–Ya. Y esto era lo que estabas haciendo ahí realmente. Bueno…, lo siento, supongo que no podrás presumir demasiado.
–Supones mal. Me impresioné. No entendía nada del tema de tus escritos, pero lo que decían me pareció, en cierto modo, muy favorable. Y cuando comprobé las fichas recientes, descubrí que habías estado en la Convención Decenal a principios de año. Así que…, bueno, ¿qué es la «psicohistoria», dime? Es obvio que las dos primeras sílabas despiertan mi curiosidad.
–Ya veo de dónde has sacado la palabra.
–A menos que yo esté equivocado del todo, tengo la impresión de que puedes trazar el curso futuro de la Historia.
Seldon asintió, abrumado.
–Eso es, más o menos, la psicohistoria o, mejor dicho, lo que se propone ser.
–Pero, ¿se trata de un estudio serio? – Randa sonreía al preguntarle-. ¿No es simplemente lanzar palos de ciego?
–¿Lanzar palos de ciego?
–Me refiero a un juego que encanta a los niños de mi planeta natal, Hopara. El juego se supone que predice el futuro y si eres un chico listo, puedes sacar gran partido de él. Dile a una madre que su hija será hermosa y que se casará con un hombre rico, de inmediato conseguirás un pedazo de pastel o una moneda de medio crédito. No va a esperar averiguar si tu predicción se cumple; recibes el premio sólo por decírselo.
–No, no lanzo palos de ciego. La psicohistoria es un estudio abstracto. Estrictamente abstracto. No tiene la menor aplicación práctica, excepto…
–Ahora viene lo bueno. Las excepciones son lo más interesante.
–Excepto que yo querría trabajar y resolver esta aplicación. Quizá si conociera más Historia…
–Ah. Y ésa es la razón por la que estás estudiando Historia.
–Sí, pero no me sirve de nada -confesó Seldon, tristemente-. Hay excesiva Historia y es muy poco lo que se dice de ella.
–¿Y es eso lo que te frustra?
Seldon asintió:
–Pero, Hari -insistió Randa-, sólo llevas trabajando unas semanas.
–Cierto, y, a pesar de eso, ya puedo ver…
–No puedes ver nada en unas pocas semanas. Quizá pases tu vida entera tratando de lograr un pequeño progreso. Pueden ser necesarias muchas generaciones de trabajo por parte de muchos matemáticos para conseguir un avance real en el problema.
–Lo sé, Lisung, pero eso no hace que me sienta mejor. Quiero ser yo quien haga progresos visibles.
–Sí, mas si enloqueces, no conseguirás nada. Tal vez pueda hacer que te sientas mejor: voy a darte un ejemplo sobre un tema menos complejo que la historia de la Humanidad, en el que la gente lleva trabajando no sé cuánto tiempo sin adelantar gran cosa. Lo sé porque un grupo se encontraba sobre ello, aquí mismo, en la Universidad, y uno de mis buenos amigos está involucrado en él. ¡Háblame de frustración! ¡No sabes lo que eso significa!
–¿Cuál es el tema? – Seldon sintió que se le despertaba la curiosidad.
–Meteorología.
–¡Meteorología! – Seldon acusó el anticlímax.
–¡No hagas muecas! Mira. Cada mundo habitado tiene su propia atmósfera, su propia composición atmosférica, su propia escala de temperaturas, su propio tipo de rotación y translación, su propia inclinación axial, su propia distribución tierra-agua. Tenemos veinticinco millones de problemas diferentes y ni un solo meteorólogo ha logrado encontrar una generalización.
–Eso es debido a que el comportamiento atmosférico entra con facilidad en una fase caótica. Todo el mundo lo sabe.
–Lo mismo dice mi amigo Jenarr Leggen. Ya lo conoces.
Seldon reflexionó.
–¿Ese tío alto? ¿Narigudo? ¿Qué habla poco?
–El mismo… Y el propio Trantor es un rompecabezas mayor que casi cualquier mundo. Según los archivos, el tiempo atmosférico era normal cuando fue colonizado por primera vez. Después, a medida que la población aumentó y la urbanización se extendió, se gastó más energía y se descargó más calor en la atmósfera. La cubierta de hielo se contrajo, la capa de nubes se espesó y el tiempo empeoró. Todo ello dio pie a un movimiento subterráneo e inició un círculo vicioso. Cuanto más empeoraba el tiempo, más alegremente se agujereaba la corteza terrestre y más cúpulas eran construidas, y el tiempo empeoró mucho más.
Ahora, el planeta se ha transformado en un mundo siempre nuboso y con lluvias frecuentes…, o nieve, cuando hace suficiente frío. Lo único que ocurre es que nadie puede resolver el problema debidamente. Nadie ha encontrado un análisis que explique la razón de que el tiempo se haya ido deteriorando como lo ha hecho, o la forma de predecir, dentro de un límite razonable, el detalle de sus cambios día a día.
–¿Y es muy importante? – preguntó Seldon.
–Para un meteorólogo, sí. ¿Por qué no pueden ellos sentirse tan frustrados con sus problemas, como tú con los tuyos? No me seas un principiante de chovinista.
Seldon recordó las nubes y la fría humedad en su viaje al palacio del Emperador.
–¿Y qué es lo que hacen? – preguntó.
–Bueno, aquí en la Universidad, está en marcha un gran proyecto y Jenarr Leggen forma parte del mismo. Tiene la impresión de que si logran comprender el cambio de tiempo en Trantor, aprenderán mucho sobre las leyes básicas de la meteorología en general. Leggen busca eso con tanto afán como tú tus leyes de psicohistoria. Ha montado un increíble despliegue de instrumentos de todo tipo, Arriba…, ya sabes, por encima de las cúpulas. Hasta ahora no les ha servido de nada. Si se lleva haciendo todo ese trabajo en la atmósfera durante tantas generaciones sin obtener resultados positivos, ¿cómo puedes quejarte de que no hayas sacado nada en claro de la historia de la Humanidad en unas pocas semanas?
Randa tenía razón, pensó Seldon; él estaba equivocado y no se mostraba razonable. No obstante…, no obstante…, Hummin diría que ese fracaso en el ataque científico de los problemas era otro indicio de la degeneración de los tiempos. Quizá tuviera razón también, aunque él hablaba de una degeneración general y de efecto medio. Seldon no sentía ninguna degeneración mental o de habilidad en sí mismo. Pero, con cierto interés, insistió:
–¿Quieres decir que la gente sale por encima de las cúpulas al aire libre de arriba?
–Sí. Arriba. Pero es una cosa curiosa. Muchos trantorianos nativos no quieren hacerlo. No les gusta ir Arriba. La sola idea les produce vértigo o algo parecido. La mayoría de los que trabajan en el proyecto de meteorología proceden de Mundos Exteriores.
–No creo que pueda censurar a los trantorianos por gustar del confort de estar dentro -observó, pensativo-, aunque opino que la curiosidad me llevaría a ver algo Arriba. Sí, me sentiría empujado a ir.
–¿Quieres decir que te gustaría ver la meteorología en acción?
–Creo que sí. ¿Cómo se hace para ir Arriba?
–Es fácil. Un ascensor te sube, una puerta se abre, y allí estás. Yo he subido ya. Es… algo nuevo.
–Dejaría de pensar por un momento en la psicohistoria -suspiró Seldon-. Me gustaría ir.
–Mi tío solía decir: «Todo conocimiento es uno», y a lo mejor tenía razón -explicó Randa-. Quizás aprendas algo de la meteorología que te pueda ayudar en tu psicohistoria. ¿Crees que eso es posible?
Seldon inició una débil sonrisa.
–Muchas cosas lo son. – Y añadió para sí: «Pero nada prácticas».
Dors pareció divertida.
–¿Meteorología?
–Sí -contestó Seldon-. Hay un trabajo programado para mañana y subiré con ellos.
–¿Te has cansado de la Historia?
Seldon, sombrío, asintió.
–En efecto. Agradeceré el cambio. Además, Randa dice que se trata de un problema demasiado denso para que sea manejado por un matemático, y que será positivo para mí el darme cuenta de que mi situación no es única.
–Confío en que no seas agorafóbico.
Seldon sonrió.
–No, no lo soy, pero ya veo por qué lo dices. Randa afirma que los trantorianos suelen serlo y por eso no quieren ir Arriba. Me imagino que se sentirán incómodos sin una valla protectora.
–Te darás cuenta de que es natural -asintió Dors-, pero hay también muchos trantorianos que circulan entre los planetas de la Galaxia…, turistas, administradores, soldados. Y la agorafobia no es desconocida en los Mundos Exteriores.
–Tal vez, Dors, pero yo no lo soy. Siento curiosidad y me apetece el cambio, así que mañana iré con ellos.
Dors pareció titubear.
–Debería subir contigo, pero mañana tengo el día muy cargado… En todo caso, si no eres agorafóbico, no habrá problema y lo pasarás muy bien. Oh, y no te apartes de los meteorólogos. He oído hablar de gente que se ha perdido.
–Tendré cuidado. Hace mucho tiempo que no me he perdido de verdad.
Jenarr Leggen tenía una apariencia oscura. No tanto por su tez, bastante clara; ni tan siquiera por sus cejas, muy pobladas y oscuras. Era, sobre todo, porque esas cejas estaban como agazapadas sobre unos ojos hundidos y una nariz larga y prominente. Como resultado de todo ello, su aspecto resultaba todo menos alegre; sus ojos no sonreían, y cuando hablaba, y eso no ocurría muy a menudo, su voz sonaba profunda, fuerte, sorprendentemente vibrante saliendo de un cuerpo tan enclenque como el suyo.
–Necesitarás ropa de más abrigo que ésta, Seldon -le advirtió.
–¿Sí? – exclamó Seldon mirando a su alrededor.
Había dos hombres y dos mujeres preparándose para subir con Leggen y Seldon y, como en el caso de Leggen, sus satinadas ropas trantorianas estaban cubiertas por gruesos jerseys que, y no le sorprendió en absoluto, eran de brillantes colores y atrevidos dibujos. Desde luego, no había dos iguales. Seldon se miró.
–Lo siento -murmuró-, no lo sabía… Además, no tengo ropa de abrigo apropiada.
–Puedo prestarte algo. Creo que por aquí debe haber un jersey sobrante… Sí, míralo. Está un poco gastado, aunque es mejor que nada.
–Llevar un jersey de éstos puede producir un calor desagradable -dijo Seldon.
–Aquí, sí -respondió Leggen-. Pero las condiciones de Arriba son distintas. Frío y viento. Es una pena que no me sobren botas y polainas también; vas a necesitarlas dentro de poco.
Se llevaban un carro de instrumentos, que comprobaban uno a uno, con lo que, a Seldon, le pareció innecesaria cachaza.
–¿Es tu planeta también frío? – preguntó Leggen.
–Parte de él sí -afirmó Seldon-; más de donde procedo, en Helicón, es tibio y suele llover a menudo.
–Una pena. No te gustará el clima de Arriba.
–Creo que me arreglaré para soportarlo el tiempo que permanezca arriba.
Cuando estuvieron listos, el grupo penetró en el ascensor que tenía un letrero: PARA USO OFICIAL SOLAMENTE.
–El cartel es debido a que va Arriba -explicó una de las jóvenes-, y se supuso que la gente, en general, no debe subir sin una buena razón.
A Seldon no le habían presentado a la joven, pero había oído que la llamaban Clowzia. Ignoraba si era su nombre, su apellido, o un apodo.
El ascensor no parecía distinto de los que Seldon había utilizado allí o en Trantor, o en su tierra, Helicón (exceptuando, naturalmente, el ascensor gravítico que él y Hummin habían empleado), a pesar de ello, le impresionaba la idea de que iba a llevarle fuera de los confines del planeta, al vacío superior, y eso hacía que se sintiera como en una nave espacial.
Seldon sonrió para sí. Era una fantasía tonta.
El ascensor vibró un poco y eso obligó a Seldon a recordar lo que Hummin le había dicho sobre la decadencia galáctica. Leggen, junto con los otros hombres y una de las mujeres, parecía congelado en la espera, como si hubieran suspendido todo pensamiento y actividad hasta que pudieran salir de allí, pero Clowzia seguía mirándole como si le encontrara terriblemente impresionante.
Seldon se le acercó y se inclinó hacia ella.
–¿Vamos a subir muy alto? – murmuró, para no perturbar al resto.
–¿Alto? – repitió ella. Hablaba en un tono de voz normal, sin que, por lo visto, le importara que los otros necesitaran silencio. Parecía muy joven y a Seldon se le ocurrió que podía ser una estudiante no graduada. Una aprendiza, tal vez.
–Tardaremos mucho. Arriba debe estar a muchos pisos de altura.
Durante un momento, la joven pareció desconcertada.
–Oh, no -dijo luego-. Nada de alto. Es que hemos salido de muy abajo. La universidad se encuentra en un nivel bajo. Gastamos mucha energía y, como estamos a mucha profundidad, sale más barata.
De pronto Leggen anunció:
–Bueno, ya hemos llegado. Saquemos el equipo.
El ascensor se detuvo con un estremecimiento y la gran puerta se abrió con rapidez. La temperatura bajó al instante y Seldon se metió las manos en los bolsillos, agradecido de llevar puesto el jersey. Un viento frío alborotó sus cabellos y pensó que un sombrero le hubiera ido bien. Mientras lo pensaba, Leggen se sacó algo de un pliegue del jersey, lo abrió y se lo puso en la cabeza. Los otros hicieron lo mismo.
Sólo Clowzia vaciló. Se detuvo antes de ponerse el suyo, y luego se lo ofreció a Seldon.
Éste negó con un movimiento de cabeza.
–No puedo aceptar tu sombrero, Clowzia -murmuró.
–Cógelo. Yo tengo el cabello largo y muy espeso. El tuyo es corto y un poco… fino.
A Seldon le hubiera encantado negarse con firmeza, y en otro momento lo hubiera hecho, pero, en ese momento, lo aceptó.
–Gracias. Si se te enfría la cabeza, te lo devolveré.
Tal vez no fuera tan joven. Esa impresión la producía su rostro redondo, casi infantil. Y ahora que había llamado su atención sobre el cabello, vio que era de un encantador tono rojizo. Jamás, en Helicón, había visto una cabellera como aquélla.
Fuera estaba nublado, como la vez que fue llevado hacia el palacio por el exterior. Pero el tiempo era mucho más frío que entonces, así que decidió que era debido a las seis semanas que llevaban de invierno. Las nubes eran más espesas de lo que habían estado en la otra ocasión y el día era, decididamente, más oscuro y amenazador…, ¿o lo causaría la proximidad de la noche? ¿Cómo no subirían a realizar un trabajo importante sin dejar un amplio período de luz diurna para llevarlo a cabo? ¿O esperaban terminarlo con mucha rapidez?
Le hubiera gustado preguntarlo, mas pensó que, quizá, no les gustaría ser interrogados en aquel momento. Todos ellos parecían presa de estados de ánimo que iban de la excitación al enfado.
Seldon inspeccionó lo que le rodeaba.