Premio UPC 2000 (22 page)

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Authors: José Antonio Cotrina Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA 141

BOOK: Premio UPC 2000
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Ethan Lárnax.

Es el mismísimo diablo quien ahora ocupa la pantalla. Puedo reconocer su maldita mirada oscura con la misma facilidad con la que antes podía reconocer la sonrisa de Vincent sin importarme el cuerpo que utilizara. Te reconozco, Lárnax. Puedo verte en ese rostro estilizado, maquillado hasta la náusea, puedo ver tu mirada cenagosa tras tus ojos verdes. Tu mirada plácida no me engaña. El odio me desgarra y la rabia, una rabia oscura y candente, se agita en el fondo de mi ser clamando venganza.

—No… no sé lo que está ocurriendo. Esta psicosis es incomprensible en los tiempos que corren. Algo propio del medievo o de siglos anteriores a la compilación, ¿pero ahora?, ¿dejarnos llevar por supercherías, ahora? Por favor… Seamos un poquito serios…

»Yo, por mi parte, voy a permanecer aquí en mi villa en Nueva Tierra. No, no creo en Apocalipsis ni en augures. Todo son pamplinas, estupideces… Es todo tan inconsistente que no merece la pena ni rebatir los argumentos de esa… de esa secta. No sé qué buscan intentando sembrar el pánico. No sé qué oscuros intereses les mueven. Pero me gustaría informarles de que buena parte de mi personal de seguridad se unirá a las fuerzas de la
Zone
para velar por el orden público.

»De verdad me sorprende que el Sagrado Mentor haya apoyado esta nefasta evacuación. Lo consideraba una persona mucho más cabal. Alguien mucho más serio.

»¿Los integristas de Caronte detrás de todo esto? Sí, he escuchado esos rumores. Confirmarlos es del todo imposible, pero creo que las autoridades de Sistema deberían tenerlos en cuenta. Tal vez todo se reduzca a una maniobra de distracción. Pudiera ser que cuando los ojos de toda la galaxia estén pendientes de Miranda sea en otro lugar donde los integristas pretendan dar su golpe.

»No, no, no… Aquí en Miranda no va a pasar absolutamente nada. Se lo puedo jurar… No pasará nada. El veintidós de agosto hablaremos con más tranquilidad sobre esto; habrá llegado el momento de depurar responsabilidades…

Su sonrisa es tan falsa como su mirada. Hago pasar la pantalla a modo holograma y contemplo su figura tridimensional, sentado en el sofá de plástico de su despacho, apenas a veinte centímetros de mi cama. Convierto mi dedo índice en un remedo de pistola y apunto al viejo cabrón entre las cejas.

—Yo te diré lo que le va a pasar a Miranda… Yo te lo diré… —verlo ahí, sentado ante mí, agitando sus brazos al compás de su huera palabrería, me enerva hasta más allá del frenesí, hasta terrenos donde solo la más negra rabia se atreve a habitar. La boca se me llena de bilis, los ojos de lágrimas. Aprieto un imaginario gatillo bajo mi dedo índice extendido—. Yo voy a pasar por Miranda el día veintiuno, cabrón. —Aprieto el gatillo una y otra vez—. Yo soy el maldito dios vengador que va a volar Miranda. Yo. Te lo juro. Yo soy el dios vengador… —y aprieto el gatillo una y otra vez—. Te lo juro, cabrón… Una y otra vez.

SieTe

Vincent Aurora y yo congeniamos al instante. El azar nos unió en aquel bar de
sats
en órbita a Ganímedes. Yo apuraba los últimos instantes de mi odisea hedonista y él había llegado hasta allí con la intención de estudiar a los
sats
que trabajaban en órbita. Vincent complementaba su trabajo como cobaya en Bodyline Enterprise buscando nuevas cobayas por todo el sistema, para ello rastreaba en todos aquellos oficios en los que se emplearan cuerpos particularmente complicados de manejar: probar nuevos modelos para las grandes empresas de arquitectura genética requiere una gran dosis de talento y una enorme capacidad de adaptación, pocos pueden hacerlo y los que lo logran reciben a cambio un sueldo que roza la obscenidad. Vincent acababa de pasar dos semanas con los Recolectores del Tubo de Flujo de lo sin obtener fruto alguno y, antes de abandonar el sistema joviano, había decidido hacer una última parada entre los
sats
de Ganímedes para ver si así cambiaba su suerte. Y vaya si cambió: me encontró a mí.

—Sí… Vaya suerte… —contestó él con una media sonrisa mientras jugaba con una pajita y las burbujas azules de su cóctel—. Estoy seguro de que resultarías una gran cobaya… No hay más que ver la facilidad con que manejas tu modelo Lolita… Un modelo cuyo nivel de dificultad de uso estuvo a punto de restringir su venta al terreno de las peleas ilegales…

—¿Estás siendo irónico?

—Todavía puedo serlo mucho más si me lo propongo, querida…

—Me gustaría informarte de que he ingerido tal cantidad de alcohol como para tumbar a un batallón de cuerpos Lolita; sólo mi innata pericia me permite mantenerme sentada en la banqueta y hablar al mismo tiempo…

—Aplaudo eso. Todo un alarde de técnica y control.

—En efecto…

—Me pregunto una cosa…

—Si puedo ayudarte…

—¿Podrás mantenerte en la banqueta mientras me besas? ¿Con toda esa cantidad de alcohol que dices que te has bebido? ¿Podrías?

—¿Eh? No lo sé… pero no me cuesta nada intentarlo…

Y a punto estuve de conseguirlo pero, en el último instante, cuando me inclinaba en busca de sus labios, resbalé de la banqueta para caer directamente a sus brazos. Tapé su risa con mi boca y detuve su lengua con la mía.

Hicimos el amor en mi vieja nave, de manera rápida, anhelante. Salvamos la dificultad del escaso espacio gracias a una gran dosis de imaginación y a la maravillosa elasticidad de mi cuerpo. Las sombras del muelle caían sobre nosotros tras los cristales, transformándonos en lujuriosos espectros gimiendo en un bajío encantado. Plegados el uno sobre el otro, con nuestro sudor y nuestros jadeos mezclándose entre el olor del cuero de la tapicería y el zumbido constante del motor en espera, vi de nuevo su sonrisa perfecta cuando sus ojos, profundo negro contra la inmaculada palidez de su rostro, se cerraban a mitad de un jadeo; fue entonces cuando supe que estaba enamorándome. El orgasmo me alcanzó mirando al cielo, con la espalda arqueada y los ojos inundados por lágrimas de felicidad pura; él se vaciaba en mi interior y yo sólo tenía ojos para la gigantesca tormenta roja que se agitaba sobre nuestras cabezas, allá en el rostro facetado de Júpiter. El planeta rojo pendía sobre nosotros, vibrando y convulsionándose ante las fuerzas desatadas de su propia atmósfera, bendiciendo nuestra unión con la fuerza y determinación de un dios capaz de condenar a sus propios hijos a la inmortalidad.

oCHo

Llaman a mi puerta muy suavemente. Sólo me cuesta un segundo salir del incómodo duermevela en que me he sumido y hacer un reconocimiento térmico de lo que espera tras la puerta. Dos moles inmensas punteadas por el rojo frío de las armas y el azul oscuro de las distintas fuentes de energía. Dos viejos cuerpos de combate modelo Términus. Sonrío. Este no es un intento serio de capturarme, los chicos de Ethan Lárnax tan sólo están tanteando el terreno. Saben que me he estado equipando en el mercado negro y quieren conocer las capacidades de mi nuevo cuerpo antes de lanzar un ataque en toda regla sobre mí. Saben que tengo el talento, los contactos y el dinero suficiente como para sorprenderlos. Lo que no llegan a saber es hasta qué punto puedo hacerlo.

—¿Alexandre Sara? —la voz intenta ser amable, pero bajo ella resuenan armas automáticas cargándose con proyectiles de punta explosiva.

—¿Sí? —pregunto en un susurro mientras me deslizo fuera de la cama lo más silenciosamente que puedo.

—Recepción. Tengo un mensaje para entregarle en mano.

—Un momento. Ahora mismo abro la puerta… —Saco mi maleta de debajo de la cama. Echo un rápido vistazo a mi alrededor por si algo de lo que voy a dejar atrás puede serme de utilidad y mido la distancia que me separa de la ventana.

—¿Alexandre? ¿De verdad crees poder escapar de nosotros? —pregunta la voz de uno de los Términus al cabo de unos segundos.

—Que me condenen si no lo intento… —replico.

Abren fuego. El estridente sonido del fuego de ametralladora ni siquiera me ensordece. El tableteo de las armas y el humo pueblan la habitación de sombras y ecos. Las luces desaparecen, pero la repentina oscuridad no hace más que activar mi visión nocturna y transforma las balas y el humo en nubes en espiral y líneas rectas de vivo color esmeralda que se me antojan tan lentas que puedo esquivarlas sin el menor esfuerzo. Un enjambre de minúsculas cámaras autónomas entra en mi habitación por los orificios y grietas practicados por los impactos en la puerta y las paredes. Podría quedarme y acabar con ellos, pero sería demasiado ingenuo por mi parte seguirles el juego y darles lo que quieren; no, las cámaras y los sensores de los Términus tendrán que conformarse con la grabación de un cuerpo trucado dándose a la fuga, nada más; que piensen lo que quieran. A estas alturas de partida no es prudente mostrar las cartas, ni siquiera se han repartido todas todavía.

La puerta se viene abajo entre el estrépito y la balacera y dos moles doradas irrumpen en la niebla verde en el mismo instante en que colapso el campo de fuerza de la ventana y, apretando con fuerza la maleta contra mi pecho, salto fuera. El viento de Luna me golpea violentamente en el rostro. Me dejo caer unos metros antes de activar los cohetes tractores y sistemas gravitacionales. Estabilizo mi salto y floto un segundo en el aire antes de enfilar la noche a velocidad de vértigo.

Sólo me detengo el medio minuto escaso que necesito para acabar con las cámaras autónomas que han conseguido seguirme en mi huida. Se funden y explosionan ante las ráfagas de mis trazadoras. Un último y rápido vistazo a mi espalda me ofrece la lejana panorámica de los Términus en la ventana. Ni siquiera hacen ademán de apuntarme. Estoy fuera de su alcance. Siempre lo he estado.

Me uno al fluido tráfico aéreo de Luna y desaparezco.

NueVe

Sobre nuestras cabezas, recortándose contra el difuminado crepúsculo marciano, flotaba el gigantesco cuenco invertido de Destello; su superficie pulida reflejaba los ramilletes de danzante luz proveniente de la columna luminosa que brotaba del centro del cuenco y que llegaba hasta el valle de piedra roja donde nos encontrábamos, dos kilómetros más abajo. En el interior de la gruesa columna de luz nadaban perezosamente las creaciones de Dulce Bosco, criaturas nebulosas como medusas incandescentes que bregaban en la corriente lumínica de la columna, de camino hacia el capitel donde la columna se fusionaba con la superficie del cuenco; allí cada llegada era festejada por un destello de plata y fuego. En la superficie del cuenco invertido bailaban doce parejas trenzadas en bramante tornasolado, los bailarines estaban separados de su pareja durante horas hasta que la pauta errática programada por Dulce Bosco hacía coincidir su baile durante unos breves instantes para luego volver a separarlos. Los espectadores que nos dispersábamos bajo la colosal obra de Dulce Bosco estábamos conectados a la red sensorial que, junto a la atronadora sinfonía que nos rodeaba, complementaba la obra y nos permitía seleccionar en todo momento qué sensación queríamos enfocar y sentir de primera mano: la euforia de las medusas que llegaban a la meta o la agotada angustia de las que luchaban contra la corriente de luz, el dolor de la pérdida o la exultante alegría del reencuentro de los danzantes aunque éste se sepa efímero.

Vincent me tenía tomada suavemente por la cintura. Sentía su cálido contacto y, tal vez por eso, no percibía con la intensidad debida las sensaciones de pérdida y angustia que me asaltaban a través de la red. Los sentimientos fingidos proyectados por Dulce Bosco no me afectaban del todo ya que no podía eludirme del profundo estado de felicidad que me embargaba.

Es difícil describir las sensaciones y sentimientos que nos habían empujado con tal ansia y fuerza uno en brazos del otro. Nos sentíamos atraídos de una manera apremiante, salvaje. Como si supiéramos que aquello no podía durar, como si comprendiéramos que nosotros no éramos más que otro par de bailarines de Dulce Bosco que nos hubiéramos topado por accidente y que pronto, el azar o la maquinaria celestial, vendría a separarnos. Y yo, que ya había perdido toda una vida, sentía la imperiosa necesidad de vivirlo todo con una intensidad tal que se podía considerar como enfermiza. Tal vez esa sensación de urgencia me llevó a rendirme sin reservas a esa pasión desatada, a esos sentimientos que se me desbocaban en el pecho cada vez que veía el brillo de su sonrisa.

El cielo marciano se llenaba de reflejos de plata en llamas. Más allá de la cúpula de Destello, entre las nubes teñidas por el fulgor, las naves centelleaban en su rápido tránsito hacia puertos y plataformas, hacia anclajes privados y estructuras en órbita. La delirante cotidianidad de todo aquello no le restaba ni un ápice de maravilla.

Un zumbido mental me indicó que Vincent quería comunicarse conmigo a través de mi red personal, supuse que para evitar que el estruendo musical que nos rodeaba ahogara sus palabras.

—Enfoca hacia la pareja tres, querida… —escuché su voz en mi mente—. Encuentro a la vista…

Dos bailarines se aproximaban el uno al otro en su baile sin sentido sobre la cúpula. Las emociones se disparaban. Una insólita alegría ante la perspectiva del cercano encuentro me traspasó de parte a parte una vez que hube enfocado las sensaciones de los danzantes a través de la red de Destello. Una euforia fuera de toda descripción me llenó los ojos de lágrimas, sentía cómo la dolorosa pérdida estaba siendo restaurada, como si, de pronto, una herida terrible y dolorosa se curara y no dejara cicatriz sino algo maravilloso y perfecto en su lugar; pero a la vez, en segundo plano, sentía la tragedia que se avecinaba, la pronta c irremediable separación me hacía sentir un odio atroz hacia aquel ser superior que dirigía los destinos de los bailarines de bramante de una manera tan cruel. Salí de la red de Destello y entré en contacto con la de Vincent, tardé unos segundos en llamar su atención, tan abstraído como estaba contemplando la obra de Dulce Bosco.

—Basta de emociones inducidas, Vincent… ¿Qué te parece si nos dedicamos a trabajar sobre las nuestras de una manera más personal?

—Si me das un instante estoy contigo…

—Te lo doy.

Contemplé su rostro ensimismado en las evoluciones de la pareja de danzantes que ya casi habían llegado el uno junto al otro. Luego miré a mi alrededor. Había una pequeña multitud en torno nuestro, la mayoría contemplaba Destello tan absorta como Vincent Aurora, los menos se esparcían por las incontables barras circulares, sentados en cojines ingrávidos y disfrutando de sus bebidas y de sus chutes químicos. Más allá de Destello podía ver las cúspides esféricas de los capiteles de acero y cristal rojo que, rematados por esferas de espejo, marcaban los contornos de la inmensa cicatriz marciana conocida como Valle Marineris, allí, en uno de los más lujosos hoteles colgantes, era donde nos hospedábamos.

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