Una bomba química estalla a una orden mía en mi pecho. Un poderoso cóctel de endomorfinas y adrenalina, sazonado con las mejores drogas de diseño que Marion Bastian ha sintetizado en su laboratorio, recorre mis venas llenando hasta el más recóndito rincón de mi cuerpo con una avalancha de energía desbocada. Una nueva horda de nanocirujanos, hasta entonces en retaguardia, se pone en marcha y se une a la agotada legión que ha sufrido lo indecible para mantenerme consciente; la mayoría se centra en mi hígado, intentando que éste no sucumba ante el torbellino de veneno sintético que me sacude. Luego mi espalda se desfragmenta como si mil bombas diminutas hubieran explotado al unísono bajo mi piel, jirones de falsa carne quedan atrás en mi caída. Mi espalda demolida muestra lo que ha ocultado durante todo este tiempo: dos alas arrebatadas a un modelo Ángel Negro de Ferrari que se despliegan grácilmente bajo la luz taciturna de las luminarias y que, con dos poderosas sacudidas, frenan mi caída. Las cámaras de Media Sinsonte detienen su picado y se agolpan todas en enjambre a mi espalda, como aves carroñeras sorprendidas de que la presa moribunda se alce de nuevo, rebosante de energía y vida.
No hay muerte sino resurrección. No hay caída sino vuelo. Aterrizo sobre la antorcha de la estatua, con las piernas flexionadas hasta quedar en cuclillas, replegando mis alas negras lentamente. La burbuja aséptica que me rodeaba ha estallado por fin. Un sinfín de sentimientos y sensaciones entrecortadas me asalta y me asfixia: un temporal emocional se ha desatado y yo estoy en su mismo centro. Las negras corrientes del odio golpean contra los altos espigones del desamparo. El abatimiento se enreda con la niebla rápida de la predestinación y me deja ardiendo de furia sobre la fría antorcha de la libertad decapitada. De pronto las nubes allí en lo alto se abren, se rompen en jirones algodonosos, y dejan paso a los cuerpos de los Términus que descienden hacia mí propulsados con la ciega determinación de las leyes de la balística.
Mentalmente marco los códigos que deshacen los campos opacos que han ocultado a cualquier exploración buena parte de mi armamento y salto al encuentro de los Términus. Las afiladas falanges láser que surgen de mis antebrazos están dispuestas a aclararles, de una vez por todas, con qué tipo de mierda se están enfrentando.
Cuarenta minutos y seis segundos…
Treinta y nueve minutos cuarenta segundos.
El primer encuentro es fulminante. Aprovecho mi velocidad y la trayectoria del primer Términus para llegar hasta él sin darle tiempo a reaccionar. Hundo mi mano envuelta en láser en su pecho de metal destrozo su dominio de vuelo y me catapulto hacia atrás un instante antes de que las trazadoras de sus compañeros surquen el espacio donde me encontraba. El Términus tampoco está allí cuando llegan las balas, es un alarido que cae en picado hacia el suelo del valle, dejando tras de sí una errática nube de humo negro que marca su trayectoria hasta que golpea contra los sillares de Gizeh y explota, dejando una mancha negra sobre las piedras agrietadas de la pirámide.
—¿Qué diablos ha hecho? ¿Qué diablos ha hecho?
—Ese cabrón conoce nuestros cuerpos… —dice el Términus oscuro. Claro que los conozco, no en vano trabajé en las pruebas de los prototipos. Por un momento nos observamos suspendidos en el aire, sorprendidos ellos por el repentino giro de la situación, yo a la espera de que hagan su movimiento. Su indecisión dura poco. El tiempo suficiente como para que pidan refuerzos y mantengan una silenciosa charla planeando la estrategia más oportuna para acabar conmigo. Finalmente parecen decidirse por el ataque directo. Las armas chasquean. Los Términus pasan a modo combate y se abalanzan sobre mí abriendo fuego. Me dejo caer unos metros y salgo disparado con los Términus pisando mis proverbiales talones. Sus cuerpos no tienen tanta capacidad de maniobra aérea como el que consigo gracias a mis alas pero, como contrapartida, su velocidad punta es mayor.
Oigo las balas pasar a escasos centímetros de mí. Mis alas baten furiosas para escapar de ellas pero no soy lo suficientemente rápido. Una bala explosiva me alcanza en el hombro izquierdo, se hunde en la carne y estalla levantando una nube de sangre, carne y huesos. Aunque no siento dolor mi vuelo se resiente por el impacto y pierdo un tiempo precioso en un aleteo sin sentido ni rumbo. En un instante sobre mi cabeza destellan los dos Términus y sólo una repentina frenada y una buena porción de suerte hace que las ráfagas de sus armas no me alcancen. En el aire seré presa fácil para ellos, así que me lanzo en picado, zigzagueo entre los monumentos de
Nueva Tierra
, paso entre las dos catedrales góticas y buscando un lugar adecuado para hacerles frente enfilo hacia la torre Guggenheim, tras la catedral de San Basilio. Pronto llegarán refuerzos y para cuando lo hagan, por mi bien, debo haber abandonado Nueva Tierra y estar de camino hacia Ethan Lárnax. Trallazos de intensa luz marcan mi rumbo. Si sólo uno de sus rayos alcanza mis alas estoy perdido. Aunque no siento ningún dolor, del hombro me llega una intensa frialdad recorrida por finos relámpagos y mi vuelo se resiente por la parálisis. Llego hasta la torre Guggenheim. Sus placas de titanio parecen enormes hojas de confuso diseño que crecieran de un tallo descomunal. Yo puedo volar y maniobrar entre ellas pero dudo que los Términus puedan hacerlo. Una de las cámaras que me persigue choca contra la superficie de la torre y estalla a mi espalda.
Me detengo bajo una de las hojas gigantescas. Tomo aliento a su sombra. No me hace falta echar un vistazo a mi hombro para saber que está destrozado, todas las lecturas que se me vierten en retina me gritan que he perdido por completo el control de esa articulación y me animan a acercarme al taller más próximo para solventar el problema.
Una explosión cercana me indica que los Términus han solventado el problema de su falta de maniobrabilidad bajo los adornos de titanio de la torre. Tienen mil modos de seguir mi rastro sin verme y muy probablemente los estén utilizando todos. La única manera de mantenerme vivo es moverme, así que me lanzo en un vertiginoso vuelo a través de la hojarasca plateada mientras las explosiones se van sucediendo a mi espalda. Pero este juego del ratón y el gato es peligroso, no porque tema que me cacen sino porque estoy malgastando un tiempo que no tengo. Si los refuerzos llegan estaré perdido.
Salgo de mi parapeto, zigzagueo eludiendo los disparos y disparo a ciegas una ráfaga de trazadoras. Antes de ver si mis disparos han tenido éxito reculo hacia atrás y vuelvo a la protección de las hojas. Una nueva explosión retumba sobre mi cabeza. Planchas de titanio enormes se desprenden de la estructura de la torre y caen sobre las cúpulas de San Nicolás. Respiro profundamente y, haciendo un último esfuerzo, invoco todo el poder de mi cuerpo antes de salir de nuevo. Un disparo me acierta en pleno pecho pero ni siquiera siento el impacto, el blindaje aguanta lo suficiente como para no sufrir un colapso inmediato. Aun así quedo sin aliento y un segundo después tengo a los dos Términus encima y a todo un frenético enjambre de cámaras autónomas revoloteando a mi alrededor. Disparo en dirección del Términus oscuro y, con una brusca maniobra, me coloco tras él, usándole de cobertura para eludir el fuego del otro. Desde allí efectúo un único disparo del cañón de plasma que alcanza al Términus en el tórax partiéndolo en dos. El Términus oscuro se gira para encararme, pero estoy demasiado pegado a él como para que pueda hacer algo más que golpearme con sus brazos. Hundo mi puño envuelto en láser en su pecho mientras me abraza con toda la fuerza de la que es capaz. Cuando le destrozÓ su dominio de vuelo no afloja su abrazo y los dos nos precipitamos hacia uno de los paseos que bordean la torre Guggenheim. El impacto es demoledor pero él se lleva la peor parte.
Veintiocho minutos treinta y dos segundos.
El Términus oscuro se arrastra entre las nubes de polvo y las ruinas del paseo, los cañones que rodean su muñeca estallan cuando en un último gesto desesperado intenta dispararme. Donde debería estar su pierna izquierda no hay más que hierros retorcidos envueltos en una nube de chispas. Su pecho está abollado y renegrido, uno de sus visores se ha desprendido y cuelga de una maraña de alambres y cables. Está acabado y lo sabe. Aun así tiene el suficiente orgullo para no pedir piedad.
Pero el hecho de que no la pida no significa que yo no la sienta. Pero ya no es tiempo para la piedad. Se escucha ya el aullido de los cazas que se aproximan cuando, de un solo disparo, vuelo su cabeza y fundo toda la materia orgánica de su disco de identidad. El cuerpo decapitado, con una última sacudida, queda inmóvil en el suelo. Las luminarias refulgen en todo su esplendor. Un enjambre de sorprendidas cámaras no me pierde de vista y, cuando echo a volar, ignorando el infierno de alarmas que se ha desatado en mi interior, todas ellas me siguen en perfecta formación. El tiempo se convierte en el lastimero aullido de un tren que descarrila.
Veintisiete minutos quince segundos.
Quince minutos dieciocho segundos.
Vuelo bajo un cielo flamígero. Bajo una tormenta de furiosas centellas que me persiguen. Los cazas aullan en mi persecución y llenan el aire con el catálogo completo de proyectiles y municiones, legales e ilegales, con los que cuentan las fuerzas de Ethan Lárnax. Una granada explota a un metro escaso de mí, justo un segundo antes de que un haz de neurodisruptores se bifurque una y otra vez en mi busca, por suerte lo suficientemente lejos como para que no me preocupe comprobar si mi disco de identidad puede soportar tal castigo. Aprieto los dientes. Las torretas del espaciopuerto de
Chapitel
Miranda ya son visibles en el horizonte. Necesito toda la velocidad posible y desvío la escasa energía que me queda en el cuerpo para lograr más potencia. Un último esfuerzo y lo habré conseguido.
Un trallazo flamígero alcanza mi pierna izquierda. No siento dolor alguno. Sólo la imperiosa necesidad de seguir adelante y la euforia de saber que el destino final está cerca. Y es un sentimiento que ya me ha embargado antes: en Marte, contemplando el trabajoso ascenso de las medusas de Dulce Bosco en su búsqueda del destello.
Un arpón hecho de energía pura entra por mi espalda, destroza una de mis alas y traspasa mi vientre. Todas las alarmas de mi cuerpo gritan ¡colapso! a la vez y caigo en picado. Pero no importa. Estoy sobre el espaciopuerto, lo suficientemente cerca como para ver a la multitud que todavía no se ha disuelto. He llegado. He vencido.
Diez minutos dos segundos.
Yazco inmóvil y roto. ¿Hay una fuente cerca? ¿O ese ruido proviene de mí? No siento dolor. No siento nada. Todo ha acabado. Escucho una confusión de sonidos que se entremezclan: el sonido de los cazas que me sobrevuelan, las alarmas de mi cuerpo que, una a una, inútiles ya con el colapso en marcha, se van apagando, y el murmullo de una pequeña multitud que se va formando a mi alrededor. No hace falta que abra los ojos para saber que la congregación entera del Alma Antigua está ahí. Las tropas de Ethan Lárnax entran en acción y tejen con sus escudos y sus varas de shock un gran círculo a mi alrededor.
—Has vuelto… —dice Ethan Lárnax. Su sombra cae sobre mí como una maldición que ya no puede alcanzarme.
—He vuelto… —digo.
—¿Por qué? —pregunta él. Abro los ojos y entre la telaraña rota que es mi visión contemplo a Ethan Lárnax completamente rodeado por cámaras autónomas—. ¿Qué sentido tiene esto? —añade.
—Vengo a contemplar mi victoria, Ethan. Este es el final.
—¿Tu muerte es tu victoria? ¿Qué locura es ésta? ¿Me odias tanto que has perdido la razón?
—No…
Tu muerte es mi victoria.
Te he vencido, Ethan. Te he vencido. La cuenta atrás no activaba la bomba de mi talón… Esa bomba nunca estuvo destinada a explotar.
—¿Qué? —Ethan Lárnax se inclina sobre mí. Con un gesto de su mano espanta a todas las cámaras. Los únicos ojos que nos contemplan ahora son los de la multitud que se agolpa tras sus fuerzas de seguridad—. ¿Qué estás diciendo? —me pregunta.
—La bomba en mi talón era un cebo… —digo, mis percepciones van variando a medida que el cuerpo que ocupo muere. Siento como si en mi pecho brotaran flores trenzadas de electricidad que florecen un segundo para luego marchitarse. Me esfuerzo por continuar hablando y para no perderme ni un detalle del rostro de Ethan Lárnax mientras va asimilando lo que le digo—: Un cebo tan burdo que sin lugar a dudas funcionaría. La verdadera bomba lleva meses en Miranda, Ethan. Meses… Yo sólo soy la espoleta…
—Mientes… Es un farol… Quieres ganar tiempo antes de que acabe contigo.
Cuatro minutos doce segundos.
—No, no lo hago. Y ya me estoy muriendo, ¿sabes? Y eso también forma parte del plan. El final de la cuenta atrás coincidirá con mi muerte —cada vez me cuesta más trabajo hablar—. Y mi muerte es el detonador que hará estallar la bomba. Sólo tenía que estar lo suficientemente cerca como para que el shock la activara. Es el final. Tu final. Aquí acaba tu glorioso destino… —y me doy cuenta de que ya no tengo fuerzas para seguir hablando. Apenas las tengo para cerrar los ojos.
—¡Mientes! —grita él. Sus ojos están desorbitados, intuye que algo no va como debiera, intuye que ha dejado algo al azar y que las consecuencias pueden ser horrendas.
—No, no lo hago
—repito, pero no desde el Cénit trucado que me vendió Scaramouche en Luna sino desde el cuerpo de la líder de la secta Alma Antigua. Hablo en voz lo suficientemente alta como para que Ethan Lárnax me oiga y comprenda que ha sido engañado usando sus propias artes, que ha sido gracias a su propio ingenio como se ha condenado.
Ethan Lárnax se levanta muy despacio y se da la vuelta, más despacio aún, hacia el lugar de donde le ha llegado mi voz. En su rostro desencajado leo que ha comprendido que triunfamos donde él fracasó, y eso es algo que le humilla y le enloquece más que la derrota que ya presume inevitable. En su rostro no queda rastro de humanidad. Sólo furia desencadenada.
Tres minutos y cuarenta segundos.
—Cabrón… —dice. Y su voz ha dejado de ser suave y melodiosa, ahora es un estentóreo rugido que escapa de lo más hondo de su ser infecto. Del lugar de donde se alimenta la locura que lo consume.
—Traje la verdadera bomba poco a poco —digo desde el cuerpo de otro miembro de la secta aunque no abandono el cuerpo de la líder. Estoy en todos ellos. Yo soy ellos… Mi conciencia está parcelada en múltiples cuerpos y la poderosa corriente de la vida me arrastra de uno a otro aunque permanezca anclado a todos a la vez. La fuerza de la vida, frenética v hermosa, me sacude. Mientras mi cuerpo, que hasta ahora ha sido el principal, va muriendo siento el latido de docenas de corazones en mi pecho, el hálito de la existencia sale y entra de mis pulmones v me siento más vivo de lo que nadie nunca se ha sentido.