Se viste con una amplia bata de seda que le tiende Leónidas sin dejar de sonreírme y hablar.
—Tengo que expresarte mi más sincera admiración, Alexandre. Todavía no sé si estás completamente loco o eres un maldito héroe, pero de lo que sí estoy seguro es de lo mucho que te envidio. Te envidio, muchacho, te envidio; ojalá estuviera en Miranda para verlo, ojalá estuviera allí —me palmea con fuerza en la espalda. Los tres, Juvenal, Leónidas y yo, salimos de la sala y nos encaminamos hacia un pequeño salón cercano—. ¡¿Y qué te mueve a eso sino una de las pasiones mas arraigadas en la raza humana?! ¿Hubieras aceptado sobre tus hombros el peso de tamaña responsabilidad si no hubiera sido por venganza? ¡Sí! ¡La venganza nos convierte en bestias pero también nos da el valor necesario para convertirnos en héroes! Ahh…, y qué inútil es intentar negarlo… ¡No somos más que un montón de instintos primarios tamizados por la civilización y las buenas costumbres, pero siempre dispuestos a desatarse!
—Si de instintos primarios hablamos tú eres toda una institución-digo.
Se acaricia el abultado vientre y suelta una risotada demasiado masculina para el cuerpo que ahora porta. El salón al que entramos es la antítesis de las salas en las que hemos estado antes, aquí la decoración es profusa: cortinas y tapices de llamativos colores parecen estar en pleno combate contra un ejército de muebles de épocas pasadas. Juvenal abre un mueble bar de madera oscura y saca una botella de jerez y dos copas de cristal labrado. Leónidas se sirve un vaso de mezcal que apura de un solo trago.
—Cuando has vivido tanto como he vivido yo aprecias cosas a las que antes incluso evitabas y, por contra, aborreces todo aquello que la gente acata como costumbre y ley. En estos tiempos en los que hemos erradicado el dolor sólo sentirlo me hace sentir vivo —dice mientras llena de jerez las copas—. Sólo morir me hace sentir vivo. Morir y dar vida. No somos tan diferentes, amigo Alexandre. Tú vives para dar muerte… —antes de que yo replique cambia de tema—: Dime, Alexandre, ¿has parido alguna vez?
—No que yo sepa… —contesto con el ceño fruncido por su anterior comentario. Vincent y yo hablamos una vez sobre la posibilidad de tener descendencia, pero nunca se barajó la opción de que uno de los dos ocupara un cuerpo gestante, nuestras preferencias iban dirigidas más hacia la concepción artificial que hacia el modo natural.
—¿Y has muerto en alguna ocasión? —pregunta mientras me tiende la copa de jerez.
—Dos veces —contesto sin pensarlo—. La primera vez cuando me borraron y la segunda cuando Lárnax mató a Vincent Aurora.
—No, no, no… Eso es doloroso, sí, estoy de acuerdo, pero a otro nivel. No tiene nada que ver con la agonía de la muerte. No te ofendas, no intento comparar esas experiencias, eso es imposible: aunque se trata de fenómenos emparentados ocurren en esferas diferentes. El dolor es como un elixir que nos recuerda lo que significa la vida y la muerte no es más que una deliciosa experiencia si la aceptas de buen grado.
—Ahórrate la filosofía barata, Juvenal —le espeto de pronto sin pensar en las consecuencias—. Ambos sabemos que lo tuyo es simple y puro masoquismo. No me lo vendas como lo que no es. No te las des de profundo conmigo, no cuela.
Ante mi asombro Juvenal acoge mi comentario con una nueva carcajada. Sacude la cabeza y me contempla, extasiado, maravillado.
—¡Definitivamente está loco! ¡Está loco! ¡Sólo un loco intentaría sacarme de mis casillas en mi propio hogar! ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay! ¿Dime Leónidas? ¿Cómo nos hemos metido en esto? ¡Vamos a poner nuestro futuro en manos de un demente! Y tú y yo sabemos lo que ocurrirá si este absurdo plan nuestro fracasa…
—Sí señor. Lo sabemos muy bien. Ethan Lárnax caerá sobre nosotros son toda su fuerza. Nos destrozará sin piedad. Nos hará añicos…
—Y eso no sería muy agradable, ¿verdad?
—No. No demasiado —contesta Leónidas vivamente—. Pero hay que tener en cuenta que eso será muchísimo mejor que lo que ese cabrón nos tiene reservado si no le detenemos…
—Y tampoco hay que despreciar las ventajas inherentes a un hipotético triunfo.
—Desde luego, desde luego —corrobora Leónidas.
Yo sonrío y, alzando mi copa de jerez, les ofrezco un brindis.
—Vida y muerte, amigos… Vida y muerte.
Salí de fase y entré en el cuerpo que la doctora me tenía preparado sobre la camilla del laboratorio. Estaba aturdido, levemente mareado, el paladar aún me sabía a rayos y en los bordes de mi campo de visión veía suaves destellos que no eran otra cosa que palabras de aliento transformadas en colores. Mi reflejo en el alto techo de metal bruñido se me antojó ínfimo, irreal. La confusión sensorial duró un instante. Sonreí aceptando la mano que Vincent me tendía y me giré en la camilla para mirar a la doctora Marion Bastian, su examen era el último obstáculo que debía salvar para ser nueva cobaya en Bodyline Enterprise.
—¿Y bien? ¿Cuál es su veredicto, doctora? ¿Sobreviviré? —Sobrevivirás… —sacudió la cabeza contemplando las lecturas que se proyectaban en la fina pantalla que flotaba entre las dos partes gemelas del tomógrafo espectral al que yo acababa de estar unido—. Estás en perfecto estado… Es más… todas las lecturas indican que eres un espécimen ideal. Un sueño. Si se pudieran diseñar discos de identidad y alguien se empeñara en crear la cobaya perfecta no se alejaría demasiado de ti. Eres sorprendentemente dúctil. Enhorabuena. No sólo tienes mi visto bueno para ingresar en Bodyline Enterprise si no que te suplico, en nombre de la empresa y en nombre de Ethan Lárnax, que te unas a nosotros… ¿Quieres que me arrodille? Puedo hacerlo…, de veras. Está en mi contrato…
Vincent apretó mi mano con fuerza, me besó en lo alto de la coronilla y, no contento con ello, me revolvió el pelo.
—Enhorabuena, cariño… Va a ser un placer trabajar contigo…
—No lo jures todavía… —me dirigí de nuevo a la doctora Marion, con el ceño fruncido—: ¿No ha encontrado nada fuera de lo común? ¿Nada extraño?
—¿Aparte de las evidentes señales de que tu mente ha sido borrada por lo menos en una ocasión?
—Sí, a eso me refería… Aprecio su sutileza, doctora…
—No tienes nada que temer, Alexandre… Eso es pasado y aquí vivimos el presente. En Bodyline Enterprise no tenemos esa clase de prejuicios… Cumplimos las normativas de Empresa y Sistema y no experimentamos en el campo de la arquitectura cerebral, eso ya es suficiente. Que aceptemos las reglas de buen grado no significa que estemos de acuerdo con ellas… A muchos nos parecen unas medidas retrógradas, un desatinado anatema que deberíamos luchar por derribar pero… Mientras las normas sean tan severas las acataremos. ¡Qué remedio! No hurgaremos en la mente… —su cara se iluminó de pronto, como si hubiera tenido una idea brillante y repentina—. ¿Has visto alguna vez un disco de identidad abierto?
La idea me pareció nauseabunda. Había visto esquemas y cosas por el estilo, pero la idea de ver uno así, en vivo, me dio arcadas.
—No, y la verdad es que prefiero no… —Vincent Aurora me golpeó suavemente con el codo en un costado.
—Creo que es una buena idea. Deberías verlo. ¿Sabes? tal vez aprendas algo…
—Ya sé vomitar si te refieres a eso…
—Hazme caso.
—¡Vale!, ¡vale!, haré un esfuerzo…
La doctora Marion nos hizo seguirla hasta el otro extremo del laboratorio. La luz ondulaba amarillenta salpicando de reflejos una mesa rectangular y el gigantesco armario archivador que ocupaba la pared en su totalidad. Allí anduvo unos segundos indecisa, señalando cajones y mascullando entre dientes hasta que dio con el que buscaba. Activó la cerradura, abrió la portezuela y extrajo un estuche de cuero negro. Lo colocó en la mesa y nos hizo un gesto para que nos dispusiéramos a su lado.
—Este es, sin duda, el mayor invento que ha producido el intelecto humano, el mayor logro de la humanidad… —abrió el estuche y nos dejó contemplar la familiar forma de un disco de identidad: una caja con forma esférica, de apenas dos centímetros de grosor, fabricada en frío metal orgánico. No podía dejar de pensar que esa frágil cajita había llevado en su interior la cálida esencia de una persona.
El estuche contenía también un fino escalpelo que la doctora cogió entre el pulgar y el índice. Se aprestaba ya a abrir el disco y yo, deseando retrasar el momento de la apertura, me apresuré a preguntar:
—¿Quién era?
—¿Qué? —la mujer pareció sorprendida ante mi pregunta. —¿Quién ocupaba el disco?
—Un empleado… Un empleado de la cadena de montaje… Se produjo una retroalimentación en la máquina a la que estaba conectado. No sabemos cómo pudo pasar, pero los relés de seguridad no se activaron a tiempo… El líquido axónico hirvió, las neuronas sufrieron un recalentamiento súbito y, bueno, ése fue el final… —apretó el escalpelo contra un lateral del disco y, con un delicado movimiento de muñeca, lo abrió.
—He aquí al hombre… —susurró Vincent con voz grave.
Di un paso hacia atrás, con la palma de la mano plantada con fuerza sobre mi boca. Sentía náuseas, no por lo que veía sino porque sabía que, en el fondo, aquello que contenía ese disco no se diferenciaba en nada de lo que contenía el mío. Yo era eso. Aquella sopa densa y brillante era yo. Mi desagrado no residía en lo que veía sino en saber que la existencia humana se reducía simplemente a una sopa orgánica, a una galaxia de neuronas atrapadas en la viscosidad acuosa del océano axónico. He aquí al hombre, había dicho Vincent, y aquella frase era tan certera, y a la vez tan cruda, que me hacía sentir vértigo. Todos nuestros logros, nuestros milagros pasados y futuros, todos nuestros sueños y anhelos: la inmensidad de la existencia se reducía a una papilla gris metida en una caja.
El cielo de Miranda, como todos los cielos del resto de asentamientos humanos situados más allá del cinturón de asteroides, está tomado por hordas de luminarias: una miríada de pequeños objetos luminosos que circundan la luna en órbita baja y que son las encargadas de regular el ciclo día-noche con su luz, siguiendo la pauta ya estándar de la vieja tierra. Es increíble cómo hay cosas que perduran. Hace siglos que el planeta es inhabitable pero seguimos guiándonos por su patrón de tiempo.
Bajo el mágico crepúsculo producto de la unión de la menguante luz de las luminarias y el resplandor azulado de Urano, contemplé por vez primera el que iba a ser mi hogar durante los dos años siguientes: el complejo Miranda, la sede central de Bodyline Enterprise en el Sistema Solar. Todavía recuerdo la fantástica sensación de poder que me embargó nada más ver cómo los edificios surgían del horizonte quebrado de Miranda a medida que nos aproximábamos montados en la nave personal de Vincent Aurora. Estaba ante el centro neurálgico de la arquitectura genética, ante el lugar donde se fabrica y espolea la evolución humana. Y yo iba a formar parte de todo eso.
Ya estaba deslumbrado cuando, al día siguiente de mi prueba en el laboratorio de Marion Bastian en
Chapitel
Miranda, comprobé que tenía libre acceso a la red privada de Bodyline Enterprise, pero estar realmente allí, aterrizar en el aparcamiento privado junto al bloque de apartamentos destinado a los empleados, era un sueño.
El complejo Miranda es la mayor factoría de arquitectura genética de toda la galaxia y la que más índice de visitas recibe a lo largo del año con diferencia, llegando a duplicar, muchas veces, las visitas totales que reciben el resto de delegaciones de Bodyline Enterprise. Allí es donde se aplican por primera vez los nuevos adelantos tecnológicos, donde se diseñan y se sondean todos los modelos de Bodyline Enterprise, donde se prueban nuevas técnicas de compilación. En la central de Miranda se fabrica el progreso y desde allí éste se extiende por toda la galaxia.
La planta de compilación es el edificio más pequeño de todo el complejo industrial de Miranda. Es una construcción verde de una sola planta y techo plano situada a la izquierda del camino enlosado que discurre entre los edificios y jardines, se encuentra a escasos metros de la entrada principal y del aparcamiento reservado a los clientes. Es el primer edificio con el que nos encontramos al entrar en la central de Bodyline Enterprise.
Hace doscientos años que Empresa cedió su monopolio sobre la compilación a las empresas de arquitectura genética. Desde entonces se pueden encontrar centros de compilación privados en todos los asentamientos humanos. Lo normal es que la compilación se realice segundos después del nacimiento, es poco usual que se efectúe antes; la compilación de fetos sólo está permitida en casos muy especiales y siempre en los dos últimos meses de gestación, es preferible que la apoptosis, la poda con la que el organismo elimina las neuronas fallidas para que otras sin mácula ocupen su lugar, se haga de manera natural. Sin la compilación el cerebro crecería de manera desmesurada, las neuronas aumentarían de tamaño, las conexiones entre ellas, los axones y las dendritas, se multiplicarían de forma prodigiosa y los lóbulos se desarrollarían del modo establecido por la naturaleza; como resultado final tendríamos un órgano no autónomo de un peso cercano al kilo y medio, un órgano anacrónico y, por fortuna —o por desgracia—, superado.
Las neuronas se vierten sobre un caldo espeso, un zumo inclasificable mezcla de dendritas, axones, neurotransmisores, minerales y proteínas. Todas las neuronas, sin distinción de clase y tamaño, entran en conexión entre sí, una conexión permanente y al instante. El cerebelo queda encajado en la zona baja del disco de identidad junto al bulbo raquídeo, que es cortado en el punto exacto en que se transforma en médula; este corte coincide con el punto de enlace con el que el disco de identidad entrará en conexión con la médula espinal, o su equivalente, del cuerpo que ocupe, el bulbo raquídeo es alterado genéticamente para que se ajuste a las distintas pautas genéticas de los distintos biomodelos y no se produzca riesgo alguno de rechazo. No son éstas las únicas operaciones que se practican antes de sellar el disco de identidad, también se procede a la grabación en un chip interno de la pauta genética del individuo así como de otras informaciones secundarias, y se configura la red privada de la que hará uso el sujeto durante toda su vida. Está terminantemente prohibido alterar un disco de identidad sellado, pero eso no parece inquietar a los neuratas que se ganan la vida haciéndolo. Desde redes ilegales hasta ampliaciones sensoriales, desde borrados de memoria hasta la introducción de neurotransmisores sintéticos, desde alteraciones de personalidad hasta la incorporación de falsos recuerdos y nuevas destrezas.