Por sendas estrelladas (3 page)

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Authors: Fredric Brown

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Por sendas estrelladas
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—EIlen Gallagher, de cuarenta y cinco años, es la viuda de Ralph Gallagher, que murió siendo Alcalde de Los Ángeles hace seis o siete años. Ella irrumpió en el campo de la política tras la muerte de su esposo. Ha sido un elemento activo y ya lo era antes, aunque entonces sólo lo hacía en beneficio de los intereses de su marido. Ya ha participado en dos ocasiones en la Asamblea de California y desde entonces lucha por un puesto de Senador. La próxima pregunta.

—¿Cuál es su postura en todo esto? ¿Es también una enamorada del espacio?

—No. Pero es amiga de Bradly de Caltech. ¿Le conoces?

—He leído algo acerca de él. Algo pesado, aunque bueno.

—Es uno de los nuestros, sin limitaciones. Continúa apegado a la idea de los relativistas, manteniendo la imposibilidad de que se pueda alcanzar una velocidad superior a la de la luz. Pero de todas formas, apoya a la señora Gallagher en la carrera hacia Júpiter. Aunque creo que todo esto debería mantenerse callado hasta que ella obtuviese su puesto de Senador. California es muy conservadora y podría costarle su elección.

—Tendremos que procurar la forma de que no sea así. ¿Quién es su oponente?

—Un tipo llamado Layton. Dwight Layton, de Sacramento. Fue alcalde de la ciudad y dispone de grandes medios. Conservador, desde luego.

Yo me encogí de hombros.

—¿Y eso es todo?

—Está adquiriendo grandes espacios en la televisión y es un buen conferenciante; habla bastante bien. Afirma que el género humano está perdiendo inútilmente sus más valiosos recursos, tales como el uranio, gastándolo en prodigiosas cantidades para mantener pequeñas colonias sin valor, en mundos tan muertos como la Luna y el planeta Marte. La Tierra se está empobreciendo en un inútil esfuerzo para hacer que se convierta en realidad un sueño largamente acariciado. Sólo Marte, ha costado ya cien mil millones de dólares. ¿Y qué resultado de valor nos ha proporcionado? Arena y líquenes, sin aire que permita la vida humana y un frío espantoso. Y a pesar de eso, se siguen gastando millones cada año para ayudar a unas docenas de personas que están lo bastante locas como para…

—¡Cállate! Ya es suficiente, Rory.

—Vamos, calma, muchachos —intervino entonces Bess—. Voy a quitar la mesa.

Le ayudamos. Después, tomando café en el cuarto de estar, reanudamos la conversación.

—Bien, creo que me he hecho cargo de la situación —dije a Rory—. ¿Qué podría hacer para ayudar en todo esto?

Mi amigo dejó escapar un suspiro.

—Bien, para empezar, tienes que votar. Has llegado aquí con el tiempo justo para registrarte como votante; mañana es el último día. Tendrás que volver a Berkeley para hacerlo y afirmar que llevas un año de residente en el Estado, para que se te autorice a emitir el voto. Darás esta dirección; nosotros diremos que has estado viviendo en casa todo ese tiempo.

—Magnífico.

—Pero me parece una tontería que tengas que cruzar la bahía esta noche y después volver para registrarte. Quédate esta noche con nosotros y te registras por la mañana antes de volver.

—Gracias, Bess, eres un encanto.

—Tenía que haber caído en la cuenta por mi mismo —dijo Rory—. Bien, creo que tienes bastantes amigos en San Francisco para que puedan registrarse en diversos distritos. Creo que podrías conseguir varios votos para el próximo martes.

—Puedo hacerlo. Cuando menos cinco o seis.

—Y asegúrate de que tus amigos se registran convenientemente. No tenemos que preocuparnos en qué forma lo hagan, pues no serían amigos tuyos. Todos y cada uno de los votos cuentan, Max.

—Seguro que sí, cada voto ayudará a nuestra empresa. Yo creo que podré conseguir más, ya me las arreglaré. ¡Maldita sea!, ¿es que no puede hacerse otra cosa más?

—Pues no sé cómo, Max. Tú no eres un conferenciante. Si te pusieras delante de la televisión, parecerías un fanático —que es lo que realmente eres— y probablemente volverías loca a mucha gente en vez de convencerla.

Tuve que aceptar el hecho como cierto. Suspiré resignado por la observación de mi buen amigo.

—Temo que tengas razón en eso. Sin embargo, tiene que haber algo más. Podría intentar ver a la señora Gallagher… y hablar con ella de algún modo.

—No creas que está en la ciudad. Pero sí que podrías conseguir una entrevista con su apoderado, Richard Shearer. Tienen una suite en San Francisco para su campaña electoral. Ayer hablé con él por teléfono.

—¿Y qué?

—Me dijo que iba a enviar a un elemento a la Isla del Tesoro para hablar a los muchachos durante la hora del almuerzo. Le dije que no hacía ninguna falta; toda la Isla del Tesoro cuenta con un voto unánime para ella.

—De acuerdo —le dije—. Lo primero que haré será verle el miércoles y emplearé mañana en registrarme adecuadamente, y asegurarme de que mis amigos también lo hacen para votar.

* * *

Puse mi reloj despertador para las tres y media del miércoles. No es que fuese a ver a Richard Shearer tan temprano, sino porque el cohete de Moscú llegaría a las tres cuarenta, el primer estratocohete que vería desde mi estancia con mis amigos en California. Los vuelos nocturnos de los estratocohetes son muy raros, ya que es inútil correr ningún riesgo cuando en unas pocas horas pueden recorrer la mitad de la Tierra. Pero un aterrizaje nocturno es algo bello de contemplar.

Desde la ventana, con mi habitación a oscuras, lo esperé. Todos han visto en la época que vivimos un estratocohete cuando pone en ignición sus motores y ha contemplado el fabuloso chorro de fuego de su cola. Son los más hermosos fuegos de artificio que se hayan visto jamás, los fuegos de artificio que nos han llevado a la Luna y a Marte y que nos llevarán a otros planetas más lejanos.

Bill, mi hermano, me había dicho que los cohetes estaban quedando de lado. En efecto, así estaba ocurriendo en cierta medida. Habíamos dado los primeros pasos y después se perdieron los arrestos para continuar. Temporalmente —tenía que ser sólo temporalmente— perdimos nuestro buen camino, o al menos, la mayor parte de nosotros.

No todos, gracias a Dios. Millones de nosotros, millones además de mí, deseábamos llegar a las estrellas. Pero ahora existen muchos más millones de personas que han vuelto la espalda a tal idea, o quienes apenas si dedican un vago recuerdo a esa maravillosa empresa, pensando que es imposible obtenerlo en toda la duración de nuestras vidas y que no vale la pena emplear tanto dinero en semejante empresa.

Lo peor de todo son los reaccionarios, los conservadores, los cortos de vista, miopes a todo lo que no sea vivir pensando en un inmediato beneficio para sus intereses. Los que piensan que cuanto se haga es tiempo y dinero perdido, porque no van a tener tiempo de tocar con sus manos el beneficio inmediato, financieramente hablando.

Por supuesto que no lo tendrían; pero siempre serían pasos, los primeros pasos y sabemos muy bien por nuestros astrónomos que lo conseguiríamos un día. Cuando se está subiendo una escalera —una escalera casi infinita— dirigida hacia una habitación —una habitación también infinita—, llena, repleta con todos los tesoros del Universo, ¿se debería uno detener subiendo porque no se tuviese a la mano inmediatamente un puñado de las riquezas de esos inmensos tesoros en los primeros dos o tres peldaños?

Los conservadores, millones de ellos, nos llamaban chiflados, los locos de las estrellas. Se preocupan por los impuestos, únicamente por su dinero. Se crean deudas, dicen, ¿y qué provecho va a obtenerse con esa loca aventura? Los planetas no valen la pena y las estrellas… ¡Ah! si es que se puede llegar hasta ellas, nos llevaría miles de años…

Pero yo creo, que aunque cueste miles de años conseguirlo, lo que sería imposible, si no se intenta con todo el corazón, la voluntad y con cuantas energías se tengan, es algo factible y hay que intentarlo a toda costa. Sin contar con que súbitamente podemos tener a la mano el medio que soñamos, de la forma más repentina e inesperada. Esto puede llegarnos tan inesperadamente como el haber alcanzado el planeta Marte en 1965, cuatro años antes de lo calculado para alcanzar la Luna. De repente, obtuvimos la propulsión atómica y los combustibles químicos con los que se había estado trabajando, quedaron instantáneamente convertidos en piezas de museo y hechos unas antiguallas. Estábamos en la situación de un hombre que intentaba cruzar el océano en un bote de madera, cuando sólo a pocas millas de la orilla del mar surge un avión volando a velocidades supersónicas, de repente. Tal vez hallemos la solución para ir a las estrellas, y entonces nuestra propulsión atómica quedaría tan anticuada como el bote de madera para cruzar el Atlántico.

Podemos hallar algo nuevo que coloquen a las estrellas tan relativamente próximas como los planetas para la propulsión atómica, si sólo lo intentamos, todos a una, poniendo la inteligencia y el corazón en ello. Al igual que intentamos llegar a la Luna, con cohetes de combustible químico y encontramos la propulsión atómica.

* * *

A las nueve en punto me dirigí a la suite 1315 del Hotel San Francisco. En la puerta rezaba un rótulo que decía: Cuartel General de la Campaña Gallagher para Senador. Una joven rubia, en la recepción, se entretenía esparciendo papeles alrededor de diversas mesas de trabajo. Alzó la vista cuando entré y como seguramente solía sonreír a todo el mundo, también me sonrió a mí.

Pensé que lo mejor era, según me había sugerido Rory, comprobar si la candidata estaba en la ciudad.

—Por favor, señorita, ¿está Ellen Gallagher?

—La señora Gallagher no puede encontrarse aquí porque en estos momentos está dando una serie de conferencias en la parte norte del Estado. Lo lamento.

—¿Por qué tendría usted que lamentarlo? ¿Y el señor Richard Shearer, puede verse?

—Llegará dentro de un momento. ¿Tiene la bondad de sentarse…? Oh, aquí está. Este caballero quiere verle Mr. Shearer —dijo al interesado.

El hombre que acababa de entrar me dio la impresión de una persona con una enorme cabeza rojiza y una cara de luna llena. Me presenté a mí mismo y tras habernos estrechado las manos, me dijo:

—¿En qué puedo servirle, Mr. Andrews? —La voz de Shearer sonaba a bajo de ópera, hablando con lentitud.

—Que me diga de qué forma puedo ayudar a Ellen Gallagher a que sea elegida.

—Venga a mi oficina —se adelantó para mostrarme el camino, me señaló un sillón junto a una mesa, un mueble de plásticos automáticos.

—¿Es tal vez usted amigo de la señora Gallagher, Mr. Andrews?

—Desde luego —afirmé—. Nunca la he visto; pero si va a apoyar el envío de un cohete a Júpiter, soy desde luego su más incondicional amigo.

—Vamos, un loco de las estrellas. —Shearer hizo un gesto vago—. Bien, pensamos utilizar todo el apoyo de los entusiastas locos de las estrellas para nuestra campaña, y más ahora que nuestra candidata se muestra decidida en el sentido de esa exploración del planeta Júpiter.

—¿Qué encuentra usted de reprobable en la cuestión?

—Por mi parte apruebo lo del cohete espacial. Creo que es llegada la hora de que demos otro paso hacia adelante en la conquista del espacio. Pero me temo que sus declaraciones a la Prensa respecto al asunto, precisamente antes de las elecciones, es un error político que va a costarle más votos de los que va a ganar.

—¿Los bastantes como para perder su elección?

—Eso es algo que no puedo saber, Mr. Andrews. Pero de lo que estoy cierto es de la adhesión en bloque de todos los locos de las estrellas, como usted, ahora que estamos metidos de llenos en el asunto.

—No se preocupe por la votación de los locos de las estrellas —le dije—. Los tendrán todos, y muchas veces el mismo en ciertos casos.

Mi interlocutor sonrió levemente.

—Creo que debería preguntarle el significado de sus palabras. Bien olvídelo, o mejor dicho, es como si nada hubiese oído.

—Está bien, no dije nada. Pero usted acaba de decir que ignora si va a lograr el triunfo en las elecciones. ¿Qué piensa, realmente?

Quedó tan silencioso durante tanto tiempo, que tuve que contestar por él.

—Entonces es que va a perder, tal como están las cosas.

—Me temo que así parece. A menos que ocurra algo inesperado…

—¿Algo así como algún accidente repentino e inesperado a Dwight Layton?

Shearer había permanecido apoyado de codos sobre la mesa, mirándome fijamente; pero ante mis últimas palabras, adoptó una rígida postura como si le hubiesen clavado un alfiler en alguna parte.

—No irá usted a sugerir… —y se quedó mirándome fijamente—. ¡Por los clavos de Cristo, creo que usted sería capaz de hacer algo de eso y arreglarlo así!

—Considérelo como una cuestión hipotética; pero responda: ¿Podría eso arreglar las posibilidades de Mrs. Gallagher?

Se levantó y comenzó a pasear a largas zancadas por la estancia lentamente y sumido en profunda meditación. Lo hizo cinco veces hasta que finalmente, se detuvo, mirándome directamente a la cara.

—No, sería la peor cosa que pudiera ocurrirle a ella, aún en el caso de que Layton sufriese un verdadero accidente, totalmente fortuito. Porque Layton es un bribón consumado, aunque nadie sea capaz de probar nada en tal sentido. Pero existe mucha gente, incluso de su mismo partido, que lo sospecha y va a costarle muchos votos. No tantos, desgraciadamente, me temo, como a Ellen por su desafortunada declaración a los periodistas; pero eso le ayudaría. Con cualquier otro candidato en la oposición, incluso alguien que se presentase en el último momento, de quien el público no hubiera oído hablar jamás, ella tendría incluso menos oportunidades. Además, Layton, si tiene un desgraciado accidente de tal naturaleza que pudiera despertar la más ligera sospecha de que ha sido arreglado por un fanático loco de las estrellas… Dios mío, amigo, ¿es que no ve usted el daño que se haría a su propia causa por todo el país, además del que se le causaría a Ellen?

—Sí, creo que tiene usted razón —repuse—. Olvídelo, se lo ruego, ¿Y en qué aspecto ese Layton es un granuja, un bribón? ¿Qué es lo que ha hecho?

—Como alcalde de la ciudad de Sacramento, se hizo rico de la noche a la mañana. El rumor corre de que metió las manos hasta el hombro en grandes contratos de construcciones públicas. Pero está condenadamente bien protegido. Los chicos de los impuestos fiscales intervinieron a fondo en sus libros el pasado año y sólo tuvieron que limitarse al final, a extender un certificado de legalidad en sus negocios y en su fortuna.

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