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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Por un puñado de hechizos (19 page)

BOOK: Por un puñado de hechizos
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Oh, Dios
, pensé mientras tragaba, cuestionándome si yo había amado a alguien tan profundamente.

—Lo encontraremos —le prometí. Aunque sentía que era una acción totalmente inadecuada, me incliné para tocarlo, pero me aparté en el último momento. Él se dio cuenta, y se produjo un silencio incómodo—. ¿Estás listo? —pregunté, envolviendo el resto del caramelo en el papel y cogiendo la manecilla de la puerta—. Ya casi hemos llegado. Cogeremos una habitación, iremos a comer algo y te llevaré de compras.

—¿De compras? —Elevó las diminutas cejas mientras rodeaba la furgoneta por delante.

Las dos puertas se cerraron simultáneamente y me ajusté el cinturón de seguridad. Me sentía de nuevo fresca, mi resolución era más fuerte.

—¿No pensarás que me voy a dejar ver con un bombón de dos metros vestido con chándal, verdad?

Jenks se apartó el pelo de los ojos. Su rostro angular mostraba un aire de diversión risueña.

—Estaría bien comprarme calzoncillos.

Bufé, encendí el motor de la furgoneta y puse la marcha atrás. Apagué el reproductor de CD antes de que empezase a sonar.

—Lo siento, pero tenía que salir de allí.

—Yo también —respondió él, lo que me sorprendió—. Y no me gusta nada tener que vestir ropa de Kisten. Es un buen tipo y eso, pero apesta. —Vaciló un segundo, tirando del cuello de la camiseta—. Y…
hum
… gracias por lo que dijiste.

Fruncí el ceño. Miré a ambos lados y avancé hacia la carretera.

—¿En el área de descanso?

—No —respondió, con aspecto avergonzado y encogiéndose de hombros—, en la cocina, cuando has dicho que yo era la única ayuda que necesitabas.

—Oh. —Sentí que me entraba calor, pero mantuve los ojos clavados en el coche que teníamos delante, un Corvette negro, con costras de sal, que me recordaba al otro coche de Kisten—, lo dije en serio, Jenks. Estos cinco meses te he echado mucho de menos. Y si no vuelves a la agencia, te juro que te voy a dejar en este estado.

Su expresión de pánico se relajó cuando se dio cuenta de que estaba bromeando.

—Por el amor de Campanilla, no te atreverás —farfulló—. Ni siquiera puedo rociar polvo. En lugar de soltar polvo de pixie, ahora sudo, ¿lo sabías? Me sale agua de dentro. ¿Y de qué diablos sirve el sudor? ¿Para frotárselo a alguien y hacerle vomitar de asco? Te he visto sudar y no es nada agradable. Ni siquiera quiero pensar en el sexo, en dos cuerpos sudorosos presionando uno sobre el otro… ¡Qué asco! No hay mejor control de natalidad… No me extraña que solo queráis tener un puñado de hijos.

Se estremeció y yo sonreí. Vuelve a ser el Jenks de siempre.

No pude evitar ponerme tensa cuando empezó a rebuscar entre los CD; me parece que sintió mi estado, porque se detuvo, apoyó las manos sobre el regazo y se quedó mirando el cielo oscurecido por el parabrisas. Ya habíamos dejado atrás los árboles y empezábamos a ver tiendas y locales comerciales diseminados a ambos lados de la carretera. Tras ellos se alzaba la superficie llana y azul del lago, cada vez más gris a causa de la falta de luz.

—Rachel —dijo. La pesadumbre le hacía hablar en un tono de voz más suave—, no sé si podré volver.

Alarmada, lo miré, después volvía mirar la carretera, ya él de nuevo.

—¿A qué te refieres con que no puedes volver? Si se trata de Trent…

Levantó una mano, ceñudo.

—No es Trent. Tras la ayuda de Ceri de anoche, he llegado a la conclusión de que es un elfo.

Me revolví y la furgoneta cruzó la línea amarilla. Alguien tocó la bocina y yo volví a colocar el volante en la posición correcta.

—¿Llegaste a la conclusión? —tartamudeé, sintiendo que el corazón me golpeaba en el pecho—. Jenks, quería contártelo, de veras, pero tenía miedo de que lo contases y de que…

—No se lo diré a nadie —me interrumpió él, aunque podía ver que aquello lo estaba matando, porque una información como aquella le habría otorgado un gran prestigio entre la población pixie—. Si lo hago, significará que estabas en lo cierto al no contármelo, y no lo estabas.

Su voz era dura, y sentí un pinchazo de culpa.

—¿Pues por qué…? —pregunté, deseando que hubiese sacado este tema a relucir cuando estábamos estacionados, y no en aquel momento, en que intentaba encontrar mi camino por las afueras de una ciudad desconocida, iluminada con luces de neón.

Guardó silencio durante un momento, con rostro pensativo mientras ordenaba sus pensamientos.

—Tengo dieciocho años —respondió por fin—. ¿Sabes lo viejo que es eso para un pixie? Cada vez voy más lento. El otoño pasado me heriste de verdad. Ivy podría haberme cazado cuando hubiese querido.

—Ivy tiene los reflejos de un no muerto por culpa de Piscary —contesté yo, asustada—. Y yo tuve suerte. Pero, Jenks, tienes un aspecto fabuloso. No eres viejo.

—Rachel —dijo con un suspiro—. Mis hijos se están independizando, buscándose sus propias vidas. El jardín se está quedando vacío. No me quejo —se apresuró a añadir—. El deseo de esterilidad que proyectaste sobre mí es una bendición, porque los hijos que los pixies tenemos los tres últimos años de nuestras vidas tienen una esperanza de vida muy corta, y Matalina moriría si supiese que los niños que alumbra no superarán la semana. La pequeña Josefina… ya sabe volar. Lo logrará.

Su voz se detuvo, rota. Mi garganta se tensó, con un nudo.

—Entre ese deseo y el jardín —continuó, mirando por el parabrisas—, ya no me preocupa el futuro de mis hijos, cuando Matalina y yo ya no estemos, y te lo agradezco.

—Jenks… —lo interrumpí. Deseaba que se detuviese.

—Calla —me espetó violentamente. Se le ruborizaron las mejillas—. No quiero tu compasión. —Ahora claramente enfadado, apoyó el brazo en la ventanilla abierta—. Todo esto es culpa mía. Nada de esto me importaba hasta que no os conocía ti ya Ivy. Soy viejo, no importa el aspecto que tenga. Y me pone furioso saber que las dos seguiréis adelante con esa maldita agencia y que yo no formaré parte de ella. Ese es el motivo por el que no volví, no porque no quisieras contarme qué es Trent.

No dije nada, pero apreté la mandíbula, sintiéndome despreciable. No sabía que era tan mayor. Hice señales con los intermitentes y giré a la derecha, para bordear el agua. Delante de nosotros se desplegaba el enorme puente que conectaba la parte superior de la península de Michigan con la parte del sur, iluminado, chispeante.

—No puedes dejar que eso impida que vuelvas —dije yo, dubitativa—. Yo practico la magia demoníaca e Ivy es la sucesora de Piscary. —Giré el volante y me acerqué a un motel de dos pisos, con una piscina exterior construida entre la «L» que formaban las habitaciones. Me detuve bajo el toldo de rayas rojas y blancas medio borradas, vigilando a los niños con trajes de baño y manguitos que pasaron corriendo ante la furgoneta, convencidos de que no les golpearía. La madre que los seguía de cerca me saludó con la mano. Debían de estar locos o ser hombres lobo, porque hacía mucho frío—. Cualquiera de nosotros podría morir mañana mismo.

Él me miró; las arrugas de furia se habían suavizado.

—No te morirás mañana.

Aparqué la furgoneta y me volví hacia él.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

Jenks se desabrochó el cinturón y me lanzó una media sonrisa que era tan traviesa como las de Kisten.

—Porque estoy contigo.

Lancé un quejido. Había dejado que me tomase el pelo.

Salió del coche sonriendo y lanzó una mirada a las primeras estrellas, que casi no podían versea causa de la iluminación de la ciudad. Entumecida por el largo viaje, lo seguí al interior de la diminuta recepción. Estaba vacía, pero había un expositor enorme lleno de folletos y recuerdos. Con las manos extendidas, Jenks se acercó a las estanterías llenas de aquellas cositas como un hombre muerto de hambre; para su curiosidad de pixie, tocar aquel expositor era irresistible. La puerta se cerró tras nosotros, y como vi que se había dejado arrastrar por aquella bendición para un pixie, le pegué un codazo.

—¡Ay! —exclamó, sujetándose el brazo lastimado y lanzándome una mirada furiosa—. ¿Qué haces?

—Ya lo sabes —respondí secamente, buscando una sonrisa cuando me giré hacia la mujer vestida con mucha normalidad que llegó desde la trastienda por una puerta abierta. Podía oír una tele al fondo, y el olor de la comida de alguien. Bueno, de la cena, porque era una humana.

Nos miró parpadeando.

—¿Puedo ayudarlos? —preguntó, un poco dubitativa al darse cuenta de que éramos inframundanos. Mackinaw era una población turística, y seguramente no era lo bastante grande para albergar una población numerosa de inframundanos.

—Queríamos una habitación doble, por favor —respondí yo, acercándome al libro de registro y al bolígrafo. Fruncí el ceño al pensar en los datos que tenía que rellenar.
Bueno, puedo usar mi nombre
, pensé, escribiendo «señorita Rachel Morgan» con mi letra enorme y redonda. Podía escuchar perfectamente los chasquidos de las figuritas de cerámica cada vez que las levantaba y volvía dejarlas en su sitio. La recepcionista hizo una mueca, mirándolo por encima del hombro.

—Jenks, ¿podrías decirme el número de la matrícula? —le pedí, y él salió, acompañado por el tintineo de las conchas que colgaban sobre la puerta.

—Serán dos veinte —me indicó secamente.

Genial, pensé. Barato, barato, barato. Me encantan las ciudades pequeñas cuando no es temporada alta.

—Solo pasaremos la noche, no toda la semana —añadí, mientras apuntaba la dirección de la iglesia.

—Es la tarifa de una noche —respondió ella, con voz agria y petulante. Levanté la cabeza.

—¿Doscientos veinte dólares? ¡Si estamos en temporada baja! —protesté, pero ella se encogió de hombros. Asombrada, lo pensé unos segundos—. ¿Ha y descuentos para Seguros Lobo?

—Solo ofrecemos descuentos a los miembros de la American Automovile Association —contestó, con ojos burlones.

Apreté los labios y sentí que me iba calentando. Poco a poco cerré la mano y la escondí bajo el alto mostrador, para esconder los nudillos vendados.
Mierda, mierda, mierda. Me encantan estas mentalidades pueblerinas
. Acababa de aumentarnos las tarifas, con la esperanza que pasásemos la noche en otra parte.

—En efectivo —añadió, con petulancia—. No aceptamos ni tarjetas de crédito ni cheques.

El cartel que tenía a la espalda indicaba que sí que los aceptaban, pero yo no estaba dispuesta a irme de allí. Tenía mi orgullo, y el dinero no era nada en comparación a eso.

—¿Tiene alguna habitación con cocina? —le pregunté, sintiendo que se me revolvían las tripas. Doscientos veinte dólares eran una buena parte de mi efectivo.

—Son treinta dólares más —indicó.

—Claro que sí —farfullé yo. Enfadada, abrí el bolso y saqué los doscientos cincuenta mientras Jenks volvía a entrar. Sus ojos se fijaron en el dinero que sostenía en la mano, en la satisfacción de la mujer y en mi enfado, por lo que supuso enseguida lo que había pasado. Maldición, seguramente había escuchado toda la conversación con su sentido del oído pixie.

Miró la cámara falsa de la esquina, y después la puerta de cristal que daba al aparcamiento.

—Rachel, creo que hemos dado con un tesoro —dijo mientras agarraba el bolígrafo atado al mostrador y apuntaba el número de la matrícula en el formulario—. Alguien se acaba de mear en la piscina y desde aquí huelo el moho de la ducha. Si nos damos prisa, todavía podremos grabar el puente bajo la luz del crepúsculo para los créditos del principio.

La mujer dejó una llave sobre el mostrador, con movimientos dubitativos. Jenks abrió su teléfono.

—¿Todavía tienes el teléfono del Departamento del Sanidad del condado?

Hice que mi rostro reflejase una contención férrea.

—Lo tengo en la libreta. Pero esperemos para la grabación de los créditos. Creo que quedaría bien con un amanecer. Tom se enfadó mucho la última vez que gastamos todo el rollo antes de darle tiempo de buscar los peores sitios de la ciudad.

La mujer se puso pálida. Dejé los billetes sobre el contador y agarré la llavecita, de la que colgaba una etiqueta de plástico. Mis cejas se alzaron; era la número 13. Muy oportuno.

—Gracias —le dije.

Jenks se puso delante de mí cuando yo me daba la vuelta para salir de allí.

—Permítame, señorita Morgan —me dijo, abriendo grácilmente la puerta. Yo la crucé a grandes zancadas, con el orgullo intacto.

Logré aguantar con el rostro imperturbable hasta que la puerta se cerró de golpe. Jenks soltó una risita y yo perdí el control.

—Gracias —le dije entre carcajadas—. Dios, estaba a punto de darle un ataque.

—De nada —respondió Jenks, examinando las habitaciones, y se quedó mirando la última, la que quedaba en la esquina de la «L»—. ¿Puedo conducir la furgoneta hasta aquí?

Pensé que se lo había ganado, y dejé que se ocupase de ello mientras yo cruzaba el oscuro aparcamiento y escuchaba los ruidos de los niños chapoteando. Habían encendido las luces de la piscina, que se reflejaban sobre los parasoles abiertos, como para hacerlos atrayentes. Si no hubiese hecho tanto frío, le habría preguntado a Jenks si los pixies sabían nadar. Imaginando a Jenks vestido con solo un bañador pensé que valdría la pena pasar frío por ver aquello.

La llave se quedó atrancada un segundo, pero tras moverla un poquito encajó completamente y pude abrir la puerta. Del interior surgió un olor a limón ya sábanas limpias.

Jenks condujo la furgoneta hasta una plaza vacía que había justo delante de la puerta. Los faros iluminaron la habitación y revelaron una alfombra marrón muy fea y una colcha amarilla. Encendí la luz y entré, buscando la supuesta cocina y la otra habitación, al fondo. Dejé el bolso en la cama, preocupada al darme cuenta de que aquella puerta no daba a otra habitación, sino al baño.

Farfullando algo sobre cuevas, Jenks entró con mi maleta, y puso los ojos en blanco al fijarse en el techo, muy bajo. Dejó la maleta en la puerta, me lanzó las llaves de la furgoneta y salió después de encender y apagar el interruptor varias veces, solo porque podía hacerlo.

—Ah, Jenks —lo llamé, cogiendo las llaves—. Necesitamos otro cuarto.

Jenks entró de nuevo, esta vez con el ordenador y la espada de Ivy, y los dejó en la mesa redonda que había bajo la ventana delantera.

—¿Por qué? Lo del moho de la ducha era broma. —Respiró profundamente y arrugó la nariz—. Huele a… bueno, a moho no.

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