Podía haber esperado a que terminara un nuevo turno en
DeCe
y seguirlo hasta su casa, pero no me era posible quedarme inmóvil un día más. No cuando alguien buscaba acelerar las cosas matando gente. Tenía que encontrarlo antes de que amaneciera.
Por ello utilicé el método estándar de investigación para hallar gente: la guía telefónica.
Veintisiete Ginter.
Doce de ellos vivían en lugares impropios para un ingeniero químico con un buen sueldo. Trece fueron despertados a deshoras por alguien que se limitaba a respirar por el auricular sin decir una palabra.
Dos no contestaron.
De inmediato me imaginé casas destrozadas,
Michos
asesinados en la sala.
Fui volando a revisarlas.
El Ginter número 26 era un anciano que sonreía al teléfono, feliz de no levantar el auricular porque ya «no quedaba nadie vivo al que quisiera ver».
En la casa del Ginter 27 no había nadie, no existían señales de violencia, pero tenía cara de muerta. En un escritorio pude ver una colección completa de artículos de oficina robados. Todos ellos con una plaquita afirmando que pertenecían a
DeCe.
—Refrigerador —dijo Damon.
—Funcionando. La comida se ha echado a perder, pero no demasiado.
—Automóvil.
—En la cochera.
—Ropa y maletas.
—Todas aquí.
—Tal vez Ginter está de vacaciones.
—¿Me creerías que puedo percibir que no ha entrado nadie en esta casa al menos en quince días?
—No vas a decirme que tienes poderes metafísicos.
—He… los humanos huelen, ¿sabes?, y el olor se desvanece poco a poco cuando no están. La casa casi no… he… no…
—Casi no apesta. ¿No ibas a decir eso?
—Casi no huele.
—Directorio.
—Espera… no. Nada. No hay rastros de él.
—Busca fotografías, huecos en el librero, alguna estantería a mano que no tenga nada, pero sobre todo cualquier cosa que hubiera alimentado el ego de Ginter: ya sabes, trofeos, premios, medallas, cosas así.
—No cuelgues.
—Tómate tu tiempo…
—Nada que se parezca a lo que dijiste.
—Ningún secuestrador se hubiera molestado en llevarse cosas para hacer sentir bien al secuestrado. Es muy posible que Ginter haya salido por su propia voluntad. Y no piensa regresar, claro está, si no ¿para qué llevarse sus cosas más preciadas?
—¿Crees que haya huido?
—No. Lo viste hace menos de cuatro días. ¿Te parecía que huyera?
—No. Se veía… casi feliz.
—Tal vez la fortuna le sonrió. Tal vez el «Evento Equis» le trajo buena suerte a Ginter. Espera… estoy dando unos datos a la computadora… espera… listo. Se tarda un poco pero esta máquina es fiable. Tengo aquí la nueva dirección de Ginter.
—¿Cómo…?
—Dejó su automóvil, ¿no?, ropa y objetos de uso diario, ¿verdad? Lo viste apenas, así que vive aún en Rotwang, ¿no? Si dejó todo eso es que tiene cosas nuevas. Nuevo auto, nueva ropa; lógicamente nueva casa. Me conecté al registro de vehículos de tu ciudad, a las cuentas recién abiertas de teléfonos celulares, a un par de inmobiliarias. Y aquí está: la dirección. Créeme, amigo mío, te ahorrarías mucho tiempo investigando si te compraras una computadora.
La casa donde vivía Ginter era mejor que la de Farragut. Indudablemente realizaba horas extra.
Más o menos como 500 horas extra al día.
Había un automóvil elegante en la entrada, y un deportivo verde esperando, y césped terriblemente caro de mantener, y cristal cortado en las ventanas.
Por supuesto que Ginter podía haber heredado todo ello, pero las coincidencias nunca lo son.
Existe un «Evento Equis» vinculado con mucho dinero y, de pronto, Ginter es rico.
Entré a su auto fundiendo la cerradura, me instalé en el asiento trasero y empecé a moverme ligeramente de izquierda a derecha a toda velocidad, convirtiéndome en un ligero borrón para cualquier vista normal.
Ginter subió, sin sospechar nada, un poco desconcertado de que la carrocería vibrara. Arrancó su costoso juguete nuevo, feliz de tocar el cuero reciente, del ronroneo de un motor excesivamente costoso. Llevaba un traje gris, indudablemente exclusivo, y un estruendoso reloj dorado. No iba a trabajar. ¿Para qué, si lo tenía ya todo?
Entonces, ese día… ¿estaba en
DeCe
únicamente para esperarme? Para averiguarlo puse el cañón en su nuca y dejé de moverme.
Ginter saltó.
Una cara desconocida en su espejo retrovisor. Un punto para Damon, no supo que era yo. Tal vez el arma en su nuca acaparaba toda su atención.
—No se detenga —dije.
—No sabes lo que estás haciendo —contestó.
Tenía toda la razón del mundo.
Antes de golpearlo para sacarle las respuestas tenía que pensar en un buen par de preguntas.
—No es lo que parece —dijo.
Ginter alzó la vista para que yo pudiera ver, en el espejo, lo sincero que lucía.
—Dile a Eugene —suplicó.
—¿Qué?
—Dile a Larken que no es lo que parece.
Yo fruncí el ceño, mientras trataba de pensar a toda prisa. Así que Larken tenía hombres con armas bajo su mando.
—Ellos lo
sabían
—dijo—, tenían mi nombre, el de Modeski… el nombre de todos los que nos quedamos en la empresa. Sabían todo: fechas, embarcos, los datos que nos cuidamos de no meter en las máquinas. Incluso la dirección de Danner. ¿Cómo se enteraron? No lo sé.
Ginter siguió manejando. Era posible ver su miedo, pero el arma en su nuca no lo redujo, no se convirtió en una víctima balbuceante.
La explicación era sencilla: lo esperaba.
Aguardó a un hombre armado durante días, seguro de que le permitirían el tiempo suficiente para tratar de dar una explicación. No era el momento de decirle que se equivocaba de hombre con un arma. Que hablara, que se disculpara. Tal vez así podría enterarme de lo que estaba hablando.
—Dijeron que si no los ayudaba iban a matarme. Eugene Larken conoce de lo que son capaces.
Debes
saberlo. ¡Iban a matarme!
—Pero en vez de eso te dieron un auto nuevo, ¿no?
Se puso pálido, de pronto consciente de que el aroma a cera nueva, a lujo industrial del auto era más fuerte que el tono de su sinceridad.
—No… no fue así. No me trataron de sacar nada, ¿para qué? Simplemente me dieron instrucciones a seguir. Me pagaron para que les hiciera un favor: recibir al títere. ¿Lo imaginas? Incluso tuve que
comer
con él. No sabes qué asco me dio. Dile a Larken que tenía toda la razón. Ni siquiera sospecha lo que es.
Al hablar de mí, existía en su rostro la expresión de aquel que va a probar por primera vez un molusco y éste se mueve repentinamente. Esperaba ver en mí un gesto semejante. ¿Los hombres de Larken sentirían lo mismo por mi persona?
—Buscaba a Farragut, ¿puedes creerlo? ¿Les gusta jugar con él? No sé qué les sucede. Pero ellos saben de nosotros. Lo saben
todo.
—Empieza por el principio, exactamente, ¿qué es
«todo»?
—¡La investigación! ¡Saben lo de la investigación! Me mostraron nuestras propias fórmulas. Estuvieron muy amables, casi podría decir que sonrientes. «Muy bonito —me dijeron—, estupendos resultados. Eugene Larken es un genio.» Yo les dije que no sabía de lo que estaban hablando. Ni siquiera se molestaron en contradecirme. Simplemente me dijeron que recibiera al títere. ¡Me dijeron que mencionara a Larken! ¿El títere será tan estúpido?
Aparentemente sí, porque tardé un segundo en reconocer el silbido que estaba escuchando: una señal. Ginter, protestando inocencia estaba mandando una señal.
Un silbido electrónico surgía de su muñeca, del elegante reloj que llevaba.
Podría haber hecho mil cosas. Pero decidí que ser el prisionero de
ellos
tal vez respondiera un par de preguntas. Pero
ellos
no tomaban prisioneros. El auto estalló en pedazos.
En un segundo pasé de estar detrás de un asiento de cuero, apuntándole al cuello a un mentiroso, y en el siguiente me encontraba rodeado de fuego.
Rodé por el piso. Cuando me puse de pie no quedaba nada que rescatar.
Habían detonado treinta, cuarenta kilos de explosivos. ¿Cuánto puede transportar un automóvil? ¿Qué importaba que estuviera en medio de una ciudad?
Cuando surgí de los restos aún había víctimas gritando, pidiendo ayuda, incendios, humeantes pedazos de la carrocería incrustados en muertos y paredes.
Y en medio de todo yo, sospechoso de vandalismo, incendio premeditado, posesión ilegal de explosivos, de destruir bienes del municipio como lo son las aceras pulverizadas, el asfalto hirviente, las instalaciones de desagüe, para no hablar de asesinato múltiple, terrorismo.
Menos mal que nadie vio cuándo me marché.
Fue fácil. Simplemente me moví decenas de veces más rápido que ningún humano. Fui una columna de humo que se desprendió del incendio, lengua de fuego que dobló la esquina, columna de aire desplazándose durante unas cuantas calles más, hasta la oscuridad.
Sobre mi cuerpo sólo quedaba una pátina gris de cenizas: mi ropa.
La impresión de encontrarme súbitamente desnudo hizo que reaccionara tan rápido.
Debí haberme quedado.
Tal vez mi ayuda podría haber sido de utilidad.
Pero, por lo visto, mi ayuda estaba matando a demasiadas personas.
No.
Yo no.
Ellos.
¿Cómo convencerlos? ¿Cómo hablar coherentemente, con lógica y el peso de la verdad cuando las armas rugen su voz de acero?
El lugar apestaba a pólvora e ira, a carne humana consciente de su posible destrucción, lanzando bocanadas de miedo.
No importaba nada, en ese momento. Sólo el acero caliente y las balas silbando en busca de sangre.
Ninguna voz podría detenerlos.
Sólo yo, el viento de mi presencia bajando desde las alturas.
Suave, decididamenyte, caí entre ellos.
Azul y rojo en el gris y negro del callejón.
Damon siempre insistió en que el uniforme era una necesidad. No para provocar miedo, me dijo mientras se probaba un yelmo con garras y dientes impresos en él. Es para que sepan que tus reglas son distintas. Que no formas parte de su mundo normal de sobretodos y harapos. El uniforme es el símbolo de algo mayor. El alzacuellos del sacerdote habla de Dios, y la estrella de los policías del Poder. Y tu extraño traje de que la única voluntad que sigues es la tuya. Que tu universo es uno que admite capas y símbolos como los caballeros medievales, que tus conductas de honor son distintas e invulnerables a sus convicciones.
Todo uniforme afirma lo mismo: no me importa tu mundo, ni tu lógica. Me basta conmigo, con llegar arropado en el símbolo de mi poder.
Aunque, claro, afirmó Damon mirando mi ropa, también significa que eres inmune al buen gusto.
No importaba. Azul y rojo a mi alrededor. Lo bastante llamativos para atraer su atención, para que me apuntaran a mí aunque siempre ha sido mala idea. Las balas rebotaban en ángulos imprecisos y eso era siempre peligroso, pero… ¿qué más podía hacer?
—Están arrestados —dije, sabiendo de antemano que iban a reírse.
La balacera no amainó, no sirvió de nada que estuviera ahí. Simplemente se dieron cuenta de que el tiempo se les había acabado: que era el momento de jugarse el todo por el todo. Salieron de sus escondrijos, dejaron atrás la seguridad de puertas y barricadas, y se dispararon directamente unos a los otros.
Al oprimir el gatillo se olvidaban de la expresión de sus rostros. Era la de los monstruos en el armario, la faz de lo que susurraba en la oscuridad, al otro lado del maíz que rodeaba la casa de mi infancia, cuando no importara que fuera el niño más fuerte del mundo cuando sabía que lo insano era mil veces más poderoso que yo.
Era el rostro de la desesperación y la locura.
Algo muy humano.
Empecé a derretir sus armas, mirándolas con ojos de fuego, observando el callejón a través de las llamas que yo generaba, la nitidez perfecta que el láser da.
Vi el cuerpo de la niña y lo que habían hecho con ella.
Y al hombre que soltó el arma, sonriendo. Con el aroma a semen y muerte pegado aún a su carne. Y poniendo cara de inocente, de que se iba a librar también de ésta.
¿Hija de quién? ¿Sangre de qué sangre?
Hombres matándose por recuperarla, y otros que la habían sacrificado en la forma más cruel para continuar una batalla que iba más allá de esa pequeña muerte.
Y el hombre sonriendo, y las manos sobre la cabeza, rindiéndose burlonamente.
Y yo acercándome. Yo con ira porque las cosas iban cada vez peor, porque mi presencia no significaba nada, porque la desesperación y la locura continuaban inundando Rotwang y no había modo de impedirlo.
No con un uniforme azul y una capa roja.
Y él me
sonrió.
Tuve que decirlo en el juicio. Tuve que repetirlo mil veces, ya que era un detalle importante. El me
sonrió.
Después de matarla, con la ropa aún revuelta por su crimen. Impuro como mi madre decía que no podía serlo nadie. Sonriendo.
Pero no por mucho tiempo. No más.
Ya no ante ningún otro niño, en ninguna otra circunstancia. Ni siquiera en las fotos de la autopsia que aún guardo en un cajón para tener a buen resguardo el olvido que no llega.
Un fotógrafo al otro lado de la calle, con el teleobjetivo listo. Una patrulla en la acera y un policía en el techo, esperando mi llegada.
¿De veras creían que de nuevo iba a entregarme a ellos?
No servía de nada, y ningún jurado era capaz de declararme inocente.
Pasé a toda velocidad junto a ellos, apenas una ráfaga del aire grasoso de Rotwang.
Indefensos. De ser un asesino nada me habría impedido tocarlos a esa velocidad y volarles la cabeza únicamente con la inercia.
Los Dioses secretos son una obsesión de nuestra raza,
dijo Damon.
De quererlo, ¿qué me habría impedido serlo? Dios del Viento y la Furia, del Viento Secreto que imparte castigos y recompensas a sus súbditos, Señor del Láser en la mirada, de la Fuerza Imparable.
Dios del Departamento a Oscuras y la Bebida en La Mano.
Para serlo los Dioses deben ser ajenos a sus súbditos, no compartir recuerdos comunes: padres enseñando a controlar los esfínteres, las palabras que no saben expresar nada ante esa hermosa mujer que te pregunta tu nombre, la impotencia del poder venido de otra galaxia que no puede detener un cáncer, o revivir el corazón de quienes lo criaron.