Por si se va la luz (19 page)

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Authors: Lara Moreno

BOOK: Por si se va la luz
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Es una mañana hermosa. El cielo está limpio. Hay pájaros cantando afuera, los pájaros existen. No es la hora de los zorros. Ya no hay zorros, o eso creen en el pueblo. No puede ser un perro, no otra vez. Elena se pone tensa, detrás de la puerta hay un azadón de cavar la tierra del huerto, lo coge y sale de la casa como un gladiador, nada la asusta, pero su corazón bate, le hace daño. De un impulso levanta con las dos manos el azadón en el aire, sus ojos buscan ansiosos el peligro y no lo encuentran, el gallo cacarea en círculos dentro del corral, algo pasa junto a sus tobillos con la suavidad de una caricia amarilla y la hace caer al suelo del susto, de la tensión. La caricia del polluelo huyendo la tira, primero son sus rodillas las que se desploman, luego el azadón incrustándose en la arena, y más tarde sus codos, la barbilla herida. Resopla y levanta la cabeza, por fin sus ojos alcanzan el peligro: una niña rubia corre alejándose de su territorio, sin mirar atrás, el cuerpecillo de un hada de pelo dorado cada vez más pequeño en la lejanía, Elena siente picor en los ojos llenos de lágrimas, ¡es el demonio, el demonio ha llegado!

 

 

 

Ya no recordaba sus pezones, pero no he podido confesarle que los había olvidado. Cuando los vi la otra mañana fue una iluminación. Su redondez apunta hacia abajo, con ese color hipnótico. Tiene una piel tan blanca que la dureza oscura de los pezones me hace daño a los ojos y salivo. Puro contraste prohibitivo. En ella hay una tristeza distinta a la de la última vez. Eso sí se lo dije y ella lo llamó madurez.

Me ha estado hablando del camino y de las cosas que ha visto, incluso me ha contado parte de la historia de la niña, el porqué de su decisión. Sé que me miente, seguramente las razones verdaderas de la locura de habérsela traído con ella responden a pulsiones básicas y femeninas más que a una conciencia de salvación. Ivana tiene conciencia, siempre la tuvo. Es de las pocas mujeres que conozco que ha vivido acorde a unas ideas generales más que fragmentarias. Cuando llegó aquí la primera vez escapaba de su pasado (como todo el que llega a un lugar recóndito), pero el mismo hecho de huir ya respondía a una poderosa política activa. Y luego continuó: ha ido y ha venido varias veces, ha estado en contacto con grupos de acción, con comunidades, sé que ella conoce mejor que yo todos los tejemanejes de la organización, sé que ha luchado contra ellos: Ivana es una militante, yo soy solo una idea escondida.

Ahora la veo diferente. Creo que ha vuelto por auténtico cansancio. La madurez es egoísta. Nuestra educación reprocha a los jóvenes, desde la cuna, la egolatría y el egocentrismo, pero no hay nadie más egoísta que un ser maduro, el que ya no permite que nada lo aparte de su camino, el que rechaza los estorbos con repulsivo tesón. Con la madurez tenemos los principios interiorizados de tan repetidos y nos escudamos en ellos, pero apelar a los fundamentos de la experiencia es simple comodidad. Algo peor: miedo. Poco a poco, como siempre nos pasa, iré hablando con Ivana de todas estas cosas, le iré tirando de la lengua hasta que confesemos. Su regreso vino de la mano de sus necesidades: ser madre, no estar sola, alejarse de la incertidumbre. No, no es una hipócrita, pero está asustada. Hay algo más: quizá se trajo a la niña como reclamo. Esa niña tiene un padre.

Ivana me ha dicho que he perdido peso, y es por el calor, no hago otra cosa que sudar. Corro a la ducha nada más levantarme, y el chorro que sale es cálido y demasiado fino, pero me ayuda a despertar. Mi cabeza está hinchada por dentro cada mañana, por el alcohol, dice Ivana mientras busca el pliegue grueso entre mis testículos con sus dedos, y aprieta, estás bebiendo mucho. No es verdad. Estoy bebiendo menos desde que llegó el verano. No es verano, pero para qué voy a desarrollar esta idea. Bebí mucho, lo sé, cuando empecé a leer otra vez, cuando llegaron Nadia y Martín. Bebí mucho cuando pensé que Damián se moría; cuando Ivana regresó, todavía estaba bebiendo mucho. Pero ahora no. No sé si la razón es material: los gitanos me han dicho que la reserva de ron está decayendo, traen menos botellas. Les he ofrecido más dinero para que aprieten las tuercas, pueden ir a buscarlo a otro sitio. No me han asegurado nada, pero espero que lo consigan. Ahora tengo mucho trabajo. Ah, me encanta llamarlo trabajo. Hay muchas horas de sol y podría decir que hay movimiento, ya no hacen falta excusas para pasear por los caminos y al final siempre acaba alguien en el bar. Damián está ejercitando su gañote otra vez, viene con su palo de andar y se sienta por las tardes en el poyete. Martín es un asiduo, e incluso Nadia tiene menos reparos en venir. Las visitas de Ivana son cortas, pero viene varias veces al día. Elena se resiste. Mi vínculo con ella son los huevos, le he hecho entender que no puedo prescindir de sus huevos frescos diarios, y así la hago salir de casa. Viene por las mañanas a traerlos, cuando sabe que no hay nadie. A veces voy yo a buscarlos, y los tiene preparados en la puerta mientras ella arregla el huerto. Sus verduras son también las mejores. Que alguien tan seco sea capaz de cultivar lo mejor de esta tierra es un misterio para mí.

Tengo trabajo no solo porque venga más gente y más a menudo, sino porque mi bar se está convirtiendo en una especie de biblioteca o centro cultural, aunque esos calificativos sean desproporcionados. Sí, esto también es una ironía, pero necesito una forma de nombrarlo. Ambas cosas tienen que ver con Nadia: seguimos reuniéndonos para prestarnos libros, y ya nunca lo hacemos arriba, sino en el bar. Y, además, ella está dándole clases particulares a Zhenia, y a veces se juntan aquí. Al principio eran en casa de Ivana, pero han decidido alternar: van a la casa del boticario y vienen al bar. Fui yo quien sugirió que la niña se desplazase para las clases. Nadia me comentó que se sentía oprimida en casa de Ivana, y que Zhenia a veces recibía las clases en pijama o casi desnuda a causa del calor. Que no se reúnan en casa de Ivana nos viene mejor a todos. Para los días que les toca aquí, he preparado una mesa al fondo, lejos de la barra, limpié las telarañas y quité las maderas que tapaban la ventana de aquel muro. Ese lugar es fresco. Intento dejarlas solas siempre que puedo, las clases no duran mucho rato. Se sientan una junto a la otra en las sillas plegables e Ivana saca los materiales; los gitanos nos trajeron un par de cuadernos y lápices de colores, sacapuntas y goma de borrar. No hay libros de gramática ni de hacer cuentas, pero Nadia, que parece una profesora aplicada y con imaginación, usa algunos de los libros que ella trajo y me ha pedido algunos de los míos. Yo también hubiera querido aprender lengua con semejantes manuales. De todos modos, por lo visto Zhenia es buena alumna. Conoce el idioma más o menos bien, ya venía estudiada. Mientras preparo cosas detrás de la barra, escucho la voz de Nadia en un tono nuevo, dictándole a la niña, y observo la cabeza rubia de esta agachada sobre el papel, escribiendo. No sé qué recuerdos me traen esta imagen y estos sonidos, pero es una blandura, una paz, de los pocos momentos del día en que no tengo ninguna gana de beber.

Con los huevos frescos de Elena preparo revueltos cada mediodía. A veces los cuezo y los salpimiento, para que duren más tiempo. Los revueltos están hechos con mantequilla y alguna verdura, depende. Los fines de semana les pongo chorizo. ¿Cuál es la diferencia aquí entre los días de la semana y los fines de semana? Antes no había ninguna. Ahora casi ninguna: Zhenia y Nadia no dan clase los sábados y los domingos. Este sencillo hecho revoluciona nuestras vidas. Los días de la semana vuelven a tener nombre.

Si no fuera porque la imagen del cadáver del perro ardiendo me asalta de cuando en cuando, si no fuera porque no consigo quitarme del todo el olor chamuscado de su pellejo en llamas, si no fuera por eso. No quise enterrarlo, preferí prenderle fuego. Ardió fácilmente, como un tronco seco. Nadie vino conmigo para la incineración. Mientras rociaba con alcohol su cuerpo ensangrentado, me sentí útil por primera vez en mucho tiempo.

 

 

 

Intento disimular la asfixia de este sol que hierve sobre mis hombros cada día. No sé por qué lo hago, si podría echarme a llorar de calor o meterme dentro de la casa y mandar el huerto a la mierda, pero intuyo que cultivar la tierra y sufrir calor van de la mano, y me aguanto. Cuando entro en la casa para coger una botella de agua del frigorífico no veo nada. Mis ojos tardan en acostumbrarse a la penumbra y voy como un ciego a la cocina hasta que poco a poco los destellos van desapareciendo y consigo enfocar algo: normalmente el cuerpo de Nadia inclinada sobre la mesa, construyendo eso que ahora construye, tan dedicada a ello que me llena de calma. Está muy guapa, más que antes. Un poco más delgada también, pero creo que todos aquí estamos delgados, es el proceso natural de las cosas, adelgazar. Hay que compensar con el tocino y la carne de cerdo y de conejo en salmuera, aunque pronto tendremos pollos recién desplumados. Nadia sueña con pollo al curry, pero dudo que pueda aliviar su paladar cosmopolita. La vieja cultiva una gran variedad de especias, yo estoy empezando con algunas, inventaré nuevas recetas sabrosas y aromatizadas.

Intento disimular mi asfixia bajo el sombrero de paja, pero mi cara está quemada por el sol, mis brazos, mis hombros; parezco otra persona. Nadia trajo una crema protectora que ninguno de los dos usamos, sería un engañabobos. El otro día me dijo: a lo mejor debería darle la crema a la rusa, su piel es transparente. Y en realidad ya da igual, tiene la cara dorada como una moneda, la nariz un poco despellejada y los bracitos preciosos. No se queja nunca del calor. Incluso corre por el campo, por los caminos, y apenas suda. Dice Nadia que abraza a su gato peludo como si estuviéramos en invierno, se lo refriega por el cuerpo, es inmune a todo. Tengo una duda: ¿es por el gato o por Ivana que Nadia no quiere dar las clases en la casita? De Ivana no me habla, del gato sí. Yo no le pregunto por Ivana, pero sí le pregunto por el gato. Sé que no lo ha tocado, que cuando en algún momento este ha llegado hasta sus piernas y se ha refregado melosamente contra ellas, Nadia ha sentido frío y luego, al llegar a casa, se ha lavado los tobillos y las pantorrillas hasta dejárselos rojos de frotar. Yo apunto gato y apunto frío. Hacemos la vista gorda, es la única solución. El término animal de compañía nos provoca recelo, pero es una de tantas cosas que guardamos en secreto. Los techos de la casita de Ivana son muy bajos. Nadia apenas podía respirar allí: Ivana, gato, calor. La entiendo, quiero cuidarla, quiero que siga armando esa construcción que tendrá un significado cuando la termine, porque Nadia es capaz de crear significados abstractos con la misma facilidad con la que es capaz de guardar secretos.

La flor del calabacín es un milagro. Cuando el sol me atraviesa la nuca la miro fijamente y se transforma en mi retina como una alucinación. Enrique tenía razón, los calabacines se me iban a dar bien. Son bastante más flacos que los que cultiva la vieja, pero están ricos. Nunca hubiera adivinado que poseían una flor tan hermosa. Cuando esta cae, desprendiéndose silenciosa sobre la tierra, tengo que recoger los pétalos y apartarlos de allí, porque al parecer son un nido de gérmenes si se pudren. Los calabacines aguantan bien el calor y han crecido muy rápido. Llevamos una semana comiendo tortilla de calabacines, calabacines hervidos rociados con mantequilla derretida, puré de calabacín. Como son mi creación no me quejo, los degluto armoniosamente, pero Nadia tiene expresión de cansancio y con los ojos redondos me dice: pollo al curry, espaguetis a la carbonara, besugo a la sal. No hay curry, no hay espaguetis, no hay besugo. Come calabacín, el calabacín tiene una flor que es un milagro, mastícalo como si masticaras la flor amarilla y radiante, su sabor es exquisito, come calabacín, come calabacín. El mundo es un sistema básico de ausencias y presencias. Come calabacín, le digo, y ella acaba gritándome sin entender la broma. Porque no es una broma. ¿Nos queda capacidad para el humor? Sí, a veces nos reímos hasta llorar, la tumbo en la cama, ella me tumba en la cama, agarro sus tobillos colorados de tanto frotarse y le hago cosquillas en los pies hasta que gime, me da bofetones y llora con mis dedos hurgando entre sus costillas, reír, reír. Le pregunto si echa de menos a sus amigos, y me dice que no, que no los necesita para nada. Y esto, ¿es una broma? ¿Nadia no necesita a sus amigos para nada? ¿Y por qué antes ocupaban tantas horas de su día a día? No solo eran los momentos de las reuniones físicas, los actos, los almuerzos, las cenas en casa, las visitas a los que vivían en otras ciudades, los bares, las noches. No era solo eso, una cantidad de compromisos que ella cumplía con rigurosa flexibilidad, era lo demás: el teléfono, los correos, las redes sociales. En realidad ella lo hacía con rapidez y soltura, con un simple clic. No todo en esta vida es una tesis doctoral, me escupía. Y ¿cómo ha podido desembarazarse de aquello, de esa costumbre informativa, de esa necesidad de contacto virtual? Ahora no necesita a sus amigos. Podría pensar que está mintiendo, pero no, no miente con respecto a sus amigos. Siempre acepté esta doble versión de Nadia: la relajada sociable que se relaciona como un tic nervioso y la artista huraña del amor conflictivo. A mí me enamoró la segunda, y ahora la tengo por completo, incluso sin conflictos, aunque ella de vez en cuando me pide pollo al curry y me mira con sus ojos de conflicto.

La noche en que ambos tomamos la decisión, y podría pensarlo con mayúscula, la Decisión, acordamos que antes de dar el sí definitivo tendríamos que ir reduciendo poco a poco lo plural de nuestra cotidianeidad. Ella me reprochó: para ti es fácil, estás preparándote para esto desde hace mucho, es más, sabías que esto podría acabar con nuestra relación y sin embargo has aguantado hasta el final, hasta que la suerte ha corrido de tu lado porque me voy contigo. No dije que yo sin ella no iría a ninguna parte, porque en realidad no estábamos en nuestro mejor momento. El caso es que ella tenía que desembarazarse de su vida, desintoxicarse de sus costumbres. Consultó la idea con algunas personas y sé que estas guardaron un silencio de reproche, de mirarla como a una loca, el raro de tu novio, no puedo creerlo; yo contraataqué: lo que has visto en sus ojos es el miedo a su propio destino, es la cobardía. No fue suficiente para tranquilizarla, pero cuando Nadia toma una decisión, algo que no hace muchas veces en su vida, es irreducible. No me di cuenta, yo seguía con mis rutinas, con mis estudios, intentaba moldear nuestra vida para que las carencias no nos afectaran, no presté atención a su forma de desengancharse de su mundo. A ellos dejó de verlos, poco a poco. Su teléfono móvil aparecía sin batería en rincones de la casa: sobre la estantería del baño, encima del cesto de la ropa sucia, en la alacena. Lo estaba abandonando. Casi a la vez empezaron las restricciones, y a veces lo encendía y no había cobertura, así que volvía a dejarlo encima de cualquier lugar, silencioso. Conectaba su ordenador por las noches, y las conexiones eran lentas. Yo la veía teclear y más tarde me enteré de que no chateaba, sino que buscaba lugares en la ciudad donde vendieran rarezas: la máquina de escribir y su copa de luna para las reglas. No más tampones. Fue tan precavida con lo que a ella concernía.

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