin la bota muy alta para hacer que el vino corriese por su garganta.
Así era como sucedían las cosas. Era el Perro de Presa de Villaconejos, y por nada del mundo hubiera faltado a la capea anual de su pueblo. Pero sabía también que no había sensación más dulce que la que le proporcionaba el ruido de la lluvia y la certidumbre de que no tendría que dar el espectáculo.
«No obstante, será preciso que esté de vuelta —se dijo—. No hay duda de que tendré que estar de vuelta para el ataque a los puestos y el puente. Mi hermano Eladio estará también, y Eladio es de mi misma sangre. Anselmo, Primitivo, Fernando, Agustín y Rafael, estarán también, aunque éste sea un informal, las dos mujeres, Pablo y el inglés, aunque el inglés no cuenta, porque es un extranjero y cumple órdenes, todos estarán. Es imposible que escape yo, por culpa de un mensaje que por casualidad tengo que llevar. Ahora es preciso que yo entregue este papel lo antes posible a quien tengo que entregárselo y luego que me dé prisa para volver a tiempo del ataque a los puestos porque sería muy feo, por mi parte, no participar en esta acción a causa de este mensaje fortuito. Eso está muy claro. Y, por lo demás —como quien se acuerda de repente de que también tiene su lado agradable un hecho del que sólo se ha visto el aspecto penoso—, por lo demás, me sentiré contento matando fascistas. Hace mucho tiempo que no hemos acabado con ninguno. Mañana puede ser un día de acción muy importante. Mañana puede ser un día de hechos decisivos. Mañana puede ser un día que valga la pena. Que llegue mañana y que yo pueda estar allí.»
En ese instante, mientras trepaba, metido en la maleza hasta las rodillas, la pendiente escarpada que llevaba a las líneas republicanas, una perdiz levantó el vuelo de entre sus pies con un aleteo temeroso en medio de la oscuridad, y Andrés sintió un susto tan grande que se le cortó el aliento. «Ha sido la sorpresa. ¿Cómo pueden mover las alas tan de prisa estos animalitos? Debía de estar empollando en estos momentos. Probablemente he pasado cerca del nido. Si no estuviéramos en esta guerra, ataría un pañuelo a un árbol cercano y volvería con luz del día para buscar el nido y podría llevarme los huevos y dárselos a empollar a una gallina, y cuando nacieran los pollitos podríamos tener perdigones en el gallinero, y yo los vería crecer, y cuando fueran grandes me servirían como reclamo. No los cegaría, porque estarían domesticados. Pero puede que se escaparan; probablemente se escaparían. Así es que tendría que arrancarles los ojos de todas maneras. Pero no me gustaría hacer eso después de haberlos criado yo mismo; podría recortarles las alas o atarlos de una pata cuando los utilizase para reclamo. Si no estuviéramos en guerra, iría con Eladio a pescar cangrejos a ese arroyo que hay por detrás del puesto fascista. Hemos pescado cuatro docenas un día, en ese arroyo. Si vamos a la Sierra de Gredos después de lo del puente, allí hay buenos arroyos de truchas y también de cangrejos. Confío en que iremos a Gredos. Podríamos pasarlo en Gredos de primera, en el verano y en el otoño; aunque haría un condenado frío en invierno. Pero puede que para el invierno hayamos ganado esta guerra.