Por si se va la luz (30 page)

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Authors: Lara Moreno

BOOK: Por si se va la luz
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Han llegado al puente y se sientan en la barandilla, con los pies por fuera. A veces Zhenia se contonea como una mujercita y Nadia encuentra en ella los gestos de Ivana. Miran al horizonte, todo herbazal, donde no se distingue nada. Y miran hacia abajo, hacia el cauce ajado: no hay mucha distancia, pero si cayeran, si una empujara a la otra, seguro se quebraban algún hueso. Sería horrible volver a casa con un hueso roto. Están sentadas muy cerca, el bamboleo de las piernas de la niña hace que sus pieles se rocen a la altura de los muslos, todo es dorado, el vello leve en la piel de ambas, cocido por la luz del atardecer. Nadia imagina que si todos siguen allí, Zhenia será la próxima víctima de Martín, o al contrario. No es una niña romántica y fantasiosa como fue ella, pero Nadia sabe que está loca de amor por él. ¿A qué edad comenzó ella a masturbarse? Mueve la cabeza a un lado y a otro y aparta estos pensamientos, Zhenia es muy pequeña, acaba de cumplir diez. Pero eso no impide que esté enamorada. Mete la mano en el bolsillo de su pantalón corto y saca una bolsa con avellanas que ofrece a la niña. Me has mentido, dice esta. Siempre que puedo te miento. Comen avellanas. Miran el horizonte. Una mancha violácea termina en sus ojos. En algún sitio deben de estar mis gafas de sol, dice Nadia. Y en algún sitio debe de haber una televisión para mí, contesta la otra. La joven la mira extrañada: ¿una televisión? ¿A ti no te apetece ver la televisión? Bueno, aquí no se puede, no llega la señal. Zhenia traga un par de avellanas sin masticarlas apenas. Me gustaría. Una película muy larga, tumbarme en el suelo del salón a mirar la tele y que nadie me dijese nada, ni vete a dormir ni ven a comer ni nada. Tienes razón, a mí también me gustaría. Yo se lo he dicho a Ivana, pero no hay nada que hacer. Ya lo suponía. Una eclosión de cariño se hunde en el estómago de la mujer: si todos fuesen distintos, si de verdad fueran algo parecido a una familia, montarían una obra de teatro para que Zhenia pudiese tirarse en el suelo a ver cómo actúan. Para eso sería mejor que Damián no estuviera muriéndose.

La niña habla mientras atardece. Le está hablando de Ivana y, en los pocos momentos en que la nombra estando con ella, Nadia siempre hace lo mismo: busca desesperada un tema para cortar la conversación. Muchas veces le ocurre, no sabe qué decirle a una niña aunque cualquier cosa valdría. Nadia no guarda rencor o al menos eso cree, pero no soporta oír ese nombre ahora. Le está contando un episodio de televisores y vida en común; ella se pregunta si Zhenia ya la considera una madre o algo parecido. No guarda rencor, pero no puede evitar preguntarse dónde estará Martín. No quiere oír más a la comedora de avellanas. A la que balancea la pierna a su lado. A la que está a punto de tirar su sandalia al cauce seco del río, la tira de goma hace equilibrio en los dedos rechonchos.

Todo me da igual, dice en voz alta. La niña se calla por fin. Nadia repite: todo me da igual. Podéis hacer lo que queráis. Zhenia la observa interrogante pero no pregunta nada. La sandalia acaba cayendo al fondo, queda enganchada a un arbusto. ¡Tengo que recogerla! Nadia pone una mano sobre el muslo delgado y duro de la niña, cálido por el esfuerzo de la luz durante todo el día. Sí, espera, ahora vamos, quiero contarte una cosa. Zhenia obedece y se queda quieta y callada al lado de la mujer, que no la suelta, si ahora quisiera podría empujarla y caería hacia abajo junto a su sandalia, pero la niña no teme eso, ni siquiera lo piensa, piensa en el olor de los pescuezos de pollo recién degollados que la vieja le lanza, en cómo alguna vez se le han quedado pegados, pringosos, en el pelo amarillo de oro. Cuando sea grande, Martín y ella se acostarán. A lo mejor hacen el amor encima de ese mismo puente. Martín estará mayor y ella será un principio de mujer carnívora y dorada. Si es en invierno, todo ocurrirá a la luz de unas velas quemándose, Nadia está segura de que él no desaprovechará la oportunidad de mirar la cara redonda y los pechos manzana. Pero eso será dentro de mucho tiempo, no todavía. ¿Qué quieres contarme?, susurra Zhenia. Los mosquitos comienzan su batalla, son puntuales a la caída del sol. Nadia tiene la nariz muy cerca del pelo de su pequeña compañera, que huele a barro seco y a aspirina; se acerca un poco más a ella, como si le hablara en el oído. Voy a tener un hijo. Espera unos segundos. Martín y yo. Al principio Zhenia no reacciona pero pronto suelta un gritito, un brinco, está tan pegada a Nadia que lo único que puede hacer es abrazarla durante un instante, el suficiente para que cuando abra los ojos de nuevo sea de noche. Sonríen. ¿Es un secreto? No lo sé. ¿Y es una mentira? No, eso no. ¿Y será bueno para mí? Si te gustan los bebés supongo que sí. Y a ti, ¿te gustan? No lo sé muy bien, pero creo que este me gustará. ¿Martín está contento? Nadia no puede evitar alzar las cejas en señal de orgullo: claro, está muy contento. Luego da unas palmadas, se incorpora, vamos, ¡es muy tarde! Ivana habrá ido a buscarte, y hemos dejado solo a Damián mucho tiempo, espero por favor que no haya vomitado o algo así. La niña corre con su pie descalzo al borde del puente y baja por la pendiente para recoger su sandalia. Apenas se ve nada, pero consigue vigilar las sombras y alcanzar el zapato. Regresan, más distantes, perdida esa azorada intimidad que antes las envolvió, algo violentamente. No dicen nada por el camino, solo Zhenia murmura: espero que mi padre Lev no venga a por mí antes de que nazca tu niño. Nadia no responde, en silencio se compadece no sabe bien de quién, de Lev, de todos ellos.

 

 

 

El día que soñé con los flamencos ya está olvidado. Después he tenido otras pesadillas y todas han acabado del mismo modo: estoy a expensas de mi propio cuerpo y a la vez mi propio cuerpo nada tiene que ver conmigo ya, me lavan, llegan unas manos rudas y me zarandean a un lado de la cama para cambiar las sábanas, otras suaves y rápidas trastean en la tela que cubre mi entrepierna y que guarda mis meados y mi mierda, hay otras manos frías y muy delgadas que apenas me tocan, trajinan con los vasos, levantan un poco mi cabeza y me acercan líquidos insípidos y unas papillas que me cuesta trabajo tragar, pero son las mismas manos que abren un libro a mi lado y pasan las páginas con un ruido que me conmociona, a mí que nunca me gustó leer ahora me gusta que me lean, las manos más importantes son unas muy pequeñas y ásperas que buscan el propio hueco de mis manos (una cueva desierta) y allí se quedan, escondidas durante un rato, a veces sus dedos de uñas rotas me pellizcan (una cueva desierta con una alimaña arañando las paredes). Ninguna de ellas son tus manos y ninguna se parece a tus manos. Crees que las he olvidado pero no, tus manos eran como la arena caliente. Distraídas como la lumbre y efectivas. Nunca tuviste dedos lacios de colegiala, desde muy pronto se te formaron callos, redondas durezas que me hacían cosquillas en la nuca. No son tus manos estas que me tratan como paño húmedo. Reconozco a cada dueño y tú no reconocerías a ninguno.

Ya no les hablo. Sé que estoy en la casa que compartimos y todo lo demás queda atrás, lejano, las montañas negras, el mar que nunca conquisté, los flamencos. No huelo nada, no sé nada, no me pica nada, no me duele, Maruja, nada ya. Estoy seguro de que esto es el final porque es perfecto: no siento ni a la Pequeña ni a la Grande. No las veo venir porque ya están aquí. A la Pequeña quizá te la has llevado tú o a lo mejor yo he conseguido ahumarla, la Grande me avisó hace un tiempo y ahora no se ha tomado esa molestia, por mi propio pie he entrado en el campo de los callados, me senté una tarde y ya no me levanté, así de fácil, fueron estas manos que te digo las que me lavaron y me metieron en la cama y me dieron de comer y me cambiaron las ropas llenas de porquería cada vez que hizo falta, otros brazos cuidan de mis árboles y de mi tierra, entre todos esperan pacientemente el hallazgo terrible de la muerte en mi boca abierta de lagarto y yo me limito a no esperar nada, esto no va conmigo, no quiero aspavientos y no los tendré, esta vez no me pilló en el camino, esta vez me dijo, estás hasta los huevos, harto, y yo me dije, estoy. Y me senté. Y aquí sigo. ¿En el valle de los caídos? No, ni hablar. Ya sabes tú. Estoy en la tierra árida del meteorito, que es tan dulce como el vino, y no me he caído, Maruja, ni hablar, me senté con un retortijón en los riñones y el mundo que estaba parado se agachó conmigo y oí un crujido. Decidí no moverme más, porque estoy seguro de que era el crujido de tus pasos. He tardado tanto en darme cuenta de que tú eres la muerte. Me estoy quietecito, para que no te despistes. Ahora soy obediente como un niño.

 

 

 

Nadia escucha la respiración de Martín mientras este duerme. Están tumbados en la cama, bocarriba, uno de los brazos de él toca el costado de ella. Muy temprano. La boca de él entreabierta y el soplido intermitente, no llega a ser ronquido. Nadia mira al techo y espera que la luz se intensifique con el proceso de la mañana. Desde que está embarazada cae en el colchón rendida por las noches, como un globo, igual que cuando fumaba hachís, pero se despierta pronto, limpia y rápidamente. Se hace preguntas muy despacio, se aplasta los pechos globo y rebusca en su vientre que luego será globo.

No sabe nada. No tiene a quien consultarle y solo enumera los días apartando las fobias una a una. Alguna vez fantasea con el momento crucial e imagina que Elena meterá sus manos sucias dentro de ella como cuando tuvo las fiebres, sabe que eso no ocurrirá, no ve a la bruja desde hace meses, para ella la bruja ya no existe. Elena, esa mujer que la mira como si la conociera, agujereándola con sus ojos de culpabilidad. No más Elena. A la vez, si Enrique les contó la verdad, es la única mujer que hay allí que alguna vez estuvo embarazada, pero ella no es un cerdo y no parirá como un cerdo. ¿Cómo lo hará? ¿Cómo paren las mujeres? Todo saldrá bien porque no hay más remedio. Y eso será dentro de mucho tiempo.

Ahora es su momento globo. Dentro de ella no hay más que una imagen, un sueño proyectado, un argumento. Si alguien la zarandeara como se zarandea a un globo antes de lanzarlo al aire, podría oír el ruido de la canica chocando contra las paredes de goma. Se siente feliz en su momento canica. Recostándose de perfil, observa la oreja de Martín, escondida en su pelo alborotado, le gustaría hacerle un agujero en el lóbulo para ponerle un pendiente, podría hacerlo ella misma con una aguja gruesa. Le quedaría muy bien. Pone un dedo sobre sus labios para notar el aliento chamuscado de las horas de sueño. Todos los olores son superficiales. Las cerdas de su cepillo de dientes están vencidas. Estas son las cosas en las que Nadia piensa hasta que oye el ruido de un motor. Al principio no ocurre nada, es solo un coche lejano, algo incrustado en la memoria de puro repetido, normalizado, un coche, una máquina con ruedas que avanza transportando a gente en su interior. Un coche, un animal amigo mientras no te pase por encima o se choque contigo reventándote los huesos y los sesos. Es muy temprano, Martín está dormido. La luz no termina de intensificarse porque anoche cerraron todas las contraventanas; ahora que Nadia se despierta tan pronto, a veces antes de que amanezca, intentan conservar en la habitación toda la oscuridad posible, así aguantará más tiempo en la cama.

El ruido del motor se está acercando, lo está rompiendo todo, la gravilla seca del camino, las pocas flores amarillas y desordenadas que resisten a la luz, Martín está dormido y Nadia por un momento no sabe dónde se encuentra, sus dedos se han agarrotado y abre mucho los ojos como si con eso fuera a oír mejor, descifrar ese rugido que nada tiene que ver con ella. El coche ha frenado, está junto a la casa. Espera hasta oír el sonido de las puertas abrirse como una maldición, el cerrojo de la entrada está echado, lo ve desde la cama, ninguna llave puede abrirlo desde fuera.

Martín, despiértate, están aquí. No quiere gritar aunque la voz sale de su garganta como un alambre tenso. Él abre los ojos y no tarda en entender. Están tan cerca, posiblemente el coche esté parado junto al de ellos, el dinosaurio polvoriento y estático de ruedas deshinchadas. Las puertas se abren y quizá salen dos, tres personas, luego se cierran. Pueden oírlo todo, los pasos, las voces. Son ellos, dice Martín, los codos apoyados en la cama. Nadia está pegada a él, y sus brazos lo rodean en alarma. Se mantienen quietos. Esperan un poco, los pasos se acercan y se alejan, como si las personas estuvieran observando la casa. Pero al poco ya pueden ver las sombras de los pies bajo la rendija de la puerta de entrada. Están llamando, toc toc. Martín repite, son ellos, son de la organización, y sus músculos hacen el intento de levantarse de la cama, salir de la habitación, cruzar el salón y abrir. ¡No!, Nadia aprieta sus brazos contra el torso del hombre, sigue hablando con ese sonido metálico, compungido, ¡no te muevas!, por favor, no te muevas, no abras la puerta. Llaman de nuevo, esta vez una voz pronuncia sus nombres, primero el de él, dos veces, luego el de ella. El tono es interrogativo y pacífico. ¿Hay alguien?, se escucha cuando llaman una tercera vez. Nadia está temblando y sus brazos y piernas se cierran como tenazas sobre el cuerpo de Martín, este, consternado, la mira, mira al frente. Al fondo del salón, en el muro principal, está la puerta de madera cerrada con un cerrojo grueso que él mismo desliza cada noche desde que la mujer está embarazada, sin plantearse la razón; tras esa puerta ahora hay dos, quizá tres personas cuyas caras apenas recuerda ya, pero son ellos, no hay duda, es la organización. Sin saber por qué, obedece a Nadia unos segundos, se queda quieto mientras ella tiene metida la cabeza en el costado de él como si el techo fuera a caérsele encima. Susurra como ha susurrado ella, tengo que abrirles la puerta, han venido a vernos. La voz de Nadia está ahora encharcada en baba y sale desde abajo, tiene la boca contra las sábanas: no han venido a vernos sino a buscarnos, no podemos abrirles la puerta, apenas se entiende lo que dice, yo voy a tener un hijo, Martín cree que ha dicho algo así, yo voy a tener un hijo, y él tiene que cuidar cada célula del cuerpo de Nadia incluso las células de su cerebro, todavía tiene tiempo, se agacha en la cama y pone su cabeza a la altura de la de ella para oírla mejor y para que ella pueda oírlo a él mientras hablan a un volumen imperceptible, las personas que están afuera se alejan de la puerta y parece que dan vueltas alrededor de la casa, seguramente intenten buscar una ventana abierta para asomarse pero qué suerte, todas las contraventanas están cerradas por dentro, qué suerte, piensa Martín, pero no entiende por qué está pensando eso. Escúchame, Nadia, son los de la organización, ¿por qué iban a querer sacarnos de aquí?, no te preocupes, tenemos que abrirles para saber qué quieren, a lo mejor solo vienen a ver cómo va todo, déjame que salga. Ella es infranqueable, no te muevas, no te muevas de la cama, no hagas ningún ruido, quiero que piensen que estamos muertos o que no estamos, nadie va a venir para vernos, tienes que hacer esto por nosotros, si no estaremos perdidos, es la única solución. ¿La única solución para qué? Cállate, cállate, pone su mano helada sobre la boca de Martín, los pasos se escuchan ahora al otro lado de la ventana, alguien intenta abrir los postigos de madera pero es imposible desde fuera, el crujido provocado por esa mano ajena, casi extraterrestre, incomoda a Martín y se siente violento, asustado, sus ojos se abren también como antes los de Nadia, ya contagiados por el pavor de ella. Piensa en su huerto, inflado, verde y jugoso. Precioso a esa hora de la mañana. Ellos lo verán. Nadie creerá que están muertos porque el huerto está recién trabajado y sano, con todos esos palitos ordenados en fila para que las tomateras suban y se agarren. Que no lo pisen, que no lo estropeen. No abrirá la puerta, no se moverá, no hará ningún ruido que los delate. Pero tiene dudas. Nadia, susurra con un graznido, escúchame, a lo mejor han venido a contarnos algo importante. Ella tiene los ojos cerrados y respira muy lentamente, concentrándose en desacelerar su corazón, se toma un tiempo, las pisadas se oyen detrás del muro de la habitación, a veces alguna voz aunque no se entiende lo que dicen, qué cosa puede ser tan importante como para que queramos oírla, dime. Han dado la vuelta a la casa y deben de estar junto a la ventana alta del cuarto de baño, siempre un poco abierta aunque para mirar desde afuera habría que subirse a algún sitio, nadie puede llegar sin más. No habían pensado en la ventana del cuarto de baño. A veces ha entrado algún pájaro por ahí, conquistado por el blancor de los azulejos. Luego, al verse encerrado en la casa, aletea desquiciado hasta hacerse daño, dejando rastros de excrementos rojizos. Al final acaba encontrando la salida. Nadia y Martín piensan en lo mismo: el tiempo transcurre agónico. La ventana del baño está abierta. Él se mueve un poco sobre la cama, le duelen los músculos de la postura y la tensión, ella tuerce el gesto, mantener el miedo, mantener la quietud. Ahora oyen unos ruidos que no pueden desentrañar, no saben cuál será el siguiente paso. Una vez también entró un pájaro por el balcón de la casa donde vivían en la ciudad. Era un pájaro marrón y pequeño, pero aleteando enfurecido dentro del salón parecía una bestia negra. Aquel día, los dos se encerraron en el dormitorio, gritando asustados, mientras el pájaro chocaba con los muebles en su equivocación. También ese pájaro encontró la salida dejando un rastro de plumas. Tus padres, susurra Martín. Qué. Que a lo mejor vienen a decirnos algo sobre tus padres. No, dice Nadia. Él se vuelve un poco para verle la cara; ha vuelto a cerrar los ojos y tiene los labios apretados en un gesto feo y herido. Si aguantan así un poco más de tiempo, todo pasará, llegará la mañana como debe ser, con su ritual de desayuno y claridad. Nada de esto habrá ocurrido. Martín se atormenta pensando en que las cosas cambien a partir de ahora. Quizá nada vuelva a ser lo mismo. ¿Estás bien?, le pregunta acariciando su frente. Nadia no contesta. Segundos. Minutos. ¿Cuánto tiempo resiste una amenaza frente a una puerta cerrada? ¿Cuánto tiempo más estarán ahí afuera sin tirar la puerta abajo, sin colarse por la ventana del baño, sin prenderle fuego al huerto? Escúchame, escúchame, dice muy bajito, ¿y si vienen a traernos algo?, ¿y si vienen a decirnos que alguien más va a llegar?, ¿y si vienen a anunciarnos lo más horrible? Nadia está tumbada bocarriba, con las manos cruzadas contra el pecho, pareciera que no respira, pero una especie de hipido sale de su nariz, es el aliento del equilibrio; desde las esquinas cerradas de sus ojos bajan unas gotas. Martín se calla por fin, mira también al techo. El calor empieza a desprenderse de las paredes pero la inmovilidad de sus cuerpos es fría. Tienen los pies fríos. Se oyen los pasos dando la vuelta a la casa, desde la cama pueden ver las sombras otra vez bajo la puerta, pero ya nadie insiste en llamar. Al poco, el coche se pone en marcha, haciendo daño a la gravilla de la entrada, luego se va, alejándose por donde llegó, el camino que lleva hasta la carretera, sin pasar por el pueblo. Martín se incorpora pero Nadia lo agarra, reteniéndolo todavía en la cama, el tiempo necesario hasta que ya no se oiga nada, ni un ruido foráneo, hasta que el coche ni siquiera pueda verse en la lejanía.

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