¿Y si los químicos de mañana reducen sus laboratorios de forma parecida a como la cibernética ha transformado y reducido los ordenadores? Ya se han automatizado y miniaturizado complejas técnicas de análisis químico como resultado parcial del Proyecto Genoma Humano. ¿Y si llega un día en que cualquier adolescente con un laboratorio-ordenador de sobremesa puede lograr sintetizar la sustancia que desee? ¿Se desarrollará la iniciativa y la innovación química de forma parecida a como la llegada de los ordenadores personales desencadenó la aparición de software creativo? ¿Cómo afectaría eso a las políticas sobre fármacos y drogas? ¿Tendremos la misma confianza con respecto a la comida que los adolescentes nos sirven en algunos restaurantes?
Por ahora, gran parte de la economía moderna se dedica al ocio. Por ejemplo, se dedican diez mil millones de dólares anuales a la pesca con mosca. Y se gastan otros veinte mil millones en turismo fotográfico. Se compran más libros per cápita que en ningún otro momento de la historia. Y así sucesivamente, a pesar de que el número de horas que la gente trabaja parece ser mayor que nunca.
¿De dónde sale el tiempo para toda esa actividad? ¿Son los ciudadanos de hoy más eficientes de una manera que nadie se ha decidido todavía a medir?
Supongamos que las cosas todavía mejoran más. Ayudados por los miles de millones de dólares acumulados, cincuenta millones de
baby-boomers
norteamericanos tendrán una activa jubilación anticipada. ¿Habrá suficientes actividades de ocio y zonas de acampada de caravanas para atenderlos a todos?
Ahora, imaginemos que el éxito se extiende todavía más. Supongamos que la prosperidad genera un equilibrio en todo el mundo y genera círculos virtuosos de riqueza, comercio y apertura que se autorefuerzan. Algunos analistas creen que hay suficiente potencial para una era tan feliz como ésa.
Pero ¿no es cierto que las buenas noticias tienen alguna penalización que no esperábamos? Si conseguimos hacer un mundo mejor… ¿podríamos llegar a verlo invadido, año tras año, por enjambres de seis u ocho mil millones de turistas?
Si eso parece terrible, probemos el lado contrario. Las tecnologías destructivas se filtran entre los locos, los farisaicos o, simplemente, los airados. Una ciudad contaminada con radionúclidos. Un acuífero repleto de viroides. Una civilización basada en la dependencia mutua se enfrenta con la peor variedad de un individualismo condimentado con el odio y el rencor, sin responsabilidad.
Centrémonos en un problema concreto al cual nos enfrentaremos una y otra vez en la próxima era: el de los flujos de información y la confidencialidad. Hablo de ello en mi novela Tierra y en mi ensayo
The Transparent Society: Will Technology Force Us to Choose Between Fre-edom and Privacy?
(La sociedad transparente: ¿nos obligará la tecnología a elegir entre la libertad y la intimidad?). Estas dudas se intensificarán a medida que la capacidad cognitiva humana crezca durante los próximos años. Enormes y rápidas bases de datos, a las cuales se accederá a la velocidad del pensamiento, ampliarán nuestra memoria. La visión se abrirá en todas direcciones a medida que las cámaras sean cada vez más pequeñas, económicas, móviles e interconectables.
En un mundo como ése sería absurdo depender de la ignorancia de los demás. Si todavía no se conocen tus secretos, hay muchas posibilidades de que mañana alguien pueda traspasar tus protecciones sin que ni siquiera te des cuenta. Los mejores cortafuegos, los mejores sistemas de criptografía pueden resultar inútiles si hay una cámara espía en el techo o un avisador en la trastienda.
¿Cómo se puede estar seguro de que eso no ha ocurrido ya? Las empresas que pagan millones para proteger su saber luchan de forma incansable para detener las fugas de información, aun sin obtener ventajas ni una mayor tranquilidad a largo plazo. Porque el número de maneras en que se producen las fugas de información aumentará en progresión geométrica a medida que tanto el software como el mundo real sean cada vez más complejos. Porque la información no es como el dinero o como cualquier otro producto. Las rendijas por las que puede escaparse son infinitamente pequeñas y puede duplicarse a un coste casi nulo. Muy pronto, la información será como el aire, como el clima, y se podrá controlar con parecida facilidad…
Vayamos algo más lejos. Paseas por una calle, corre el año 2015. Tus gafas de sol son también una cámara. Cada una de las caras con las que te encuentras se escanea y se introduce en un buscador global.
Los cristales de tus gafas son también pantallas. Proyectan mensajes que parecen acompañar a los peatones y conductores que pasan, con su nombre y biografía. Con un guiño de ojos puedes ordenar que se actualice la imagen desde un satélite. Un golpecito en un diente y obtienes los datos de una persona que está delante de ti, incluyendo fotos de familia y comentarios escritos por amigos, asociados… o incluso por sus enemigos.
Mientras paseas, sabes que los demás, de una manera similar, te ven, indexan y elaboran tu biografía.
¿Parece horrible? Bien, entonces ¿qué vamos a hacer para evitarlo? Con la prohibición de este tipo de aparatos sólo se conseguirá que la gente corriente deje de usarlos. Las élites —el Gobierno, algunas empresas, los criminales, ciertos técnicos y tantos otros— obtendrán estos nuevos poderes de visión y memoria incluso pese a las leyes. Por lo tanto, sería mejor que todos tuviéramos acceso a ello.
Comparemos este futuro con los antiguos pueblos donde, hasta hace bien poco, vivían nuestros antepasados. Ellos, también, conocían detalles privados de cada una de las personas con las que se cruzaban en un día concreto. En aquellos tiempos tal vez se podía reconocer a un millar de personas. Pero nosotros no vamos a estar limitados por la capacidad de la visión y la memoria orgánicas. Nuestros ojos perfeccionados escanearán diez mil millones de ciudadanos mientras las bases de datos ampliarán inmensamente nuestra memoria. Conoceremos sus reputaciones y ellos conocerán la nuestra. En otras palabras, estaremos retornando a nuestra antigua forma de vida, cuando conocíamos a todos aquellos con los que nos cruzábamos. El anonimato actual se considerará como una extraña fase de transición.
Esta descripción de nuestro futuro cercano puede dar lugar a sentimientos contradictorios, incluso a un profundo recelo sobre esta inminente «aldea global». ¿Será la «buena aldea» de las historias nostálgicas, segura, igualitaria y cálidamente tolerante ante la excentricidad? ¿O la «mala aldea» que nuestros antepasados conocieron en la época medieval, donde los poderosos y los de mente estrecha suprimían toda desviación de la norma prescrita?
Será mejor que empecemos a discutirlo ahora mismo (cómo hacer que los aspectos temibles sean menos temibles y potenciar los mejores), porque el reloj no puede detenerse. La aldea vuelve, nos guste o no.
Todo esto tendrá un fuerte impacto en la manera en que nos gobernamos unos a otros. Este tema parece especialmente interesante cuando acabamos de ver que unos métodos arcaicos de votación en una pequeña parte de los Estados Unidos de América del Norte han confundido la selección del nuevo presidente, precisamente en una elección históricamente muy competida.
Herramientas como Internet prometen nuevas formas de otorgar mayor poder a los ciudadanos, convirtiéndolos en consumidores y votantes más inteligentes… o convirtiéndolos en víctimas perfectas para los oportunistas. Algunos predicen la democracia instantánea, o demarquía, en la cual millones de ciudadanos se «reunirán» en asambleas virtuales, votarán las cuestiones del día, y se saltarán la fase intermedia de legislaturas y funcionarios electos. Como en la Atenas de Pericles, podremos sustituir la autoridad delegada de una república con votaciones rápidas y directas del electorado soberano desde su casa, simplemente al pulsar un botón.
Algunos comentaristas describen horrorizados esta posibilidad: importantes cuestiones públicas reducidas a consignas y ponderadas con la madurez propia de las masas. Pero también se hicieron predicciones catastrofistas hace un siglo, cuando los ciudadanos instauraron el procedimiento de la iniciativa popular en California y otros estados del oeste de Estados Unidos. Hoy, los votantes reciben gruesos opúsculos repletos de argumentos a favor y en contra, y siguen los debates a través de la radio pública. En definitiva, los efectos no son tan terribles como los opositores habían previsto en el año 1900.
El pesimismo elitista es un cliché que surge inmediatamente allá donde la gente corriente está muy cerca de ser emancipada o de obtener nuevas prerrogativas. Aunque puede que algunos se sientan satisfechos con ese cliché, ese desdén resulta aburrido si se tiene en cuenta que actualmente las personas están mejor educadas, son más tolerantes y gozan de una mayor percepción hasta niveles que nunca hubieran imaginado sus antepasados.
¿Tan difícil es imaginar que los ciudadanos de mañana, nuestros hijos, puedan encontrarse con nuevos desafíos, como nos ha ocurrido a nosotros?
Será mejor que esperemos que sea así, ya que alguna forma de demarquía es inevitable. Las votaciones de opinión pública ya tienen un papel esencial en el intercambio actual de doble vía entre funcionarios y electorado. Las futuras encuestas de alta tecnología mostrarán a una población sofisticada y conectada en tiempo real. El que esto acabe convirtiéndose en una pesadilla o en una cegadora extensión de desafiante ciudadanía puede depender del grado de información de la gente y de la seriedad con que asuma sus responsabilidades.
¿Veis a vuestros vecinos como víctimas indefensas de los tiempos modernos, consumidores desorientados devoradores de comida basura y entretenimiento pasivo? Qué ocurre con los millones de personas aficionadas a actividades positivas, que van desde la jardinería a las coreografías del paracaidismo en grupo. Las sociedades radiofónicas perfeccionan sus propios diseños de naves espaciales. Clubs de simientes exóticas aventan
pools
genéticos. Los aficionados reviven lenguas muertas, mientras otros inventan frenéticamente nuevos deportes para conseguir sus 15 minutos de fama en la televisión. Los
hobbies
impulsan la economía, incluso más que nuestra pasión por las predicciones. ¿Podría esta tendencia llegar a ser importante?
¿Por qué no? Ya ocurrió en el pasado, en los tiempos de la reina Victoria de Inglaterra, cuando amateur s expertos se convirtieron en una fuerza muy importante para la innovación humana. Entonces, la excentricidad era un juguete sólo para los ricos. Ahora se está convirtiendo en un derecho para todos los ciudadanos.
¿Estamos entrando en un siglo de
amateurs
? La sociedad puede estar crecientemente influenciada por nuevas formas de
know-how
(saber cómo hacer) desarrolladas al margen de los antiguos centros de saber y pericia como las universidades, corporaciones o agencias gubernamentales. Esta tendencia queda ilustrada con la aparición de Internet y del movimiento open source, que libera legiones de apasionados amateurs en los territorios antes dominados por los favoritos de gobiernos y corporaciones. Hoy, ante la globalización, en todas las grandes reuniones internacionales, como las reuniones en la cumbre o las del Banco Mundial, han de dejar un cierto margen para que las ONG, u organizaciones no gubernamentales, puedan reunirse, debatir, intercambiar información y exigir que se les escuche.
Esta capacidad de inventiva va a tener un lado oscuro. Tipos odiosos harán mal uso de las nuevas tecnologías para causar daño. A largo plazo, sólo podremos sobrevivir a este tipo de «progreso» si las personas decentes resultan ser mucho más numerosas y competentes que las maliciosas.
En otras palabras, si la humanidad en su conjunto crece más sana.
Se pueden imaginar innumerables escenarios para los próximos años, pero nuestras previsiones de hoy seguramente serán superadas por sorprendentes acontecimientos, ya que el rango de lo posible excede en muchos órdenes de magnitud lo que abarca una imaginación. Lo que puedo decir con certeza es que la clave de nuestro éxito, tanto desde el punto de vista personal como desde el punto de vista de la sociedad, será la agilidad para abordar los obstáculos que el futuro ponga en nuestro camino. Además, ya hay motivos para pensar que ya tenemos todo lo que hace falta.
Consideremos los siguientes viejos clichés:
Lástima que la decencia y la justicia humanas no hayan seguido el ritmo del progreso tecnológico.
Ninguna época del pasado ha mostrado tanta crueldad y miseria como la actual.
A pesar de que estén en boga, ambas son evidentemente falsas. Más de la mitad de los actuales habitantes de la Tierra nunca ha visto una guerra, ni ha pasado hambre, ni ha visto un enfrentamiento civil con sus propios ojos. La mayoría nunca ha pasado más de un día sin comer. Sólo una pequeña fracción ha visto arder una ciudad, oído los pasos de un ejército conquistador o visto cómo el señor exterminaba a los indefensos. Todos estos acontecimientos eran de lo más rutinario para nuestros antepasados.
Obviamente, cientos de millones de personas han experimentado este tipo de cosas y esos terrores continúan. Nuestras conciencias, alimentadas por el implacable poder de la televisión, no deben cejar en exigir compasión y una acción decidida. Incluso teniendo eso en cuenta, las cosas han cambiado un poco desde que la humanidad se revolcaba en el horror, a mediados del siglo XX. La proporción de personas que viven vidas modestamente seguras y confortables nunca había sido tan elevada como en nuestros días.
En lo que hace referencia a la comparación entre avances técnicos y morales, no hay discusión. Por ejemplo, aunque estoy realmente enamorado de Internet, sus efectos sobre la vida real se han exagerado mucho. La entrada en los hogares del teléfono y la radio tuvo efectos inmediatos mucho más importantes. Sí, tenemos coches más lujosos y aviones más vistosos. Pero las personas siguen haciendo entrar a sus hijos en el coche y luchan con el tráfico para llegar al aeropuerto a tiempo de recoger a la abuela que llega en el vuelo de Chicago… exactamente igual que cuando yo tenía siete años. El tempo de la vida es más rápido, pero el ritmo básico ha cambiado muy poco desde 1958.
Son nuestras actitudes, frente a todo tipo de injusticias que solían considerarse inherentes, lo que ha experimentado una transformación sin precedentes en la historia.