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Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Predestinados (13 page)

BOOK: Predestinados
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El instinto la condujo hacia las llanuras anegadizas. Aquellas planicies sumergidas en una obscuridad absoluta le resultaban, de algún modo inexplicable, más seguras que las calles de su vecindario. Si moría lo haría en soledad, sin personas normales y débiles dispuestas a sacrificarse para salvar la vida a la pobre Helena Hamilton.

Si, en cambio decidía dar media vuelta y enfrentarse a sus agresores, deseaba que la contienda se desarrollara en una zona deshabitada de su isla, y no rodeada por los pintorescos balleneros cubiertos de guijarros. Trotó en dirección oeste, cruzando la parte norte de la isla, donde las tranquilas aguas que bañaban la zona de Nantucket Sound murmullaban dulcemente a su izquierda. Lucas y Héctor dejaban de gritar su nombre desde atrás. Cada vez estaban más cerca.

Helena atravesó la calle Polpis, bordeando la laguna de Sesachacha hasta avistar el verdadero océano Atlántico, donde rompían las olas más salvajes y las aguas más bravas de todo el continente. Tenía que esconderse, pero el paisaje era llano y no había una nube de niebla tras la que pudiera ocultarse. Helena contempló las ondas oceánicas que, bajo el resplandor de la luna, parecían papel de estaño negro meciéndose suavemente y rogó que apareciera algún tipo de neblina o bruma para cubrirla. El maldito océano le debía una por casi arrebatarle la vida cuando no era más que una niña y ya era hora de pagar esa deuda, pensó Helena, histérica. Tras unas zancadas más, sus suplicas fueros milagrosamente escuchadas. La joven bordeó la costa en dirección norte, atravesó un depósito de arena deshabitado ubicado en la punta norte de la isla y se sumergió en una niebla húmeda y salada.

Entre aquella densa bruma, podía escuchar a sus perseguidores con más nitidez, lo cual le indicaba que ellos la oían a la perfección. Aterrorizada y exhausta, daba vueltas a ciegas entre la nube de niebla y pedía a su cuerpo ir aún más rápido. Avanzaría hasta quedarse sin espacio para correr. Al llegar al borde del precipicio notó como su cuerpo se agilizaba y como su respiración, hasta el momento agitada, menguaba de forma inesperada. Las titánicas zancadas de Helena le habían causado un dolor discordante en las articulaciones y la espalda y, de repente, ese suplicio desapareció. Continuaba en movimiento, pero ya no notaba nada, tan solo el frío y la brisa marina que le arremolinaba el cabello. De pronto, dejó atrás la niebla y se sorprendió al no ver nada. Mirara donde mirara, solo veía oscuridad y estrellas a su alrededor. Había estrellas por todas partes. Y entonces echó un vistazo hacia abajo.

Bajo sus pies, miles de lucecitas parpadeantes perfilaban las orillas de una isla en forma de coma que le resultaba familiar. Mientras Helena buscaba a su alrededor el avión en el que, en una situación normal, estaría montada para desplazarse a esa altura, se percató de que estaba flotando en el aire, como si estuviera sumergida en el agua. Volvió a mirar hacia abajo y advirtió que aquella isla titilante era la preciosa isla donde había nacido.

Poco a poco, su campo de visión se fue estrechando como si de un tubo negro se tratara. Zambullida en un silencio absoluto, perdió el conocimiento y su cuerpo inerte se desplomó desde el cielo.

VI

Otra pesadilla en el páramo. Helena se sorprendió al descubrir que en un lugar como aquel existiera el tiempo. Se sentía algo confusa, pues, por mucho que mirara a su alrededor, no era capaz de adivinar dónde estaba. Tras unos momentos, decidió que se trataba del mismo terreno árido de cada noche, solo que en esta ocasión el terreno accidentado era más llano y abierto. El cielo, oscuro y sin una estrella, parecía estar más bajo, como si, de algún modo inexplicable, pesara más. Entonces miró por encima del hombro. Tardó unos instantes en comprender lo que sus ojos estaban viendo.

A kilómetros de distancia, en el horizonte, el paisaje nocturno se transformaba en el panorama más rocoso y habitual, bañado, como siempre, por un cielo cegador. Las diferentes zonas horarias se acomodaban la una junto a la otra como si fueran dos lienzos colgados en el estudio de un artista, inmóviles, inalterables y reales. Aquí, el tiempo era un lugar y nunca cambiaba. En cierto modo, aquello tenía sentido.

Helena empezó a caminar. En la versión nocturna del páramo hacía frío y ella no podía evitar castañear los dientes. En la versión diurna, por la que tantas veces había merodeado, el calor no daba tregua, de modo que Helena supuso que, por mucho que se frotara los brazos para dejar de tiritar, el frío nunca desaparecería. De repente alzó la vista y vio a alguien a lo lejos. Parecía aterrado.

Se apresuró en alcanzar al desconocido y, cuando estuvo lo bastante cerca, descubrió que era Lucas. Avanzaba a gatas, merodeando por aquel insólito lugar como si estuviera ciego, sujetándose en las piedras afiladas y cortándose las manos con los bordes. Tenía miedo. Ella le llamó por su nombre, pero Lucas no lograba escucharla. Se arrodilló a su lado y le rodeó el rostro con las manos. Al principio, el chico sintió miedo y se alejó, pero tras unos instantes alargó el brazo a tientas y pareció más aliviado. El joven articuló el nombre de Helena, pero no produjo sonido alguno. Entre sus brazos, Lucas se notaba muy liviano. La joven le ayudó a incorporarse, pero tenía tanto miedo en el cuerpo que no lograba ponerse erguido sobre aquellas piernas tambaleantes. Lucas lloró en silencio. Helena sabía que, en realidad, le estaba suplicando que le abandonara. Estaba demasiado asustado para moverse, pero Helena era consciente de que, si hacía caso a sus ruegos, él jamás conseguiría escapar de este páramo oscuro.

A pesar de los gritos, le obligó a levantarse y a caminar.

Helena sentía un dolor agonizante. Quería protestar, pero no tenía fuerzas para emitir sonido alguno. Podía escuchar el murmullo del océano cerca, pero no era capaz de abrir los ojos para ver dónde estaba. Sentía un suave balanceo en la cabeza, como si su cuerpo estuviera apoyado boca abajo sobre una balsa y estiró los labios en un intento de sonreír. Algo le había amortiguado la caída y la sujetaba con ternura. Procuró pensar en su buena suerte y dividir su dolor en pequeñas dosis para poder soportarlo. Decidió contar los latidos del corazón para calmarse. Tras pasar la decena, alcanzó los veinte y, al llegar a veinte, se obligó a seguir hasta cuarenta, y así sucesivamente. De repente interceptó otro ritmo estable bajo su cuerpo y, tras unos minutos, su corazón se sincronizó con el sonido latente que provenía de su bote salvavidas. Latían al mismo tiempo, animándose entre ellos. Helena se mantuvo muy quieta.

Tras lo que le parecieron horas, la joven continuaba inmóvil, pero al fin pudo abrir los ojos. A través de los destellos parpadeantes de luz cegadora que emitía algún faro desde la lejanía, Helena se percató de que estaba rodeada por muros de arena.

Bajo su mejilla derecha sentía el calor de una camiseta. Después de unos instantes se dio cuenta de que lo que realmente tenía debajo era una persona de carne y hueso. Estaba tumbada sobre un hombre. El bulto sobre el que apoyaba la cabeza era su pecho y la sensación de balanceo era su respiración. Dejó escapar un grito sofocado. Los chicos Delos habían conseguido atraparla.

—¿Helena? —llamó Lucas con voz débil y desalentada—. Di algo… si estás viva —dijo con dificultad. No parecía que fuera a matarla, así que Helena decidió responderle.

—Estoy viva. No puedo moverme —susurró.

Cada palabra le provocaba un flujo de dolor que nacía en el diafragma y se extendía por todo el cuerpo.

—Espera. Escucha las olas. Relájate —aconsejó Lucas mientras se retorcía de dolor, pues el peso del cuerpo de Helena le presionaba los pulmones.

Helena sabía que no podía ni levantar un brazo, así que se calmó, tal y como él le había recomendado, y se dedicó a observar el paisaje, que se bamboleaba al ritmo de la respiración de Lucas. Esperaron acompañados por la luz intermitente del faro, escuchando el oleaje que burbujeaba en la arena.

A medida que la agonía empezó a menguar y a hacerse un poco más soportable, Helena fue fijándose en algunas reacciones de su cuerpo pegajoso y blando, con la misma textura que adquiere una galleta de chocolate al calentarla en el microondas. Le parecía que sus huesos no podrían soportar el peso de los músculos y percibía una quemazón insufrible en la médula. Reconoció esa sensación, pues era muy similar a la que experimentó cuando estaba aprendiendo a conducir una motocicleta y, de manera accidental, se volcó. Una parte de ella supo al instante que se había fracturado el brazo, pero cuando llegó a urgencias y le hicieron una radiografía pudo comprobar que el hueso estaba intacto. El ardor significaba que estaba curándose.

No podía explicárselo, pero de alguna manera se había desvanecido desde el cielo y había logrado sobrevivir. Sin duda, era un monstruo. Un bicho raro. Quizás incluso una bruja. Entonces, rompió a llorar.

—No te asustes —intentó articular Lucas—. El dolor se esfumará.

—Debería de estar muerta —lloriqueó—. ¿Qué diablos me pasa?

—No te pasa nada malo. Eres de los nuestros —informó con la voz un poco más firme, lo cual indicaba que estaba recuperándose con la misma velocidad que Helena.

—¿Y quiénes sois?

—Nos definimos como vástagos —respondió.

—¿Descendientes? —murmuró Helena al recordar cuando aquel vocablo salió en «la palabra del día», la tarea más odiosa de la clase de Hergie—, ¿Descendientes de qué?

Lucas le respondió. Helena le escuchó, pero al mismo tiempo no oyó su voz. La palabra «semidiós» distaba mucho de la respuesta que esperaba, así que se tomó unos instantes para meditar. Estaba esperando oír algo horroroso, posiblemente incluso malvado, que la definiera. —¿Eh? —espetó tan confundida que incluso dejó de llorar. Helena advirtió que Lucas estaba riéndose a carcajadas cuando su campo de visión empezó a sacudirse con violencia.

—¡Ay! No me hagas reír —tartamudeó sin dejar de agitar el pecho.

El constante zarandeo le pareció gracioso y empezó a desternillarse, uniéndose así a Lucas. Enseguida se arrepintió y quiso parar, pero, por lo visto, no podía. Era como si el dolor fuera tan desgarrador que la única manera de soportarlo fuera riendo.

—Esto duele muchísimo —confesó en un intento de controlarse.

—Si tú paras, yo también —añadió Helena, que también estaba agotando sus energías.

Entre risas, los dos adolescentes procuraron, otra vez, controlar el dolor mientras esperaban que sus huesos se soldaran. A pesar del suplicio, el tiempo pasaba dulcemente. De manera simultánea, Helena lograba percibir los latidos del corazón de Lucas por un oído y el runrún de las gaviotas por el otro. El sol estaba a punto de asomar por el horizonte y, por primera vez en semanas, Helena se sintió a salvo.

—¿Por qué ya no te odio? —preguntó al notar que el cráneo ya se le había solidificado lo suficiente para comunicarse como era debido.

—Estaba preguntándome lo mismo. Me da la sensación de que las furias han desaparecido —contestó Lucas tras un profundo suspiro, como si se hubiera quitado un gigantesco peso de encima, aunque Helena sabía que, probablemente, su cabeza pesaba igual que una bola de boliche—. Me asusté cuando estábamos en el aire. Me costó una barbaridad atraparte.

—¿Estábamos? ¡Oh, puedes volar! —exclamó Helena al darse cuenta.

De repente, se acordó de la capacidad de Lucas para aparecer y desaparecer con tanta velocidad; de ese modo, podía explicar los ruidos sordos y las marcas en el suelo que dejaba tras sus despegues y aterrizajes. Jamás le había visto volar porque nunca se le había ocurrido alzar la vista.

—¿Por qué estás debajo de mí? —preguntó Helena mientras cambiaba de postura con suma delicadeza.

—Al fin te atrapé. Vi como te desplomabas e intenté frenar la caída como pude, pero cuando te rodeé con el brazo ya casi estabas rozando el suelo —explicó al mismo tiempo que se retorcía y se estremecía del dolor—. Aún no me creo que estemos vivos.

—Yo tampoco. Estaba convencida de que esta noche vendrías a matarme, y no a salvarme la vida —se maravilló Helena.

Daba la sensación de que el golpe no solo había amortiguado su cuerpo, sino que también había eliminado todo sentimiento de rabia o ira. Ya no despreciaba a Lucas. En ese instante notó la presión de los brazos del chico sobre su espalda y enseguida volvió a relajarse.

—Está amaneciendo —dijo Lucas tras unos momentos—. Con un poco de suerte, mi familia podrá vernos.

—Ya que lo mencionas, lo único que puedo ver es tu pecho y montones de arena. ¿Dónde se supone que estamos?

—En el fondo del cráter que hemos formado al impactar con el último trozo de playa que quedaba delante del faro Great Point, en la punta del pedazo de tierra más estrecho del extremo de la isla de Nantucket.

—Muy… fácil de encontrar —bromeó Helena.

—Estamos prácticamente en mi jardín trasero —se mofó Lucas. Al soltar una risotada, se retorció otra vez del dolor. Antes de volver a abrir la boca, se tranquilizó—. ¿Quién eres? —preguntó al fin.

—Helena Hamilton —respondió algo dubitativa, pues no sabía adónde quería llegar Lucas. En ese momento deseaba verle el rostro.

—El apellido de tu padre es Hamilton, pero esa no es tu casta —añadió—.

Lo habitual hubiera sido adoptar el apellido de vástago de tu madre, y no el nombre mortal de tu padre. ¿Quién era tu madre? —quiso saber. A decir verdad, Lucas llevaba toda la noche intentando hacerle esa pregunta.

—Beth Smith.

—Beth Smith. Sí, claro —dijo con tono sarcástico.

—¿Qué?

—Bueno, es más evidente que «Smith» es un alias.

—Pero tú no lo sabes. No sabes nada de ella. ¿Cómo puedes estar tan seguro de que no es el apellido de mi madre? —preguntó, a la defensiva.

Ella no había llegado a conocer a su madre, y ahora, de la nada, aparecía un completo desconocido que aseguraba saber más sobre ella que Helena. Sin embargo, tal vez fuera cierto. Por primera vez desde hacía horas fue consciente de que estaba tumbada encima de él, y decidió cambiar de postura. Intentó apoyarse en el antebrazo, pero un pinchazo agudo le dio a entender que no soportaría su peso. Tras varios intentos fallidos para apartarse de Lucas, se rindió. Notaba cómo él se reía por lo bajo mientras apretaba los brazos para impedir que se alejara de él.

—Sé que tu madre no puede apellidarse Smith porque puedes volar, Helena. Haz el favor de estarte quieta, me haces daño —añadió con franqueza.

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