Carreño seguía hablando ahora de cómo aquellos anhelos le habían llevado a dedicarse a la poesía, para luego darse cuenta de lo imprecisas y torpes que eran las palabras. Buscando alguna forma más certera de llegar a la verdad y a la belleza, había decidido consagrarse a la Física.
De la poesía a la Física: caí bajo el embrujo de las simetrías y las supersimetrías, de los campos unificados, de los tensores y las matrices, de las profundidades del espacio y del tiempo.
Y sin embargo algo le había hecho volver, en cierta medida, a la poesía: porque todo aquel tercer archivo estaba escrito en un estilo tan distinto de los anteriores que, sin duda, un filólogo habría dictaminado que ambos textos pertenecían a personas diferentes.
Ahora pienso que mis pasos en la Física fueron guiados, como lo han sido siempre: que toda mi vida tenía una finalidad no programada por mí; una terrible e inexorable finalidad que me conducía a la oscuridad de esta mina abandonada.
Finalidad, se repitió Rojo.
¿Tiene usted una misión de la que depende el destino de la humanidad? ¿Capta un significado especial en la manera en la que ocurren las cosas?
Eran preguntas de su cuestionario, destinadas a detectar ideas paranoides, y Carreño había contestado afirmativamente a ambas. Se acercaba al núcleo de su locura.
Y sin embargo, una vocecita en su cabeza le decía que Carreño no estaba loco.
Me están observando.
Durante treinta segundos se negó a volverse para mirar, pero la sensación era tan fuerte que no tuvo más remedio que rendirse.
Nada. La Cámara de Berensky seguía inerte, aparte de la tenue luz que emitía. Ni siquiera había burbujas hirviendo en su interior, como en las viejas películas de científicos locos.
Volvió a la lectura. Había una discontinuidad en el archivo. Rojo se dio cuenta de que Carreño había vuelto a la narración en tiempo real. Daba una fecha: 25 de febrero. Esto promete, se animó Rojo. Se dio cuenta de que tenía hambre y sacó de la mochila un sandwich de jamón y queso y una botella de agua.
El día anterior, 24 de febrero, Carreño había tenido la misma sensación que él: la de que alguien le observaba a ratos. Pero no había visto nada. En una ocasión creyó ver un destello en la Cámara; pero, al consultar en el ordenador, que convertía los centelleos en patrones observables, comprobó que no se había producido detección alguna.
Casualmente, esa noche discutió con su mujer. Mientras cenaban, ella le preguntó si le había ido bien en el laboratorio. Carreño contestó de mala gana que no, que había sido un día como otro cualquiera: es decir, nada.
Ella empezó con la cantinela de siempre: que si yo no conseguía nada, por qué no lo reconocía de una vez y me rendía; que por qué no nos marchábamos de allí y nos volvíamos a California; que estaba perdiendo los mejores años de su vida en aquel lugar olvidado de la mano de Dios. Cuando traté de responder, mi mujer empezó a chillar: «¡Me consumo, me consumo!» como una histérica, y yo estuve apunto de pegarle. Dios sabe que no soy una persona violenta, pero no soporto que me repita eso cada vez que tiene algún problema.
A la mañana siguiente, Carreño llegó a la mina más temprano de lo habitual, ya que había dormido en el sillón del comedor y se había despertado con dolor de cuello a las cuatro de la madrugada. Tecumpeh aún estaba roncando, pero le abrió las puertas sin protestar. Carreño se sentó ante el ordenador y, por rutina, comprobó los resultados de la noche.
Cuál no sería su sorpresa al advertir que se habían producido detecciones. ¡Detecciones!, subrayaba en su diario: no una, sino muchas,
muchísimas.
De modo que durante más de quinientos días no había detectado ninguna partícula de materia oscura, y ahora el ordenador le anunciaba que en unas horas se había recibido un auténtico bombardeo. Era tan descabellado, tan contrario a las leyes de la probabilidad, que sólo podía tratarse de un error.
Revisó el sistema meticulosamente. El episodio se había producido pasadas las dos de la madrugada. Lo primero que pensó era que alguien le estaba tomando el pelo, y que habían introducido algo en su ordenador desde Internet. Se levantó y comprobó los registros de la Cámara de Berensky. Allí, en la memoria, estaban anotados los destellos. Y la Cámara sólo mandaba información al sistema, no la recibía: era imposible introducir virus en ella.
Estaba tan nervioso que he pasado más de dos horas dando vueltas alrededor de las mesas, buscando en archivos y programas al azar, revisando cables y enchufes, y hasta la iluminación del laboratorio. No he querido avisar a Connolly aún. Puedo hacer un ridículo monumental.
El ordenador tenía un programa de interpretación de los datos recibidos, que los amplificaba en imágenes más fáciles de interpretar. Carreño lo activó y esperó unos segundos.
Lo que se encontró fue un patrón claramente reconocible, pero que allí estaba fuera de lugar. Donde esperaba ver trazas de choques, rebotes y desintegraciones de partículas, había un dibujo, una imagen de algo muy familiar.
Rojo lo intuyó una décima de segundo antes de leerlo. Una cara humana. Sí, el rostro que había bautizado como
Osc00l
: eso era lo que parecía haber detectado la Cámara de Berensky.
Al verlo he pensado que me había vuelto loco. ¿Un rostro formado de materia oscura? ¿Qué demonios era aquello?
Temiendo que alguien más pudiera verla, sacó la imagen de la red, junto con todos los registros de lo detectado aquella noche por la Cámara, y los guardó en el ordenador secundario tras desconectarlo de los demás. Después, entró en Internet y estuvo buscando programas de retoque y generación de imágenes. Trabajó durante todo el día hasta conseguir la segunda animación,
Osc002
, que duraba cuatro segundos y medio.
He pasado la animación una y otra vez. Es una mujer increíblemente hermosa, aunque su belleza no parece de este mundo. ¿Cómo ha podido salir eso de la Cámara? Estaba tan absorto contemplándola que he tardado un buen rato en darme cuenta de que me estaba diciendo algo.
Era ya tarde. Carreño llamó por el teléfono interno a Tecumpeh y le pidió que avisara a su mujer de que aquella noche no iría a dormir. Puesto que la noche anterior la había pasado en el salón, pensó que a Eleanor ni le extrañaría ni le importaría demasiado.
A continuación, Carreño trató de entender lo que le decía la imagen. Recordó una vieja película de ciencia ficción en la que un ordenador leía los labios de los humanos, y se preguntó si ya habrían desarrollado algún programa de ese tipo. De nuevo navegó por Internet, y esta vez su búsqueda fue mucho más laboriosa. A las cuatro y media de la mañana consiguió bajarse un programa llamado
Readmylips
, pero no logró instalarlo y hacerlo plenamente operativo hasta las siete.
Por fin, a esa hora, aplicó el programa a la animación
Osc002.
Era ya muy tarde, estaba cansado y le escocían los ojos tras tantas horas de pantalla. Tal vez por eso pudo aceptar como un hecho que una mujer, cuya imagen había brotado de un aparato construido para detectar un tipo de materia que apenas era de este mundo, le dijera en perfecto castellano:
Quítate la Corona. Sueña conmigo.
De nuevo tuvo Rojo la sensación de ser observado. Se resistió un minuto entero antes de volverse. En la Cámara no había ninguna mujer pidiéndole que soñara con ella.
En ese momento sonó el teléfono. Rojo dio un respingo en el asiento.
—¿Sí? —preguntó.
—Soy Meg. ¿Va todo bien ahí abajo?
—Sí, sí, perfectamente. Creo que aún me quedaré un rato más. —De acuerdo. Parece que le he asustado… No se habría quedado dormido, ¿verdad?
Cuando colgó, Rojo se dio cuenta, con horror, de que no se había traído el Anóneiros. Miró el reloj: era mediodía, así que no pasaba nada. Además, no tenía sueño en absoluto. Sin embargo, la idea de haberse dejado la Corona a una hora de viaje en coche le aterrorizaba. ¿Y si a media tarde le entraba sopor? ¿Y si, al volver, se le averiaba el coche en alguna carretera solitaria y tenía que pasar la noche a la intemperie? ¿Cómo vencería la somnolencia?
Todo esto te está afectando demasiado, se repitió. Estás entrando en una obsesión compulsiva. Durante unos minutos ensayó consigo mismo algunas de las técnicas que aplicaba a sus pacientes, y logró rebajar sus pulsaciones.
Volvamos con la mujer, se dijo Rojo. ¿Por qué aquellos archivos se llamaban
Ose
y ahora en cambio eran
Nef?
Pero no averiguaría aquello hasta el día siguiente.
El diario se saltaba unas jornadas más. Carreño no había vuelto a detectar emisiones de (supuesta) materia oscura, pero no podía sacarse de la cabeza la imagen de aquella mujer. No me extraña, pensó Rojo. Sintió el deseo de ver de nuevo aquel rostro y comprobar si era tan hermoso como le había parecido, y esta vez cedió a su compulsión.
Era aún más maravilloso. Uno no se cansaba de verlo. Los labios, más pequeños y carnosos de lo normal, se movían como si le estuvieran hablando directamente a él. Rojo repitió en susurros:
Quítate la Corona. Sueña conmigo
, hasta que consiguió sincronizar su voz con la de la imagen.
Sueña conmigo
, repitió.
Sueña conmigo
, y entendió la tortura que debió de sentir Carreño.
Pero aquella orden no era tan fácil de cumplir. En la época en que se declaró la narcolepsia de Pisani, cuando cada semana morían millones de personas, se desató la histeria colectiva. Los médicos insistían en que no se trataba de una enfermedad contagiosa pero, puesto que eran incapaces tanto de encontrar sus causas como de remediarla, la opinión pública no les creyó. En muchos lugares se trató a los enfermos como a apestados, o aún peor, como a brujas y hechiceros: linchamientos, lapidaciones, exorcismos, quemas públicas. Cuando Karl Franke y su equipo presentaron el Anóneiros, la mayoría de los gobiernos dictaron leyes que hacían obligatorio su uso. Dormir sin la Corona llegó a convertirse en un delito que en algunos países se condenaba con la muerte. Y, si había un país occidental dispuesto a aceptar creencias irracionales y a utilizar la pena de muerte como arma de disuasión, ése era Estados Unidos.
De modo que Carreño le dio muchas vueltas a la idea antes de decidirse. En primer lugar, estaba el riesgo de caer en la narcolepsia y entrar en un camino sin billete de vuelta: una vez producido el primer ataque, el Anóneiros ya no servía de nada. En segundo lugar, se trataba de una acción ilegal. No podía hacerlo en casa: si su mujer le veía dormir sin la Corona, estaba seguro de que le denunciaría.
La solución era evidente: volvería a pasar una noche en el laboratorio. Le dijo a su esposa que tenía mucho trabajo, ya que habían surgido problemas con los códigos del sistema informático y debía depurarlos. Ella, que aquel día había mostrado deseos de reconciliación, se enfadó muchísimo y pronunció por primera vez la palabra «divorcio». Carreño salió de casa con la sensación de que le estaba siendo infiel a su mujer con una especie de holograma, pero no logró encontrar demasiada culpa en ello.
Te entiendo, amigo, pensó Rojo, que esta vez sí resistió la tentación de volver a ver aquel rostro.
Cuando llegó la noche y se cercioró de que Tecumpeh se había ido y de que ya no quedaba nadie en la mina, Carreño tomó la heroica decisión.
El problema era que se trataba de algo más que una heroica decisión. El primer paso lo había dado, puesto que no llevaba el Anóneiros puesto y se había tumbado en una colchoneta hinchable. Pero el segundo requisito, dormirse, distaba mucho de ser sencillo. Carreño apagó todas las luces y se quedó sumido en una oscuridad tan negra como sólo puede serlo a mil quinientos metros de profundidad, en las entrañas de la tierra. Aun así, en cuanto se descuidaba, se le abrían los ojos. Con un esfuerzo consciente, los cerraba, pero eso no solucionaba nada. Notaba perfectamente los latidos de su corazón y, aunque no hacía calor, le sudaban la frente y las manos. Mil veces se giró en el colchón, buscando otra postura más cómoda, y mil veces se dijo que no iba a volver a moverse.
Por fin, en algún momento indeterminado, se durmió.
Soñé. Y no fue como antaño, cuando aún no existía la narcolepsia, y a veces no era consciente de que me dormía y empezaba a soñar, y confundía los ensueños con la realidad. Esta vez sentí perfectamente cómo me hundía en la negrura, cómo desaparecía del mundo real y me precipitaba por un largo túnel.
De pronto me encontré paseando por una playa. Estaba descalzo y sentía la arena y los guijarros entre mis dedos. A la derecha tenía el mar, pero no era un mar como los que conocemos. Aquél era más oscuro y más denso y se alejaba hasta el infinito, para perderse contra un cielo negro en el que no brillaban estrellas.
Paseé entre extrañas construcciones que no sabría describir. No había sol, no había luna, no había estrellas y yo no proyectaba sombras, y sin embargo veía. O tal vez me estaba sirviendo de otro sentido desconocido hasta el momento, y mi cerebro interpretaba sus señales como imágenes para evitar que enloqueciera.
La vi de lejos. Venía hacia mí. Por alguna razón, refrené mi paso. Tal vez quería disfrutar más de la espera. Ella parecía deslizarse más que andar. Vestía una túnica ligera, que me parecía blanca, aunque en aquel lugar no existía el color blanco. A decir verdad, no existía ningún color, al menos que yo pueda describir.
Se detuvo a unos pasos de mí. La marea acarició mis pies. El agua estaba fría, muy fría, como ningún hielo de este mundo podría estarlo. Absurdamente, pensé en el cero absoluto. Pero no me hizo daño.
La imagen de la Cámara era un miserable reflejo de lo que ahora estaba soñando. Entonces la reconocí. Era ella, la mujer imposible de la que me había enamorado a los trece años. Pero entonces sólo la había atisbado, apenas había percibido el eco del paso de su sombra. Ahora la tenía delante de mí, mirándome a los ojos, y sentí su amor por mí.
Debería haber caído muerto entonces, allí mismo, en mi sueño; ya que ni viviendo mil vidas más podría volver a experimentar la dulce embriaguez de aquel momento.
En este punto terminaba el archivo. Era el último de los que había abierto Rojo. Renegó entre dientes, pensando que el relato se había interrumpido en lo más interesante, pero por más que buscó no consiguió encontrar ningún texto más.