—Si no hay interacción con la nuestra, no se me ocurre ningún método que no parezca sobrenatural.
—Puede parecer sobrenatural, pero no lo es. En realidad, existe una
débilísima
interacción. Sí, una partícula de materia oscura puede atravesar millones de kilómetros de materia ordinaria sin que ocurra nada, pero a veces, si trabajamos con suficientes partículas (con trillones y cuatrillones de partículas), alguna chocará con una partícula ordinaria y producirá un algo, un minúsculo pulso de energía. Y ahí estoy… ahí estaba yo para detectarlo. Muchos lo habían intentado y fallaron. Yo lo conseguí. —Tuvo usted suerte.
—Le aseguro que no fue ninguna suerte, doctor Rojo, créame usted. Ojalá me hubiera dedicado a ser crítico de arte.
La puerta retembló con los poderosos nudillos de Danvers. —Cinco minutos, doctor Rojo…
— ¡Gracias, Danvers! Mire, Carreño, tenemos que ir ganando tiempo. ¿Qué tienen que ver sus investigaciones sobre la materia oscura con… sus percepciones de que algo extraño le sucede a la realidad?
Carreño comprobó por enésima vez que el Anóneiros no se hubiese movido y contestó pasado un rato.
—Doctor, ya le he dicho que usted y yo tenemos algo en común. Somos los dos buscadores de sombras.
—Sólo que no buscamos el mismo tipo de sombras, ya lo sé…
—Si sigue adelante, creo que descubrirá que sí, que tratamos de iluminar las mismas tinieblas. Pero si abandona ahora, le aseguro que no le criticaré por ello.
—¿Por qué? Quiero ayudarle. Es su vida lo que está en juego.
—Así es. Pero aunque usted descubra la verdad, no servirá de nada. Nadie le creerá.
—Ya lo veremos.
Carreño abrió la boca para hablar, sacudió la cabeza y se calló algo.
—No, es inútil. Ya no hay tiempo. Escuche, me niego a dejar que se rían de mí otra vez. Le propongo lo siguiente: baje usted a la mina Highwater. Allí deben de seguir mis archivos, en el ordenador secundario. Consúltelos, curiosee todo lo que quiera y medite bien en lo que lea. Si cree al menos la mitad de lo que hay en ellos, vuelva aquí. Si no, no se moleste.
—¿Por qué no he oído hablar de esos archivos antes?
—Están ocultos y protegidos por una clave. —Carreño la escribió en la hoja, la dobló hasta reducirla a un tamaño minúsculo y se la entregó al psiquiatra. En ese momento se abrió la puerta y entró Danvers—. Es usted un hombre medianamente inteligente. Confío en que sepa orientarse.
Rojo se quedó con el papel en la mano y la boca medio abierta en una respuesta que no llegó a articular.
Rojo empleó dos días en hacer llamadas y compras para conseguir los permisos y el equipo necesarios para visitar la mina de Highwater. El antiguo superior de Carreño en el CalTech, Louis Connolly, le informó de que la mayor parte del material de investigación seguía en el fondo de la mina, aunque ya se había abandonado el proyecto.
—Después de lo que sucedió, hay gente aquí que no quiere tener nada que ver con los experimentos de Carreño —le dijo, sin precisar de qué gente se trataba—. Dentro de unos días mandaremos un equipo para que se lleven la Cámara de Berensky. Por favor, tenga en cuenta que vale mucho dinero. No la toque.
—Ni me atreveré a respirar cerca de ella.
—Aunque esa cámara en particular ya está algo anticuada, es muy sensible. Si la hemos puesto a más de mil metros de profundidad es para alejarla de la influencia de los rayos cósmicos, ya que podrían falsear las reacciones nucleares que pretendemos detectar. Allí abajo el fluido escintilador de la cámara sólo debe interactuar con las partículas exóticas que estamos buscando.
Rojo asintió. No había tenido tiempo de preguntarle a Carreño por qué sus experimentos debían llevarse a cabo en las entrañas de la tierra. Ahora creía comprenderlo.
—No se preocupe por su aparato. Prácticamente ni lo miraré. Sólo me interesan los archivos de mi paciente.
—Espero que tenga suerte. Aunque Carreño se merezca la muerte por lo que ha hecho, será un desperdicio destruir una mente como la suya.
Rojo se quedó pensativo delante de la pantalla. —Profesor Connolly, usted conoce bien a Alvaro Carreño, ¿no es así?
—He trabajado cuatro años con él, aunque desde que se fue a Dakota del Sur nuestros contactos personales han sido muy esporádicos. Aun así, supongo que le conozco todo lo bien que se puede conocer a una persona como él.
—¿Qué quiere usted decir?
—Bueno… desde que cometió el crimen hemos hablado mucho sobre el tema, aquí en la Facultad. Al principio nadie se podía creer que lo hubiera hecho, pero luego… Al ir juntando impresiones y comentarios, uno se da cuenta de que Carreño era un tipo muy raro.
—¿No lo son todos los genios?
—Sí, supongo que se le podría considerar un genio desde cierto punto de vista, pero aun así… Hace falta algo más que talento intelectual para triunfar en la ciencia. Carreño es demasiado reservado y frío, y le importa un rábano la opinión de los demás. De hecho, nunca ha servido para trabajar en equipo. Es más del tipo del investigador solitario, usted ya me entiende… pero eso ya pasó a la historia. Hoy hay que colaborar, buscar consensos, sinergias…
—¿Y cómo fue que le concedieron un proyecto en solitario?
—En realidad, no era un proyecto tan solitario, ya que estaba en contacto conmigo casi en tiempo real. Pero es verdad que se las arregló para quedarse solo en esa mina… La verdad es que ni él pidió ayudantes ni nadie mostró entusiasmo por colaborar con él. —Se quedó pensando unos segundos y añadió—: ¿Quiere usted saber mi opinión?
—Por supuesto, profesor.
—Creo que Carreño tiene una vena de autismo. Incluso, diría más, cierta tendencia a la sociopatía. Sí, una persona aparentemente inofensiva, pero capaz de hacer cualquier cosa. Usted ya me entiende.
Rojo pensó en la alegría con que un profano como Connolly se permitía pronunciar dictámenes psiquiátricos y en la ligereza con la que usaba términos tan graves como «sociópata». Si no hubiese dependido de él para bajar a la mina de Highwater, se habría permitido algún comentario cáustico. Pero todo lo que hizo fue darle las gracias y despedirse amablemente de él.
Al día siguiente, cuando aún no había amanecido, salió de Rapid City y tomó la carretera que se dirigía hacia Lead, al noroeste. Pronto se encontró en el corazón de las Black Hills, donde los pastos dejaron lugar a bosques de coníferas, tan extensos como sólo se ven en Norteamérica. Al tomar el desvío a Deerfield se encontró con los restos del gran incendio que había asolado las montañas el verano pasado. Las primeras luces del día alumbraron un paisaje que se le antojó extraterrestre, con los negros troncos alzando sus gruesos trazos de carboncillo sobre el blanco fondo de la nieve invernal.
Poco después llegó a un nuevo desvío. Un cartel indicaba que aún faltaban cinco millas para la mina de Highwater. Miró su reloj. Habían pasado cincuenta minutos desde que salió de Rapid City. De modo que Carreño tardaba una hora más o menos en llegar a la mina donde trabajaba prácticamente solo en sus experimentos. Mientras, por lo que contaban los vecinos, su mujer se quedaba durmiendo hasta tarde y esperando a pasar otro día de aburrimiento.
Quizá fuera por la tristeza fantasmal de aquel lugar desolado, pero Rojo se sentía extrañamente pesimista esa mañana. Se había levantado con dolor en la boca del estómago y aún no se le había pasado. Tal vez la idea de descender a mil quinientos metros de profundidad le preocupaba más de lo que quería reconocerse a sí mismo. Jamás había bajado a una mina. Recordaba los tiempos anteriores al Anóneiros, cuando a menudo soñaba que entraba en túneles o galerías oscuros y se quedaba atascado en pasos angostos. Si hubiera sido seguidor de Freud, habría pensado que se trataba de una reminiscencia del trauma del parto.
Tras una curva muy cerrada atravesó el límite del incendio, y el paisaje volvió a ser blanco, pardo y verde. Respiró un poco mejor. Poco después apareció un gran cartel que indicaba: BIENVENIDOS AL CENTRO DE VISITANTES DE HIGHWATER. Rojo detuvo el coche ante unas casas blancas, con tejados de pizarra a dos aguas. En una de ellas rezaba CENTRO DE VISITANTES. Se bajó del vehículo y se puso un forro polar. En ese momento se abrió la puerta de la casa y de ella salió una mujer rubicunda y fuerte, vestida con una gruesa camisa de leñador. Le estrechó la mano y sonrió con la misma franqueza que había demostrado en sus teleconferencias.
—Bienvenido, doctor Rojo. ¿Ha tenido algún problema para llegar hasta aquí?
—Ninguno, señorita Norfolk. Sus indicaciones eran muy precisas.
—Pase, por favor, y llámeme Meg. ¿Le apetece un café caliente?
Entraron al centro de visitantes y la mujer le ofreció un vaso de café negro y denso como alquitrán. Rojo lo deglutió con dificultad, consciente de que cada sorbo que entraba por su garganta agudizaba su dolor de estómago. Mientras, Meg le enseñó un diagrama de la mina.
—Lo que está marcado en verde es la zona que enseñamos a los visitantes —le explicó con la ayuda de un puntero—. Se baja por el pozo Jeremiah, que está aquí cerca, y se visitan los niveles 1 y 2, para mostrar cómo era la minería en los viejos tiempos. ¡A la gente le encanta, sobre todo a los niños! Después se baja por este ascensor hasta el nivel 9, para que les puedan contar a sus amigos que han estado a mil doscientos metros de profundidad, y se les enseña algo de las técnicas recientes. —La mujer soltó una carcajada—. Claro, que teniendo en cuenta que la mina lleva cuatro años abandonada, ya no son tan recientes.
—¿En qué nivel está el laboratorio?
—En el 11, a 1.460 metros de profundidad. Ese sólo se lo enseñamos a los VIP, por un acuerdo con el CalTech. Aunque últimamente hemos recibido bastantes solicitudes para visitarlo: parece que el crimen de Carreño ha despertado el morbo de la gente. —¿Tenía usted mucho trato con Carreño?
—No demasiado. Era un hombre muy reservado, y a veces resultaba un poco hosco. No quiero decir que fuera maleducado, porque no lo era, pero le faltaba confianza en los demás. No creo que sea bueno tener tanta inteligencia…
—Ya, ya —la interrumpió Rojo, un poco cansado de escuchar análisis psicológicos de aficionados—. Bueno, señorita Norfolk: muchas gracias por el café. Creo que ya va siendo hora de bajar a la mina.
—Ha elegido un buen momento. Normalmente, hoy es el día en que no recibimos visitas. Tendrá toda la mina para usted.
—¡No, gracias! —rechazó Rojo, fingiendo un estremecimiento—. Me basta con visitar el Nivel Once.
—¿Tiene usted claustrofobia?
—No exactamente, pero tampoco me hace mucha gracia tener mil quinientos metros de roca sobre mi cabeza.
—Ya verá cómo está todo perfectamente iluminado. De todas formas, le daré algo más para su tranquilidad.
La mujer abrió un armario de metal y le entregó un casco amarillo provisto de un foco en la frente y un cinturón con una batería. Después, descolgó un teléfono, marcó dos números y dijo:
—Tecumpeh, nuestro visitante ya está aquí. ¿Puedes venir? —Después, le explicó a Rojo—. Tecumpeh es el vigilante de esa parte de la mina. No suele hacer de guía, porque es hombre de pocas palabras, pero puede usted confiar en él.
—¿Tecumpeh? ¿Qué clase de nombre es ése? —Un nombre sioux. Tecumpeh es de la tribu oglala, que a su vez es una rama de los sioux.
Poco después llegó su guía. Era un hombre ya mayor, con el rostro surcado de arrugas. Sus ojos miraban severos, como si estuviera posando para un daguerrotipo del hombre blanco. Se mantuvo a cierta distancia de Rojo y para estrecharle la mano estiró el brazo y giró un poco el hombro, como suelen hacer las personas acostumbradas a vivir en grandes espacios.
La señorita Norfolk se disculpó, ya que tenía que atender a unos papeleos. Rojo salió del centro de visitantes y le preguntó a Tecumpeh por dónde entrarían. El indio le señaló a la izquierda de la casa. Había una escalera rodeada por una barandilla blanca que se internaba en el suelo.
Al psiquiatra le pareció un poco anticlimático. Recordaba a una boca de metro. POZO JEREMIAH, rezaba un cartel. —¿Por aquí entraban los mineros?
—No. Lo hacían por allí. —Tecumpeh le señaló ahora en otra dirección, más allá de las casas. Allí se veía una alambrada, y más allá cobertizos, almacenes, grúas, un castillete y grandes tuberías que brotaban del suelo—. Ese era el pozo principal. El pozo Jeremiah fue la primera boca que se abrió, hace más de cien años. Ahora sólo entran turistas por él.
—Bueno, y por la otra boca no entrará nadie, ¿no?
Tecumpeh se volvió hacia Rojo y se limitó a mirarle fijamente. Sí, claro, se respondió el propio Rojo: la mina estaba cerrada. La pregunta sobraba.
Al final de la escalera había una reja metálica cerrada con una gruesa cadena y un candado. El indio la abrió y dio las luces. Pasaron a un túnel abovedado, bastante espacioso, alumbrado con fluorescentes en el techo. En las paredes de cemento había algunas pintadas. Rojo pensó en hacer algún comentario, pero se calló. Obviamente, a su guía no le agradaban las conversaciones triviales.
Llegaron a un ascensor. El indio se puso el casco e indicó a Rojo que hiciera lo propio. Luego pulsó un botón que señalaba —2. Tras una breve bajada, se encontraron en una galería más estrecha, de sección cuadrada y reforzada con vigas de metal. Caminaron unos cincuenta metros al lado de un antiguo raíl y llegaron a otro ascensor, en realidad una jaula de extracción de mineral. Tecumpeh pulsó —11.
Mientras bajaban, Rojo se dio cuenta de que hacía más calor que en el exterior, y bajó un poco la cremallera del forro polar. De nuevo estuvo a punto de decir algo, pero se contuvo. No hay nada más ridículo que comentar cómo está el tiempo cuando se monta en un ascensor, aunque sea el de una mina.
El dolor en la boca del estómago persistía, incluso más fuerte que al levantarse. Bajaban despacio y en penumbras, alumbrados tan sólo por una pálida bombilla. De vez en cuando atravesaban un nivel y se atisbaban las galerías, pero la mayoría tenía las luces apagadas.
Rojo decidió que tenía que hablar, aunque incurriera en la desaprobación del Gran Jefe Sioux.
—¿Conocía usted al señor Carreño?
El indio asintió.
—¿Qué impresión le daba?
Tecumpeh le miró sin entenderle.
—Me refiero a qué pensaba usted de él. Todo el mundo dice que era una persona rara.
—Ya. El profesor era un hombre de pocas palabras. El me decía «dame estas luces» y yo se las daba, y me decía «muéveme estas piezas» y yo las movía. A veces me traía whisky.