Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción (47 page)

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Authors: Javier Negrete César Mallorquí

Tags: #Colección NOVA 83

BOOK: Premio UPC 1995 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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—Pero, ¿cómo puede tratarse del virus de la viruela, por Dios, Jon? —pregunté.

Estábamos sentados en su despacho. Era una sala grande, con una mesa blanca, práctica y funcional, sobre la que se encontraban, perfectamente ordenados, vanos informes médicos. Una lámpara halógena de pie estaba junto a su silla y al lado de los informes destacaba un plumier barroco, que desentonaba totalmente con el resto del mobiliario, frío y ecléctico. Al lado del plumier vi la fotografía de su bella mujer y de su hijo de cuatro años, Billy, cuando pasaron unas vacaciones en Miami. El resto de la habitación se repartía en una gigantesca biblioteca con volúmenes que iban desde virología, microbiología, y temas relacionados con su profesión, a Shakespeare, Dostoievski o Hesse, y también obras de otra de sus pasiones, la historia. Así vi a autores como Toynbee, Reed, Carpentier e incluso Hernán Cortés. Casi todos en ediciones originales sobre papel. En el otro extremo de la habitación, un ordenador con sistema de tratamiento de imágenes incorporado y gafas virtuales, descansaba sobre una mesa adosada a la pared que se extendía todo lo larga que era la sala. Sobre ella pude ver multitud de preparaciones, líquidos de tinción, visores fluorescentes, e identifiqué un sistema de TaqPolimerasa, PCR, propio.

El vasco se reclinó sobre su asiento de cuero, que con un siseo se ajustó anatómicamente a su cuerpo. Entrecerró sus manos mirándome con aquellos ojos negros e inteligentes en los que se podía leer la erudición y la sabiduría, por mucho que él tratara de no ponerlas al descubierto.

—Siempre temimos esto, Robert. Tú, como todos los médicos, sabes que, a pesar del avance en la tecnología de la construcción de biomoléculas, y a pesar de la determinación del genoma humano en el 2024, teníamos esa espada de Damocles siempre sobre nuestra cabeza, colgando como una mortal araña de un fino hilo de seda. Sí —dijo con una voz cálida y pesarosa—, hicimos que el sida se convirtiera en una enfermedad de tratamiento común, y conseguimos que las cuatro mil enfermedades genéticas que conocíamos... como la enfermedad de Duehenne, la de Jakob-Creutzfeldt, la fenilcetonuria, la hemofilia y multitud de patologías metabólicas, entre tantas otras, se convirtieran en algo simple y curable mediante terapia génica, gracias al proyecto Genoma. Pero yo, y muchos de mis compañeros, sabíamos que la técnica y el futuro nos depararían el resurgir de nuevos virus, o de nuevas bacterias más resistentes, más mutágenas, que nos pondrían en jaque. Hace unos años ocurrió con la tuberculosis. Y ahora no me parece descabellado que ocurra con el virus de la viruela.

—Pero la OMS afirmó que la enfermedad se había erradicado en 1978.

—Una enfermedad nunca se erradica totalmente, Bob. —Sus palabras estaban cargadas de cierto pesar—. Por ejemplo, la peste negra, la peste bubónica, asoló el mundo medieval, arrastrando consigo un manto negro de muerte y destrucción. Pero el huésped del bacilo
Yerünia Pestis
sigue siendo la rata y su transmisor a los hombres, las pulgas. Y ninguna de las dos especies ha desaparecido de la Tierra. La peste se hizo endémica en algunos lugares de Asia, y parecía controlada desde la última gran epidemia hacia el 1700, pero entre 1910 y 1911 murieron cuarenta mil personas en Manchuria y tres mil en la provincia de Shantung a causa de la enfermedad. Y dudo de que pronto esa plaga endémica no vuelva a convertirse en una plaga epidémica.

—Pero hablas de bacterias, especies, por decirlo de alguna forma anímales, pero un virus casi no es un ser vivo. Ya sé, ya se —dije moviendo las manos al ver el rostro de Jon—, existen las dos escuelas, pero suponiendo que no es un ser vivo, pues sólo puede replicarse que no reproducirse, dentro de un huésped y que no se alimenta ni nada similar y que, además, simplemente está constituido por un conjunto de proteínas, formando una cápside que engloba el material genético necesario para introducirse en las células del hombre y usar su metabolismo para esa replicación, ¿por qué no puede haber desaparecido totalmente? —Me encogí de hombros.

—Tú mismo has visto los resultados, Bob —dijo algo irritado—. Ahora necesitamos que mis chicos descubran la homología con el genoma que tenemos en el ordenador y que data de 1990. Verás, la paleopatología, la ciencia que estudia las posibles enfermedades existentes hace miles de años, nos advirtió de que el virus de la viruela era uno de los más antiguos. Se encontraron hoyos de viruela en alguna momia, incluso se pudo determinar, gracias al buen estado de su momia, que el faraón Ramsés II había muerto a causa de la enfermedad. —Se levantó de su asiento y anduvo alrededor de la sala, parándose de vez en cuando a mirar por la ventana de cristal esmerilado hacia la ciudad, que bullía de actividad—. El filósofo naturalista y taoísta Ko Hung que vivió entre el 281 y el 341 de nuestra era, publicó unas recetas médicas en las que ya se cree que describía la viruela. —Me miró con unos ojos felinos, entrecerrados, mientras su cerebro recogía los datos de aquellos libros de historia y medicina que tantas veces había repasado—. Rhazés o Razi de Persia, en realidad Abu Bakr Muhammad ibn Zakariya'ar-Razi, al que se le denominó el «Hipócrates árabe», describió la maldita enfermedad, por primera vez en la historia de la medicina, con perfección y estilo literario en su obra
Sobre la viruela y el sarampión
hacia el año 898, si no recuerdo mal. —Su mirada brillaba intensamente mientras me hacía partícipe de sus conocimientos—. Y sobre todo, entre los años 1518 y 1521, el treinta por ciento de la población indígena azteca sucumbió ante una increíble plaga de viruela que mis compatriotas, los españoles, transportamos, entre otras muchas enfermedades, al realizar la colonización de este continente. Hernán Cortés y sus hombres sirvieron de mediadores. La epidemia hizo perecer a un tercio de la población de México, y desde allí se extendió al resto de Centroamérica, afectando así al área más poblada del continente americano por aquellos días. Los colonizadores estaban inmunizados, pero los indios no disponían en su sistema inmunológico de anticuerpos, ni de células de memoria, frente al tremendo virus.

»En 1685 Thomas Sydenham describe la viruela con tanta precisión que permite diferenciarla de otras enfermedades febriles y, el 14 de mayo de 1796, el británico Edward Jenner realiza su experimento de vacunación en un niño. Primero le inyectó la viruela vacuna (una enfermedad que atacaba a las vacas y que se contagiaba a los ordenadores que quedaban inmunizados frente a la viruela) y posteriormente le inyectó virus de la viruela obtenidos de una pústula de un enfermo. El niño sobrevivió. La vacunación contra la viruela fue realmente eficaz, pero a pesar de ello, pueblos tercermundistas en. 1963, como la India, tuvo todavía sesenta y cinco mil casos de viruela, a pesar de los trescientos veinticuatro millones de personas vacunados. El último brote de viruela en dicho país fue hacia 1975. En 1973 el hemisferio occidental quedó, según la OMS, libre de viruela al no producirse ningún caso de la enfermedad. Pero también dijo en 1975 que declaraba al MUNDO libre de viruela, y en 1977 se produjo en Somalia un foco con dos mil afectados. Fue en octubre de ese año, cuando la Organización Mundial de la Salud indicó que se había erradicado totalmente la enfermedad, y que, sin embargo, se guardaban dos muestras en laboratorios a fin de seguir con las investigaciones. Pero, como dijo Bradson, en 1998 se destruyeron dichas muestras. ¿Después de esto, crees que no puede volver a producirse un brote del virus? —Volvió a dejarse caer en su asiento.

—Debemos creer en la OMS —dije midiendo mis palabras.

—Sí, pero también sabrás que existen virus como el ébola, virus altamente calientes, que se encuentran aislados, controlados en una zona geográfica, que si es atacada por el hombre, puede liberarlos. ¿Quién nos dice que el virus de la viruela no quedó encerrado en algún lugar de Asia, en alguna cueva perdida de América o de Europa, esperando, acechando una nueva oportunidad, mutando sus genes para convertirse en algo más diabólico, más mortal, y ahora ha creído necesario surgir a la luz para replicarse y preservarse de nuevo?

Miré a Jon en silencio. Hablaba tranquilamente pero en sus palabras se podía oír el miedo llamando a las puertas de su cerebro, mientras él se resignaba a escucharle. Comencé a sufrir el mismo problema.

El aire parecía haberse hecho más denso entre nosotros. Oía mi propia respiración. Una epidemia de viruela podía ser catastrófica. Pero debíamos estar seguros antes de promulgar algo así. Podíamos inducir al caos más absoluto. Me ponía nervioso el que dependiéramos de un minúsculo cuasi ser, que nos tuviera ganada la partida, pero no podíamos hacer nada.

El videófono se encendió con un chasquido. Jon me hizo un gesto con la mano para que me acercara. En la pantalla de cristal líquido había aparecido un hombre de rasgos asiáticos, boca recta y rasgados ojos que cubría con unas gafas de metal dorado, al que ya conocía. Era Huang Song, un experto virólogo del equipo de Jon.

—¿Qué tienes, Huang? —preguntó el español.

—Creo que deberías venir, jefe. Hemos encontrado varias cosas, pero ninguna de ellas me gusta. —Sus palabras estaban cargadas de nerviosismo.

—Ahora mismo vamos para allá.

—La homología encontrada con respecto al genoma que tenemos en el ordenador es del noventa y siete por ciento —dijo Huang. Estábamos de pie, en su despacho. A través del cristal se veía el laboratorio, donde vanos hombres y mujeres trabajaban con afán, ataviados de blanco, con protección en sus manos y en su boca. Se trataba sólo de un laboratorio de contingencia biológica tipo 2, pero era mejor prevenir—. Hemos introducido el virus en el nivel 4.

«Maldita sea», pensé. Eso significaba que lo consideraban de máxima contención biológica. Un virus caliente.

—Entonces estamos ante un nuevo brote de viruela, ¿no es cierto?

Huang asintió con la cabeza.

—No hay duda de que se trata del virus de la viruela. —Sus palabras fueron graves—. Lo que ocurre es que hemos encontrado algo más, Jon.

El español frunció el ceño. Cuando le miré vi el miedo reflejado en sus ojos.

—Se nos pasó la primera vez que hicimos el PCR, pero no en los últimos exámenes. Hemos encontrado que en la cápside del virus no sólo se encuentran las dos cadenas de su DNA bicatenario, con el que se replica en el citoplasma, sino que además integra un plásmido especial.

—¿Un plásmido? —Su voz sonó atronadora y sorprendida—. Quizá lo haya captado de algún huésped en el que haya estado o...

—No. Hemos analizado y secuenciado el plásmido. Es casi idéntico al pBRcl23.

—Pero... —intenté decir algo. Me fue imposible. El pBRcl23 no era un plásmido natural. Era un plásmido creado por el hombre.

—En él hemos determinado resistencia a los antivíricos más usuales y a un gran número de antibióticos. Es como si el virus se hubiese puesto una coraza de acero, preparado para luchar contra una guerra.

—Estás intentando decir que... —Jon no se atrevía ni tan siquiera a hablar, ni tan siquiera a pensar—, que existe la posibilidad, por remota que sea, de que alguien haya preparado el virus.

Huang se encogió de hombros.

—No lo creo, pero no podemos estar seguros y nunca lo estaremos. Lo que sí está claro es que posee un plásmido en cada una de las cápsides, y que el tres por ciento de su genoma no homólogo le permite actuar con un menor período de incubación, menor mortalidad, mayor cronicidad y...

—¿Y? —Otra densa espera no podía significar nada bueno. Pero nada peor creímos que podía ser lo que tuviera que decirnos. Nos equivocábamos.

—... y evitar la vacuna —concluyó Huang.

Jon se volvió hacia mí. Su rostro parecía haber envejecido varios años, e incluso pude apreciar algunas canas sobre sus sienes que nunca antes había observado, dándole una extraña textura plateada a sus cabellos. Sus ojos habían perdido parte de su brillo, y su voz, al hablar, parecía surgir de una profunda cueva, cavernosa y oculta.

—Que Dios nos ampare.

Aquél no fue un buen día. Los lunes eran pesados y aburridos. Había que volver al trabajo tras el fin de semana de relajo y vacaciones, siempre y cuando no coincidiera con alguna guardia. Pero aquel miércoles fue como si hubieran avisado de que el Gran Terremoto iba a asolar California, o como si hubiesen dicho que un grupo terrorista tenía intenciones de volar la Estatua de la Libertad con cien personas en su interior.

Cuando dejé a Jon, me fui a mi despacho. Dimos órdenes de que mantuvieran a Suzanne, la enferma, en cuarentena, en la UVI, con un tratamiento contra la fiebre y las convulsiones, y que cualquier operación que debieran realizar con ella se hiciera mediante un traje de contención biológica autónomo, un traje Rascal o traje naranja, como a veces, se les llamaba.

Me dejé caer en mi asiento y miré a través de la ventana. Un aeromóvil ascendió hacia el atardecer, mientras unas oscuras nubes de tormenta se acercaban desde el oeste con aspecto bastante amenazador. La aerópolís Einstein brillaba intensamente. Más allá, en la lejanía, Lady Libertad alzaba su antorcha de fuego eterno hacia el crepúsculo que presagiaba la noche. Por un momento creí ver la ciudad sitiada por el ejército, la gente muerta en las calles, la vida sucumbiendo ante el diminuto virus, que cada vez se hacía más y más fuerte. La Estatua de la Libertad se derrumbaba sobre el mar, ocaso de una civilización víctima de un virus. Fue entonces, cuando una llamada del videófono me despertó. Me había quedado dormido. Llevaba cuarenta y ocho horas de guardia y mi organismo no lo había resistido. Suspiré al comprobar que mi apocalíptica visión todavía no había tenido lugar. Todavía.

Era Sylvia. ¡Sylvia desde la Luna! Lo sabía porque pocas veces recibía una comunicación vía satélite, como indicaba mi pantalla. Pulsé el botón de recepción, y el rostro de Sylvia apareció en el monitor claro y nítido. Ahogué un gemido. Estaba pálida, tenía ojeras, parecía que, como yo, no había dormido en varios días. Sus ojos estaban ocultos tras una tela triste que borraba su brillo de vida y alegría. Tenía el pelo recogido en una cola, y pude apreciar una mascarilla colgando de su cuello.

Nos miramos en silencio a través del monitor. Era una sensación rara, artificial. Nuestros rostros se contemplaban a más de trescientos mil kilómetros de distancia.., parecía imposible. Tendí mi mano hacia el cristal donde la imagen estaba plasmada y me hice la ilusión de que las yemas de mis dedos rozaban su piel tersa y suave, y de que podía oler su perfume, dulce y sedoso.

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