Caminando a solas en la oscuridad, con un miedo que helaba el corazón, causado por la vista de los cráteres abiertos por las bombas, y por todo lo que había encontrado en la colina, apartó de su mente toda idea que se relacionase con la aventura del día siguiente. Comenzó, pues, a caminar todo lo de prisa que podía, para llevar la noticia. Y, caminando, rogó por el alma del Sordo y por todos los de su cuadrilla. Era la primera vez que rezaba desde el comienzo del Movimiento.
«Dulce, piadosa, clemente Virgen María...»
Pero al fin tuvo que pensar en el día siguiente, y entonces se dijo: «Haré exactamente lo que el inglés me diga que haga y como él me diga que lo haga. Pero que esté junto a él, Dios mío, y que sus órdenes sean claras; porque no sé si lograré dominarme con el bombardeo de los aviones. Ayúdame, Dios mío, ayúdame mañana a conducirme como un hombre tiene que conducirse en su última hora. Ayúdame, Dios mío, a comprender claramente lo que habrá que hacer. Ayúdame, Dios mío, a dominar mis piernas, para que no me ponga a correr cuando llegue el mal momento. Ayúdame, Dios mío, a conducirme como un hombre mañana en el combate. Puesto que te pido que me ayudes, ayúdame, te lo ruego porque sabes que no te lo pediría si no fuera un asunto grave y que nunca más volveré a pedirte nada.»
Andando a solas en la oscuridad, se sintió mucho mejor después de haber rezado y estuvo seguro de que iba a comportarse dignamente.
Mientras descendía de las tierras altas volvió a rogar por las gentes del Sordo y en seguida llegó al puesto superior donde Fernando le detuvo.
—Soy yo, Anselmo —le dijo.
—¡Hola! —dijo Fernando.
—¿Sabes lo del Sordo? —preguntó Anselmo, parados ambos a la entrada de las rocas, en medio de la oscuridad.
—¿Cómo no? —dijo Fernando—. Pablo nos lo ha contado todo.
—¿Estuvo allí?
—¿Cómo no? —volvió a decir Fernando—. Estuvo en la colina tan pronto como la caballería se alejó.
—¿Y os ha contado...?
—Nos lo ha contado todo —contestó Fernando—. ¡Qué bárbaros! ¡Esos fascistas! Hay que limpiar a España de esos bárbaros. —Se detuvo y añadió con amargura—: Les falta todo sentido de la dignidad.
Anselmo sonrió en la oscuridad. No había imaginado una hora antes que volviera nunca a sonreír. «Este Fernando es una maravilla», pensó.
—Sí —dijo a Fernando—; habrá que enseñarlos. Habrá que quitarles sus aviones, sus armas automáticas, sus tanques, su artillería y enseñarles lo que es la dignidad.
—Justamente —dijo Fernando—. Me alegro de que seas del mismo parecer.
Y Anselmo le dejó allí, a solas con su dignidad, y siguió bajando hacia la cueva.
A
NSELMO ENCONTRÓ
a Robert Jordan en la cueva, sentado a la mesa frente de Pablo. Había un cuenco de vino entre los dos y una taza llena delante de cada uno. Robert Jordan había sacado su cuaderno de notas y tenía un lápiz en la mano. Pilar y María estaban al fondo, lejos del alcance de la vista. Anselmo no podía saber que tenían a la muchacha apartada para que no oyese la conversación y le pareció extraño que Pilar no estuviera sentada a la mesa.
Robert Jordan levantó los ojos cuando Anselmo entró, echando a un lado la manta suspendida ante la entrada. Pablo clavó la mirada en la mesa; parecía absorto mirando el cuenco del vino, pero no lo veía.
—Vengo de allá arriba —dijo Anselmo a Robert Jordan.
—Pablo nos lo ha contado todo —dijo Robert.
—Había seis muertos en la colina y les han cortado la cabeza —dijo Anselmo—. Cuando pasé por allí era noche oscura.
Jordan asintió. Pablo seguía sentado, con la mirada fija en el cuenco de vino, y no decía nada. No había ninguna expresión en su rostro y sus ojillos de cerdo miraban la vasija como si no hubiesen visto en su vida nada semejante.
—Siéntate —dijo Robert Jordan a Anselmo.
El viejo se sentó en uno de los taburetes de cuero y Robert Jordan se inclinó para alcanzar de debajo de la mesa el frasco de
whisky
regalo del Sordo. Estaba todavía medio lleno. Robert Jordan cogió una taza de encima de la mesa y la llenó de
whisky
, empujándosela luego a Anselmo.
—Bébete eso, hombre —dijo.
Pablo apartó sus ojos de la vasija para mirar a Anselmo mientras éste bebía. Luego se puso otra vez a contemplar al cuenco.
Al tragar el
whisky
, Anselmo sintió una quemazón en la nariz, en los ojos y en la boca, y luego un calorcillo agradable y reconfortante en el estómago. Se secó la boca con el dorso de la mano.
Después miró a Robert Jordan y dijo:
—¿Podría tomar otra?
—¿Cómo no? —dijo Jordan, llenando de nuevo la taza y tendiéndosela en vez de empujarla.
Esta vez la bebida no le quemó, y la impresión de calor agradable fue más intensa. Era tan bueno como una inyección salina para un hombre que acaba de tener una gran hemorragia.
El viejo miró de nuevo la botella.
—Lo que queda, para mañana —dijo Robert Jordan—. ¿Qué ha pasado en la carretera, viejo?
—Mucho movimiento —contestó Anselmo—. Lo he apuntado todo como tú me enseñaste. He dejado en mi puesto a uno que está vigilando y que apunta todas las cosas ahora. Dentro de poco iré a recoger su informe.
—¿Has visto cañones antitanques? Son esos que tienen ruedas de goma y un cañón muy largo.
—Sí —dijo Anselmo—; han pasado cuatro. En cada camión había un cañón de los que tú dices, cubierto por ramas de pino. En los camiones había seis hombres al cuidado de cada cañón.
—¿Cuatro cañones has dicho? —le preguntó Robert Jordan.
—Cuatro —contestó Anselmo. No tenía necesidad de consultar sus notas.
—Dime qué otras cosas ha habido en la carretera.
Mientras Robert Jordan lo apuntaba, Anselmo le iba contando todo lo que había pasado ante él por la carretera. Se lo refirió desde el principio, en perfecto orden, con la asombrosa memoria de las personas que no saben leer ni escribir. En dos ocasiones, mientras él hablaba, Pablo tendió la mano hacia la vasija y se sirvió vino.
—Pasó también la caballería que iba a La Granja de vuelta de la colina en donde se batió el Sordo —siguió diciendo Anselmo.
Luego dio el número de heridos que había visto y el número de los muertos que iban sujetos de través sobre las monturas.
—Había un bulto sujeto en una montura que yo no sabía lo que era —dijo—. Pero ahora sé que eran las cabezas. —Y prosiguió en seguida—: Era un escuadrón de caballería. No les quedaba más que un oficial. Pero no era el que pasó por aquí esta mañana, cuando tú estabas con la ametralladora. Ese debía de ser uno de los muertos. Dos de los muertos eran oficiales; lo vi por las bocamangas. Iban atados cabeza abajo en las monturas, con los brazos colgando. Iba también la máquina del Sordo, sujeta a la montura en donde habían puesto las cabezas. El cañón estaba torcido. Y nada más —concluyó.
—Es suficiente —dijo Robert Jordan, y hundió su taza en la vasija de vino.
—¿Quién, además de ti, ha estado ya más allá de las líneas, en la República? —preguntó Jordan.
—Andrés y Eladio.
—¿Quién es el mejor de los dos?
—Andrés.
—¿Cuánto tiempo tardaría en llegar a Navacerrada?
—No llevando carga, y con muchas precauciones, tres horas, si tiene suerte. Nosotros vinimos por un camino más largo y mejor, a causa del material.
—¿Es seguro que podría llegar?
—No lo sé, no hay nada seguro.
—¿Ni para ti tampoco?
—No.
«Eso resuelve la cuestión —pensó Robert Jordan—. Si hubiese dicho que podía hacerlo con seguridad, hubiera sido a él seguramente a quien habría enviado.»
—¿Puede llegar Andrés tan bien como tú?
—Tan bien, o mejor; es más joven.
—Pero es absolutamente indispensable que llegue.
—Si no pasa nada, llegará. Y si le pasa algo, es porque podría pasarle a cualquier otro.
—Voy a escribir un mensaje para enviarlo con él —dijo Robert Jordan—. Le explicaré dónde podrá encontrar al general. Debe de encontrarse en el Estado Mayor de la División.
—No va a entender eso de las divisiones —dijo Anselmo—. A mí todo eso me embrolla. Tendrá que saber el nombre del general y dónde podrá encontrarle.
—Le encontrará, justamente, en el Estado Mayor de la División.
—Pero ¿eso es un sitio?
—Claro que sí, hombre —explicó pacientemente Robert Jordan—. Es el sitio que el general habrá elegido. Es allí donde tendrá su cuartel general para la batalla.
—Entonces, ¿dónde está ese sitio? —Anselmo estaba fatigado y la fatiga le entontecía. Además, las palabras brigada, división, cuerpo de ejército le turbaban siempre. Primero se hablaba de columnas; luego de regimientos y luego de brigadas. Ahora se hablaba de brigadas y también de divisiones. No entendía nada. Un sitio es un sitio.
—Escúchame bien, hombre —le dijo Robert Jordan. Sabía que si no lograba que le entendiera Anselmo, no lograría tampoco explicar el asunto a Andrés—. El Estado Mayor de la División es un sitio que el general escoge para establecer su organización de mando. El general manda una división, y una división son dos brigadas. Yo no sé dónde estará en estos momentos, porque yo no estaba allí cuando lo escogió. Probablemente estará en una cueva, o en un refugio, con hilos telegráficos que lleguen hasta allí. Andrés tendrá que preguntar por el general y por el Estado Mayor de la División. Tendrá que entregar esto al general, o al jefe de su Estado Mayor, o a otro general cuyo nombre yo escribiré. Uno de ellos estará allí, aunque los otros hayan salido para inspeccionar los preparativos del ataque. ¿Lo entiendes ahora?
—Sí.
—Entonces, vete a buscarme a Andrés. Yo, entretanto, escribo el mensaje y lo sello con esto. —Le enseñó el pequeño sello de caucho, con un puño de madera, marcado S.I.M. y el pequeño tampón de tinta en su caja de hierro, no más grande que una moneda de cincuenta céntimos, que sacó de su bolsillo.— Te dejarán pasar al ver este sello. Ahora, vete a buscar a Andrés, para que yo se lo explique. Conviene que se dé prisa; pero, sobre todo, conviene que lo entienda bien.
—Lo entenderá, porque yo lo entiendo; pero conviene que tú se lo expliques muy bien. Todo eso del Estado Mayor y de la División es un misterio para mí. Yo he estado siempre en sitios muy precisos, como una casa. En Navacerrada era un viejo hotel donde estaba el puesto de mando. En Guadarrama era una casa con un jardín.
—Con este general —dijo Robert Jordan— estará muy cerca de las líneas. Será un subterráneo, por causa de los aviones. Andrés le encontrará fácilmente si sabe lo que tiene que preguntar. No tendrá más que enseñar lo que yo le entregaré escrito. Pero ve a buscarle porque conviene que llegue allí en seguida.
Anselmo salió agachándose, para pasar por debajo de la manta, y Robert Jordan empezó a escribir en su cuaderno.
—Oye, inglés —dijo Pablo, con la mirada siempre fija en el tazón del vino.
—Estoy escribiendo —dijo Robert Jordan sin levantar los ojos.
—Oye, inglés —Pablo parecía hablar a la vasija del vino—. No hay por qué desanimarse. Aun sin el Sordo, disponemos de mucha gente para tomar los puestos y volar el puente.
—Bueno —contestó Robert Jordan, sin dejar de escribir.
—Mucha —dijo Pablo—. Hoy he admirado mucho tu juicio, inglés. Pienso que tienes mucha picardía. Eres más listo que yo. Tengo confianza en ti.
Atento a su informe destinado a Golz, tratando de escribirlo con el menor número de palabras posible, haciéndolo al propio tiempo absolutamente convincente, esforzándose por presentar las cosas de modo que le conminase a renunciar al ataque, dándole a entender que ello no se debía a que temiese el peligro en que le colocaba su propia misión y que no era por eso por lo que escribía así, sino solamente para poner a Golz al corriente de los hechos, Robert Jordan no escuchaba más que a medias.
—Inglés —dijo Pablo.
—Estoy escribiendo —repitió Robert Jordan, sin levantar los ojos.
«Debiera enviar dos copias —pensó—; pero entonces no tendríamos bastantes personas para volar el puente, si, de todas formas, hay que volarlo. ¿Qué es lo que sé yo de este ataque? Quizá sea únicamente una maniobra de diversión. Quizá quieran atraer algunas tropas, para sacarlas de otro punto. Quizá quieran atraer a los aviones que están en el Norte. Quizá sí y quizá no. ¿Qué sé yo? Este es mi informe para Golz. En todo caso, yo no tengo que volar el puente hasta que comience el ataque. Mis órdenes son claras, y si el ataque se anula, no tendré que volar nada. Pero tengo que reservar aquí un mínimo de gente indispensable para cumplir las órdenes.»
—¿Qué estabas diciendo? —preguntó a Pablo.
—Que tengo confianza, inglés. —Pablo seguía hablando a la vasija del vino.
«Hombre, ya quisiera yo tener esa confianza», pensó Robert Jordan, y siguió escribiendo.
D
E MANERA QUE SE HABÍA HECHO
todo lo que había que hacer, al menos por el momento. Todas las órdenes estaban dadas. Cada cual sabía con certidumbre su misión a la mañana siguiente. Andrés había salido tres horas antes. De manera que aquello sucedería al rayar el alba, o no sucedería.
«Creo que sucederá —se dijo Robert Jordan mientras descendía del puesto más elevado, adonde había ido a hablar con Primitivo—. Golz organiza el ataque, pero no tiene poder para contenerlo. El permiso para contenerlo tiene que llegar de Madrid. Lo más seguro es que no logren despertar a nadie allí y que, si se despierta alguien, tendrá demasiado sueño para ponerse a pensar. Hubiera debido avisar a Golz antes de que todos los preparativos hubiesen sido hechos para el ataque; pero ¿cómo poner en guardia a nadie contra una cosa que no ha ocurrido? No han comenzado a mover el material hasta el anochecer. No querían que sus maniobras fuesen vistas en la carretera desde los aviones. Pero ¿y en lo tocante a sus aviones? ¿Por qué tantos aviones fascistas?
»Seguramente nuestra gente se ha puesto en guardia viendo los aviones. Pero quizá los fascistas traten de ocultar con esto otra ofensiva más allá de Guadalajara. Se dice que había concentraciones de tropas italianas en Soria y Sigüenza, aparte de las que estaban operando en el Norte. No tienen bastantes hombres ni material para desencadenar dos grandes ofensivas al mismo tiempo. Eso es imposible; por tanto, tiene que ser una baladronada. Pero sabemos también las muchas tropas que han desembarcado los italianos estos últimos meses en Cádiz. Es posible que intenten de nuevo el ataque a Guadalajara, aunque no tan estúpidamente como la primera vez; sino en tres columnas, que se irían ensanchando y avanzando a lo largo de la vía del ferrocarril hacia la parte occidental de la meseta.»