Aún me quedaba una cosa que hacer. Introduje el extractor de fase con el disco del lugarteniente de Lárnax en el zócalo craneal del cuerpo que me tenían reservado y le hice entrar en fase en él. En apenas diez segundos Demetrio había abierto los ojos y me miraba desorbitado.
—¿Qué? ¿Qué me has hecho?
¿QUÉ ME HAS HECHO?
—preguntaba aturdido, mirando en todas direcciones, horrorizado, sin comprender. Demetrio no valía para cobaya, estaba perdido en aquel cuerpo que le era extraño, sin saber qué hacer ni cómo valerse de él. De repente se envaró y un rictus terrible desfiguró su rostro. Comenzaba a notar la acción del virus en su disco de identidad—. ¡No! ¡No! ¡No!
¡No!
—gritó. Por fin había comprendido el verdadero alcance de la situación en la que se encontraba. Yo retrocedí un paso, dubitativo por un segundo. Había actuado por impulso pero… ¿y si Ethan Lárnax había solventado sus problemas con el virus? El cuerpo que yo vestía no podía enfrentarse a un modelo de combate y, estaba seguro, Ethan Lárnax sí sabría cómo manejarlo.
Para mi tranquilidad el virus seguía sin ser funcional. El cuerpo, fuera del control, cayó al suelo. Yo me aparté de un salto. Demetrio se agitaba presa de un fuerte ataque, deslavazado, como si no fuera más que un montón de miembros inconexos unidos por casualidad. Algo en su interior se vino abajo y estalló. Una pestilente vaharada de humo negro y aceitoso brotó con un potente eructo.
Todavía se agitaba cuando, a la carrera, salí del hangar. Me dirigí hacia el aparcamiento bajo el resplandor gris líquido de Urano. Todos los monoplazas de la empresa eran de uso comunal, así que me monté en el primero, despegué, estabilicé el vuelo a la máxima altitud permitida por el vehículo y puse rumbo al espaciopuerto de
Chapitel
Miranda. No había perdido de vista todavía el complejo de Bodyline Enterprise cuando en mi cerebro resonó un corto zumbido: Ethan Lárnax quería decirme algo a través de mi red. Me agarré con fuerza a los mandos del monoplaza y contesté a su llamada.
—¿Por qué lo has hecho, Sara? ¿A qué se debe esta estupidez? —la calma de su voz no me engañaba porque era una calma errada, enferma. Ethan Lárnax se sentía traicionado. Para él mi muerte no era más que una obligación más a la que me comprometía el contrato.
—Se llama instinto de supervivencia, cabrón. ¿Qué querías? ¿Que me dejara matar? Y la otra opción era todavía peor…, ya tengo bastantes problemas con mi identidad como para tener que soportar la tuya…
—Parece que sabes más de lo que sospechaba —la calma que imperaba en su voz se tornó calma fría, calma muerta.
—Lo sé todo. Y encontraré el modo de detenerte. Te lo juro.
Escuché una única carcajada en mi cerebro, seca, sin rastro alguno de humor.
—Me siento intrigado por conocer el modo con el que intentarías pararme, pero no he llegado adonde estoy dejando cabos sueltos. Bien…, adiós, Sara, ha sido un placer conocerte, siento que nuestra relación tenga que terminar así.
Cortó la comunicación y yo seguí mi rumbo más rápido si cabe. Su despedida había sido una amenaza, sí, pero su tono indicaba que esa amenaza iba a concretarse de manera inmediata. Tal vez ya había soltado sus perros de la guerra y éstos estaban a punto de darme alcance; pero algo me decía que la naturaleza del peligro era otra. Pensé en los modos con los que Lárnax podía rastrearme y, por suerte, llegué a una conclusión equivocada que me salvó la vida: sopesé la posibilidad de que todos los monoplazas de Bodyline Enterprise contaran con sistemas de rastreo incorporados. Y si podían rastrearme no hacía falta ser muy listo para deducir cuál era mi punto de destino: muy probablemente cuando llegara al espaciopuerto tendría una delegación entera de las fuerzas de la
Zone
preparadas para recibirme. Decidí descender, abandonar el monoplaza y trazar otro plan de acción. Eso fue lo que me salvó la vida.
A punto estaba ya de aterrizar cuando sobrevino el ataque. Pero no fue del exterior de donde llegó sino de mi propio interior. Un penetrante zumbido traspasó mi mente de parte a parte y todos mis enlaces a las redes enloquecieron al unísono, por un momento tuve la sensación de que todas las redes de la galaxia estaban intentando volcarse en mi cabeza a la vez. Fue como si un alud incontenible, colosal, se abatiera sobre mí desde todas direcciones. Era un ataque inconcebible y, muy probablemente, hubiera barrido mi cordura de un plumazo si no hubiera contado con la red ilegal de Rad Nadia, donde nada de aquello podía alcanzarme. Salté a la red en modo real y, al instante, como cuando me refugié de las locas percepciones del coloso negro, toda aquella tremenda ordalía desapareció. Pero aunque en la red podía salvaguardar mi cordura me era imposible conducir el monoplaza, para ello debía salir del modo real y enfrentarme a la tormenta virtual con la que Ethan Lárnax me atacaba. Desde donde me encontraba recluido no sentí el impacto del vehículo contra el suelo, ni las vueltas de campana, ni cómo salí despedido por la cristalera; pero sí sentí las tremendas olas de dolor que me asaltaron, demasiado rápido como para que pudiera desconectar mis centros de dolor. Luego llegó la inconsciencia y, durante una eternidad, no sentí nada más.
Cuando volví en mí, no había un
mí
físico que me contuviera: carecía de cuerpo, era un simple disco de identidad conectado a una vieja terminal de ordenador. Nada más despertar un mensaje grabado se puso en marcha en el mismo ordenador al que estaba unido:
—No te preocupes, Alexandre —dijo la voz grabada de Marion Bastian—, estás en lugar seguro…, dentro de un instante nos reuniremos contigo para tratar de explicarte cómo está la situación.
El mensaje no me tranquilizó. La sensación de no contar con un cuerpo es ciertamente inquietante. Mi visión se reducía a las imágenes en blanco y negro que me proporcionaba una cámara estática en el techo de la pequeña habitación, un poco más grande que un armario, en la que me encontraba. Desde la cámara podía contemplar mi propio disco de identidad medio incrustado en un periférico del ordenador. Pero lo más desasosegante era la sensación de falta de realidad, la conciencia de mi identidad se diluía ante la falta de un cuerpo que la sustentara. Transcurrió más de media hora hasta que la puerta de la pequeña estancia en la que me encontraba se abriera y dejara paso a Marion Bastian y a un hombre enorme de rostro redondo y mirada solemne.
—Hola, Alexandre… —dijo Marion Bastian mirando hacia la pantalla del ordenador—. Lamento las molestias que te hemos causado, pero ha sido necesario actuar con premura, espero que lo comprendas…
—Dirígete a la cámara, Marion. Es desconcertante verte el cogote cuando me hablas.
—Lo siento… —dijo girándose y buscando la cámara—. Tendrás un montón de preguntas que hacerme, ¿no es así?
—Puedes jurarlo. ¿Dónde estoy y dónde está mi cuerpo?
—Tu cuerpo quedó malparado en el accidente: estamos reparándolo y, de paso, retirando todos los enlaces a redes para que un ataque de este tipo no se vuelva a repetir. Por suerte llegamos hasta el lugar del accidente antes de que lo hicieran los hombres de Lárnax. Eso fue lo que te salvó. En cuanto a tu primera pregunta nos encontramos en un satélite en órbita a Caronte. Ya te dije que no estábamos solos en esto. Hay mucha gente que conoce el verdadero carácter de Ethan Lárnax y que hará lo que pueda por detenerlo. Te presento a Procyon Capella.
Por fortuna no tenía cuerpo que delatara mi sorpresa. Ahí, ante mí, se encontraba el criminal más buscado de toda la galaxia: Procyon Capella, el líder de los Integristas de Caronte, la banda terrorista más anárquica que había dado la humanidad: no había objetivo en sus ataques, ni ningún tipo de reivindicación con la que trataran de justificar su violencia. Atacaban intereses de particulares y de colectivos sin ninguna relación entre sí. Parecía ser que su único móvil era la destrucción por el mero placer de la destrucción. Pero, con lo que ya sabía, me di cuenta de que sí existía una pauta en sus ataques, sólo que esa pauta, esa conexión, sólo era conocida por unos pocos: todos los ataques de los Integristas iban dirigidos contra Ethan Lárnax.
—Vaya… —alcancé a-decir—. Parece que te mueves en ámbitos que desconocía, Marion. Nunca había pensado en ti como una terrorista…
—Por una vez he de decir aquello de que «el fin justifica los medios» —se disculpó—. Los Integristas de Caronte somos la única oposición a la que se enfrenta Lárnax. Sin nuestra resistencia cualquiera sabe hasta dónde habría llegado.
—¿Quién sabe?, ¿tal vez hubiera fabricado un virus con la intención de convertirse en un ente consciente repartido en el cuerpo de toda la humanidad?
—No es tiempo para bromas… —me recriminó Procyon.
—Lo siento. No tener cuerpo me pone nervioso…
—El virus no es funcional todavía. No sabemos cuánto tiempo tardará Lárnax en solucionar las dificultades que pueda tener… pero podéis estar seguro de que terminará lográndolo: Lárnax es un genio. Está como una puta cabra, de acuerdo. Pero sigue siendo un genio… Así que ni siquiera sabemos con cuánto tiempo contamos antes de que ponga en marcha su plan…
—¿No hay nada que podamos hacer? —quise saber.
—Eso es lo que he estado pensando… —respondió Marion—. Seguiré estudiando el virus hasta encontrar algún modo de atacarlo… tal vez pueda preparar un antivirus, algo que lo contrarreste, pero luego nos encontraríamos con el problema de encontrar el modo de instalarlo en la mayor cantidad posible de gente…
—Vayamos problema por problema, Marion. Puente a puente —dijo Procyon con su sonrisa de anciano venerable—. Fabrica ese antivirus si es posible. Nosotros buscaremos un modo de acabar con Lárnax.
—¿Acabar con Lárnax? —pregunté yo—. Ese cabrón no sale nunca de Miranda y allí está protegido por sus fuerzas y las fuerzas de Sistema.
Los dos parecieron desentenderse de mi comentario. Marion me miró un momento y luego se dirigió al líder de los integristas de Caronte.
—Necesitamos ayuda, Procyon.
—Sayed Juvenal de
Chapitel
Luna nos ayudará… —dijo él—. Es uno de los capos más importantes del Sistema Solar y nuestro principal proveedor de armas. Lo conozco lo suficientemente bien como para saber que, una vez que esté al corriente de todo, nos ofrecerá su ayuda. No lo hará desinteresadamente, eso sí. La perspectiva de borrar a Lárnax del mapa y la consiguiente crisis que su muerte producirá en Sistema y Empresa le será de utilidad para acaparar más poder y aumentar su esfera de influencia.
—¿Qué es lo que vamos a hacer? —pregunté—. ¿Intentar derrocar a un monstruo para que otros monstruos ocupen su lugar?
—No te equivoques, Alexandre. Cualquier opción que sustituya a Lárnax es positiva. Siempre. Hasta el mismo diablo es mejor opción. Recuerda eso. Y dudo de que se produzca la concentración actual de poder en un solo hombre. Habrá demasiados intereses contrapuestos, muchas de las marionetas de Lárnax recobrarán su albedrío y querrán participar de forma más activa en la escena…
—Espere… dejemos de especular un momento con lo que pasará cuando Lárnax haya muerto y centrémonos en cómo matarle… ¿de acuerdo? Hace más de un siglo que Lárnax no abandona Miranda. Y allí está permanentemente protegido por un verdadero ejército, y no uno cualquiera, no…, siempre biomodelos de última generación, cuerpos de élite… ¿Cómo pretendéis hacerlo? Lo siento… pero intentar trazar un plan para atacarle en su propia casa me parece absurdo… un suicidio.
—Bien, entonces todo lo que necesitamos es un plan absurdo… Un plan absurdo y suicida —sentenció Procyon.
Una hora cincuenta y dos minutos once segundos.
Pienso en Juvenal y en sus carniceros. Mientras los Persuasores me arrancan la batería atómica de mi talón y me retiran todo el armamento que sus sistemas de detección son capaces de encontrar. Si quisiera podría sentir el dolor, podría acercarme a la agonía mortal que tanto placer proporciona a Juvenal. Si quisiera podría resistirme a sus cortes, a sus manos que destrozan mis sistemas antigravitacionales y tiran con fuerza de mis cohetes hasta arrancarlos, pero una parte de mí opina que éste pudiera ser un buen momento para morir. Lo he intentado, me digo. He llegado hasta aquí y me ha sido imposible continuar adelante.
Nadie puede recriminarme nada.
«Venga, chicos», les animo en silencio. Acabad vuestro trabajo. Reducidme a pulpa. Terminad conmigo. Pero no lo hacen.
—¡Santo infierno! ¡¿Habéis visto el arsenal que el cabrón llevaba encima?! —dice uno de los Persuasores mientras se aparta de mí.
—¿Lo habéis retirado todo? —pregunta el cabecilla.
—Todo lo susceptible de ser retirado, señor. El resto ha sido desactivado.
—¿Y la bomba?
—Desarmada.
—Bien.
Una hora cuarenta y dos minutos ocho segundos.
Me levantan entre dos Persuasores y me hacen andar hacia la salida de la nave, por los pasillos veo los rostros del resto de los pasajeros de la
Stefánikova
, sorprendidos ante la irrupción de biomodelos de combate en la nave. La nave tiembla y ruge entrando en la atmósfera de Miranda y preparándose para el aterrizaje. Si los Persuasores no me sujetaran caería de bruces al suelo. Los sistemas internos de mi cuerpo me indican que la cantidad de daño sufrido mientras me desarmaban ha sido mínima. A pesar de eso imagino que exteriormente debo de tener un aspecto lamentable.
Esperamos ante la compuerta de embarque hasta que las maniobras de aterrizaje finalizan y los tubos de salida de la torreta de amarre se unen a la
Stefánikova.
La compuerta se abre entonces con un sordo gemido y los Persuasores me empujan durante todo el trayecto que va desde la compuerta de embarque hasta el ascensor que baja a nivel de suelo. Respiro profundamente. Tengo una ligera idea de lo que voy a encontrarme una vez que llegue abajo.
Una hora treinta minutos cincuenta segundos.
Las puertas del ascensor se abren y salimos a la falsa tarde de Miranda. Espanto lo que creo que es un insecto con la mano cuando me doy cuenta de que es una minúscula cámara autónoma de Media Sinsonte. Hay todo un enjambre de ellas revoloteando a mi alrededor. Los Persuasores se apartan de mí y yo caigo de rodillas al suelo de Miranda.
—¿De verdad creías que lo ibas a conseguir? ¿Creías que podías venir aquí llevando esa bomba oculta en el talón? ¿Te hemos subestimado tanto nosotros como para que tú nos lo pagues con la misma moneda?