—¡Estése quieto, maldita sea!
—¡¡Noooo ¡¡Noooo ¡No me lo quiten, por favor, no me lo quiten! ¡Pónganmelo o vendrá a por mí! ¡¡No dejen que venga!!
Por fin lo redujeron. Uno de los agentes recogió el Anóneiros y volvió a colocarlo sobre la cabeza del detenido, a modo de diadema. Carreño se tranquilizó al momento.
—¿Quién va a venir por usted? —preguntó Devitt, más nervioso de lo que le habría gustado reconocer—. ¿De quién tiene tanto miedo?
—De ella. De Néfele. Yo la he matado y sé que se vengará.
Carreño levantó los ojos y miró a Devitt de una forma que hizo estremecerse al veterano jefe de policía.
—No me da miedo morir. Pero si ella viene a por mí aniquilará mi alma en el Infierno. Y luego destruirá las de todos ustedes…
El doctor Rojo se vio envuelto en el asunto de Carreño de una forma inesperada, pero no del todo involuntaria. En aquella época acababa de terminar un estudio, encargado por el Ayuntamiento de "Washington, sobre la violencia callejera en el suburbio de Anacoastia. Como psiquiatra que se había ido especializando en cuestiones sociales, sentía el impulso de ayudar a desvalidos y marginados. Pero como intelectual y científico, no pudo resistirse al desafío de analizar una mente superior a la suya y averiguar por qué había cometido un crimen tan brutal y absurdo.
Con la excusa de que un ballet flamenco muy prestigioso hacía una gira por Estados Unidos, se celebraba una fiesta en la Embajada de España, a la que estaba invitado Rojo. Normalmente, se excusaba de asistir a actos sociales, pero en aquella ocasión le pareció una descortesía hacerlo. Por otra parte, llevaba semanas recorriendo oscuros callejones, compartiendo cervezas en tugurios sofocantes y pasando miedo en vagones de metro donde cada mirada parecía esconder una puñalada. Sería una variación agradable pasar unas horas entre sedas, rasos y lames, sugerentes escotes y espaldas tentadoras, chaquetas de elegante hechura, corbatas y pajaritas, canapés de ahumados, caviar y jamón ibérico, ahusadas copas de champán y campanudas copas de vino aterciopelado y aromático.
Y tal vez encontrara una pareja ocasional. No quería volver a encerrarse en una relación estable, pero echaba de menos compartir el lecho con un cuerpo tibio y una boca jugosa.
Se bajó del taxi a unos cien metros de la Embajada. La nieve del hosco invierno de Washington crujía bajo sus zapatos. Por alguna extraña razón, le conmovió el ondear de la bandera española. No era muy dado al patriotismo; tal vez se trataba de simple nostalgia: llevaba más de tres años sin pisar su país.
El propio edificio estropeó aquella sensación. La Embajada no le habría parecido bella en ningún caso, pero aún la afeaban más los oscuros cristales que brotaban a partir del tercer piso como una excrecencia que hubiese infectado la piedra.
Tras enseñar la invitación y su documentación al guardia civil de la puerta, pasó al interior. Le condujeron directamente a la fiesta. Pronto empezó a estrechar manos, repartir besos y recibir palmadas. Durante su tiempo de inmersión en las sombras de la marginación suburbana casi había olvidado que era famoso, pero lo cierto era que mucha gente allí le conocía.
Participó superficialmente en varias conversaciones, mientras su mente se dedicaba, en realidad, a observar. El lenguaje corporal le fascinaba. Aquél, el de los diplomáticos y negociantes, el de los intelectuales, los artistas y las mujeres bellas y distinguidas, era mucho más contenido que el de los jóvenes negros con los que había estado tratando.
Y aun así, las miradas de través traicionaban odios carniceros; los dedos que enderezaban corbatas o arreglaban moños transmitían hormonas de cortejo; las muñecas que se exhibían a la vista ofrecían promesas de más piel; los pies que apuntaban levemente hacia fuera en un corro excluían al extraño fuera de la manada; las manos que acariciaban narices, rozaban labios o rascaban cuellos encubrían mentiras.
Una reunión de exquisitos animales, se dijo.
Un espécimen particularmente exquisito del sexo femenino atrajo su atención. Era una mujer de unos treinta años, morena, con un vestido negro que oscurecía aún más sus ojos almendrados. En realidad, ya había reparado en ella, pero ahora estaba sola. Rojo sonrió.
—Doctor Rojo, estaba deseando conocerle.
Las pupilas de la mujer se habían dilatado, su escote se agitaba ligeramente al respirar, en la voz vibraba una sutil ronquera. Rojo dio un sorbo a su cóctel, se enderezó la corbata y se relamió muy levemente. Intercambio de gestos.
—He leído algunos de sus libros —prosiguió la mujer.
—Me alegro de saberlo. Espero que le hayan gustado.
Ella lució una sonrisa blanquísima y Rojo sintió cómo su propio sistema hormonal se disparaba fuera de control.
—Mucho. Creo que es usted un magnífico divulgador. Sobre todo, me gustó El laberinto del sueño. Creo que sus ideas sobre la narcolepsia de Pisani son fascinantes.
Rojo resistió la tentación de hinchar el pecho como un rabihorcado.
—Hasta ahora, no pasan de conjeturas. Por desgracia, sigue siendo muy poco lo que sabemos sobre ese tema.
—Es una lástima. —La mujer hizo un delicioso mohín con la boca—. Me gustaría librarme por una noche de la Corona y volver a dormir como cuando era niña, sólo con el pelo sobre la almohada…
—Sin duda, estaría usted bellísima sin ese horrible aparato, pero no se lo recomiendo. Una noche sin el Anóneiros puede ser suficiente para contraer el mal.
Ella suspiró.
—¿Qué será de la humanidad sin sueños? Necesitamos soñar, doctor. Ahora, irse a la cama a dormir es como fichar en una oficina…
—Por suerte, no todo lo que puede hacerse en la cama requiere del Anóneiros…
Le habían citado con la muleta, él había entrado con nobleza, todo iba bien, y entonces el destino se materializó en forma de un funcionario de la Embajada que pidió perdón a la señora y apartó a Rojo un par de pasos.
—El Embajador querría hablar con usted unos minutos, doctor Rojo —susurró.
Rojo se mordió la lengua, se la quemó con la acidez de un comentario reprimido, y asintió.
—¿Dónde está el Embajador?
—En su despacho. Si tiene la bondad de acompañarme…
Sortearon diestramente a los invitados y se dirigieron al despacho. Allí, el funcionario abandonó a Rojo y desapareció como una sombra.
El Embajador estaba sentado tras un gran escritorio de caoba, en el que se veían bastantes papeles, un cartapacio de cuero, útiles de escribir y algunos libros que parecían elegidos y colocados para dar la impresión de que alguien los estaba leyendo. No había equipo informático.
El propio Embajador era un hombre alto, delgado, de ojos claros, rasgos afilados y cabello canoso. Era evidente que creía disfrutar de un aire distinguido; procuraba explotarlo hasta en la iluminación de su despacho, que había sido estudiada para rodear su cabeza de un halo blanquecino y venerable. A Rojo no le parecía mal: él mismo era un cultivador consciente de su imagen.
El Embajador se puso en pie y estrechó la mano de Rojo por encima de la mesa con la palma hacia abajo, para dejar clara su posición de macho dominante. Después, le invitó a sentarse.
—Siento sacarle de la fiesta, pero prometo devolverle a ella en cuanto sea posible.
Será demasiado tarde, se dijo Rojo, y disculpó al Embajador con un gesto.
—La verdad es que me hubiera puesto en contacto con usted de otra manera —prosiguió el diplomático—, pero no he querido desaprovechar esta ocasión que se me brindaba de hablar con usted.
—No hay ningún problema… —Rojo meditó si pronunciar la palabra «Excelencia» y prefirió ser más sencillo—… señor Embajador. Mi tiempo es todo suyo.
—Iré al grano, doctor. Supongo que no ignorará usted quién es Alvaro Carreño.
Rojo asintió. Empezaba a sospechar lo que se avecinaba. Y, para su propia sorpresa, su atención se despertó.
—El físico español condenado a muerte por el asesinato de su mujer —recitó—. Según tengo entendido, la Embajada está esforzándose en que le conmuten la pena. Pero no queda demasiado tiempo.
El nuevo presidente de la nación sostenía que había que humanizar la pena de muerte. Su idea de humanizarla era acelerar lo más posible su ejecución, y la mayoría de los estados seguía esta filosofía. A Carreño sólo le quedaban unas semanas en el Corredor de la Muerte.
—Digamos que estamos recibiendo bastantes presiones —se explicó el Embajador—. La opinión pública de nuestro país está muy sensibilizada. A veces, leyendo los periódicos de España, casi da la impresión de que Carreño es un héroe.
—Hasta cierto punto es comprensible. Por lo que sé, no sería descabellado que ese hombre obtuviera en el futuro el premio Nobel de Física. No es algo de lo que andemos sobrados en nuestro país.
—Me temo que ya no conseguirá el Nobel. —El Embajador abrió una caja de puros—. ¿Fuma usted?
—No, gracias. Lo dejé hace ya tres años y cuatro meses.
—Dicen que un ex fumador puede fumar puros y controlarse.
—Prefiero no tentar a la suerte. Bien, señor Embajador, me imagino que, si ha recurrido a mí, es porque está pensando en un dictamen psiquiátrico que pueda servir como atenuante o eximente para el crimen.
—No se equivoca, doctor.
Rojo se cruzó de piernas y se reclinó en el asiento. Cuando se encontraba ante personas de rango más alto, disfrutaba haciendo gestos que revelaran dominio de la situación. Resultaba desconcertante para sus interlocutores y tranquilizador para él mismo.
—Convendrá usted —prosiguió el Embajador, tras lanzarle una mirada de desaprobación—, en que el hecho de que un intelectual de treinta años, un prometedor físico sin antecedentes de conducta violenta, asesine con un hacha a su mujer en el mismo lecho matrimonial no parece la conducta más cuerda del mundo.
—Por desgracia, a los americanos les suele dar igual. Ojo por ojo y diente por diente. Aquí, la Biblia es más Biblia que en ningún otro rincón del mundo.
El Embajador abrió la carpeta y sacó un dossier de unas cuantas páginas, unidas con grapas. Se lo tendió a Rojo.
—Aun así, tenemos que intentarlo. Cuando lea esto, pensará que tal vez haya algo de verdad en la idea de los delirios. Si usted nos garantiza una base científica, nosotros buscaremos la base legal. No quiero que ajusticien a un ciudadano español en mi país de destino. Es humillante.
Rojo alzó la mirada del dossier, sorprendido por la motivación del Embajador.
—Haré lo que pueda, señor Embajador. —Nuestra nación confía en usted.
Aquel hombre llevaba demasiado tiempo allí. Se estaba volviendo uno de ellos.
La entrevista terminó. La mujer del escote seguía en la fiesta, pero Rojo no pudo conseguir de ella más que una sonrisa a distancia. El momento mágico había pasado.
Dos días después, Rojo salió del aeropuerto National de Washington, hacia Rapid City, en Dakota del Sur. Nunca había estado en aquella región de Estados Unidos. Si tenía tiempo, pensaba aprovechar la estancia para hacer turismo.
Durante el trayecto, Rojo empezó a hacer sus propias anotaciones sobre el dossier. Aunque necesitaba conocer personalmente a Carreño para empezar a orientarse, no quería entrevistarse con él a ciegas.
Sujeto
: Alvaro Carreño. 30 años. Nacido en Salamanca. Licenciado en Ciencias Físicas por la Universidad de dicha ciudad. Un expediente que alterna las matrículas de honor con los ceros cuando algo no le interesa. Se doctora un año después en Madrid con una propuesta teórica para la detección de neutrinos que resulta ser factible. Se traslada a Estados Unidos, becado por el CalTech. Colabora en el perfeccionamiento de la Cámara de Berensky, consigue la medalla Hawking de Física. Se casa con Eleanor Dawkins, una hermosa mujer WASP. Se traslada al estado de Dakota del Sur para trabajar en la mina abandonada de Highwater.
Rojo tenía subrayada esta línea. Ni en el dossier ni en la prensa había encontrado información sobre la naturaleza de su trabajo en la mina. Por lo que sabía, Carreño era un físico teórico: no se lo imaginaba excavando túneles ni extrayendo minerales radiactivos de las entrañas de la tierra. ¿Qué haría a cientos de metros de profundidad?
Una mina abandonada, y además, según añadía el dossier, de oro… Sonaba sugerente; un primer detalle de romanticismo en una biografía tan ordenada como el bloc de notas de una secretaria.
… Durante dos años permanece prácticamente aislado del resto de la comunidad científica. Sólo una nueva colaboración sobre la Cámara de Berensky y un par de reseñas en revistas especializadas. Al parecer, le empiezan a exigir resultados. (Nota: Posible estrés. Comprobar si el sujeto estaba haciendo avances reales en sus investigaciones, si sentía que su creatividad se estaba acabando. Los treinta años son una edad delicada, y corre el mito de que los científicos teóricos deben hacer sus grandes contribuciones antes de llegar a ella.)
El avión brincó en una turbulencia. Rojo miró al pasajero gordo que había a su derecha. Le caía una gota de sudor por la mejilla. Había tratado a más de un paciente con pánico a volar y reconocía esa afección con facilidad. Pero ahora no tenía tiempo para terapias.
… Después, un día, los vecinos avisan a la policía porque en casa de los Carreño se oyen unos gritos terribles. Al llegar, encuentran el cadáver de la mujer, desnudo y decapitado sobre la cama, con la cabeza dada la vuelta. Detienen a Carreño en el lugar del crimen. Al ser interrogado, se confiesa autor de un asesinato, pero se niega a admitir que ha matado a su esposa. Contra todas las evidencias físicas (examen ocular de testigos, pruebas de ADN), sostiene que la mujer que yace sobre la cama no es su esposa, Eleanor Dawkins, sino una horrible criatura inhumana que amenaza al mundo entero. Al comprobar que sus pretensiones de ser prácticamente un héroe despiertan las risas de los interrogadores, cae en un persistente mutismo. Es imposible sonsacarle más.
Una locura ya típica, se dijo Rojo. En los noticiarios norteamericanos abundaba ese tipo de chiflados, que recibían algún tipo de revelación directamente desde la zarza del Sinaí, o de labios de algún elfo tolkieniano, o de la mente de una inteligencia de las Siete Galaxias de la Última Frontera, y decidían salvar al mundo por el procedimiento habitual de librarlo de algunos sujetos (supuestamente) indeseables o malignos.