Premio UPC 2000 (37 page)

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Authors: José Antonio Cotrina Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA 141

BOOK: Premio UPC 2000
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Nunca me miró a mí, sino al tribunal y a los ojos de cristal de las cámaras.

—¿Entienden? Lo que hay que destacar no es que fue enviado a nuestro planeta. Si no que fue
expulsado del suyo.

Tantos años y aún duele. No el momento en sí, no las palabras en particular. No alguien en específico.

Sino la
lógica
del asunto.

Eres culpable no por las pruebas, no por los datos, ni por los hechos. Eres culpable por que eres diferente. Al ser distinto hay algo
malo
en ti. Enfermizo. ¿Y cómo alegar inocencia? No había datos precisos sino insinuaciones, sobreentendidos, rencores por no ser como ellos. ¿Cómo golpear la niebla del prejuicio?

Y más aún, mucho peor:

Qué se puede hacer si uno no tiene las respuestas a las preguntas eternas del
¿por qué…?

Cómo defenderse si uno no puede saber si, acaso, no estarán diciendo la verdad.

Entonces, como ahora, el sueño.

Siempre en los momentos de tensión, cuando no comprendo nada.

Casi diario, la pesadilla nuestra de cada día, contaminado —ahora-por los hechos recientes.

Hollenbeck frente a su computadora, mezquino y sonriente, buscando los datos en la pantalla.

Pero todos los datos que aparecen reflejados en sus lentes son sobre mí.

Y también son mezquinos y sonrientes.

Un vendaval entra por la puerta, lanza al vuelo los papeles del escritorio. Aire rugiente al ritmo de mi ira. Yo me pongo de pie y el viento hace revolotear la estúpida capa que, por alguna razón, llevo en ese momento.

Grito y ya no soy yo. Soy lo que dicen que fui, soy en ese momento lo que el tribunal trató de probar que era: un asesino.

Partí el escritorio como si fuera una hoja de papel y Hollenbeck ya no fue Hollenbeck.

Su rostro se transformó: era él, él, él.

Un hombre cualquiera mirando cómo me abalanzaba sobre él, una bestia de otro mundo.

Trató de apartarme, golpeó mi cara y mis manos, pero no logró ni siquiera moverme. Era de roca, mi carne era de acero. Mis dedos se cerraron alrededor de su garganta.

Gritó, por supuesto, pero el sonido fue apresado por mis dedos, estrangulado junto con su vida.

Murió frente a mí, como lo había hecho mil veces en el sueño.

Desperté apretando mis manos una contra otra, temblando por el esfuerzo.

Un sueño, me dije, digo, repito ahora y siempre al despertarme. Un sueño.

Pero existe un papel junto a los periódicos que no enmarqué: la autopsia.

El rostro del hombre que ahorco todas las noches en el sueño.

El rostro del hombre que maté en la realidad.

VI

Como no sabía qué era verdad y qué no en el caso de Walter Farragut, tuve que comprobarlo todo.

Un par de llamadas me dijeron que, efectivamente, los vecinos de los Farragut denunciaron unos cuantos disparos. El vecindario no estaba acostumbrado a escuchar armas de fuego fuera de las series de televisión.

Hicieron lo que hacen todos los inocentes: se asomaron a las ventanas para ver qué pasaba, como si los cristales y las cortinas pudieran detener alguna bala perdida.

No había más que una casa con una puerta ominosamente abierta.

Cuando llegó la policía, lo único que pudieron encontrar en su interior fue el cadáver del gato y mucha sangre, pero el laboratorio demostró que toda era del animal.

Ni rastros de Walter Farragut y Jana Bryson.

Las maletas en su sitio, los cajones arreglados, ningún número excesivo de ganchos vacíos. El auto inmóvil en la cochera. Si huyeron fue con lo puesto, con el dinero que llevaban encima: sobre la mesa de noche encontraron los cheques y las identificaciones.

La policía ubicó en sus archivos, órdenes del día, boletines dando a Walter Farragut y a Jana Bryson como extraviados, y a la vez, como sospechosos de asesinato, posibles culpables de hacer desaparecer los cadáveres de Farragut y Bryson.

Como víctimas o verdugos, de todas maneras la búsqueda no había dado ningún resultado.

Los familiares y amigos ignoraban su paradero, las
morgues
estaban esperándolos pero nada, nadie.

Miré un par de segundos la casa, dudando en entrar. ¿Para qué hacerlo? ¿Qué me importaban Farragut y su esposa?

Me dije que lo mejor era dejarlo todo como estaba. Y como siempre, no me hice el menor caso.

Una buena casa, con muebles caros pero no extravagantes. Había dinero suficiente y los Farragut lo invertían bien. La verdadera Bryson no debía de usar cartera de plástico. Entonces ¿por qué hacérmelo creer?

Porque sabía que alguien con dinero, con otra opción, nunca iría a verme a
mí.

Lo primero que vi, al entrar, fue una mancha súbita en el piso. El error fatal de un gato que se acercó ronroneando al extraño a ver qué tenía para él.

La policía se llevó el auto familiar, los álbumes de fotos, el directorio telefónico.

Ningún Eugene Larken estaba registrado ahí. Pero ¿quién registra el número que más marca? El teléfono.

Un modelo con contestador, fax, módem. Una pila de litio cuidaba que la memoria no se borrara.

Ya no es necesario llenar de grafito la hoja siguiente del bloc de notas. Basta apretar un botón.

Pulsé los diferentes
recalls
programados.

Uno llamaba a
DeCe.

Otro a la madre de Bryson («¿Sí?, ¿diga?, ¿quien es?
¿Jana…?»)
El último conectó a una grabación.

ESTE TELÉFONO SE ENCUENTRA FUERA DE SERVICIO. PARA MÁS INFORMES MARCAR EL NÚMERO DE QUEJAS. ESTE TELÉFONO SE ENCUENTRA FUERA DE SERVICIO. PARA MÁS INFORMES…

El número estaba registrado a nombre de Eugene Larken, y había sido desconectado 72 horas atrás.

«Falta de pago», explicó una telefonista que, a juzgar por los sonidos que llegaban por el cable, no dejaba de morderse una uña ni de rascarse las encías. Un par de palabras amables después me dio la dirección de Larken.

Un lugar oscuro, donde los vecinos no van a investigar cuando se oye el ruido de un arma, sino que aferran las suyas, se arrojan al suelo y cortan cartucho.

En Rotwang hay más sitios así que barrios de pulcras casitas como la de Farragut.

La vida no le sonreía a Eugene Larken, no en el aspecto económico. Sus cerraduras eran las normales en estos vecindarios: pesados conjuntos de acero y resortes que trataban de impedir que un ladrón entrara por las pocas pertenencias.

Nunca sirven de mucho.

Por ejemplo, la cerradura de Larken se mantenía tercamente cerrada, bien en su sitio. La puerta no.

Esta colgaba de sus goznes, con cara de muerta. Una puerta de acero.

Alguien debió de usar un martillo neumático o un auto a toda velocidad, para abrirla.

A Eugene Larken también habían llegado a darle las buenas noches.

¿Cuándo?

Lo ignoraba. La puerta derribada era historia vieja. Había polvo en las heridas metálicas.

Entré esperando encontrar un cadáver. ¿Por qué no? Tres cadáveres.

Bryson y Eugene Larken desnudos y asesinados, y Farragut con una bala en la cabeza aún aferrando el arma en sus manos muertas. Algo común y corriente. La mujer y el mejor amigo.

Farragut llegando a su casa y no encontrando a la esposa, furioso al comprender el cambio en ella, cayendo en su sitio la última pieza del rompecabezas.

El hombre tomando el arma, rompiendo las cosas comunes, matando al gato que tal vez regaló Larken, llegando a esta casa preparado para todo, para empezar, listo a derribar la maldita puerta que ocultaba a los amantes.

Claro que eso no explicaba a la falsa Bryson, pero no importa.

No había ningún cadáver.

Al menos no aquí.

El interior estaba intacto.

Ahí había un sillón malherido, una mesa mutilada, unas sillas moribundas, una cama con aspecto de cadáver.

Un teléfono negro en el piso.

Modelo antiguo, utilitario: el aparato que brindaba la compañía telefónica. Sin lucecitas, sin funciones electrónicas. Sin
recalls.

No es que estuviera esperando uno, pero podría haberme ahorrado trabajo.

¿Ahora qué?

La policía no llegó a este lugar, nadie llamó para reportar que se estaba derribando una puerta de acero.

No es que fuera extraño. Nadie reporta nada en estos sitios.

El sitio perfecto para morirse sin que existieran testigos. Triángulo de las Bermudas citadino.

Pero ¿qué tenían en común Farragut y Larken?

Lo ignoraba todo de ellos.

Debía encontrar sus biografías, buscar los puntos de contacto. ¿Compañeros? ¿Amigos? ¿Ocultaban algo juntos? ¿Descubrieron algo?

Tal vez Eugene Larken metió en problemas a Farragut. Tal vez Farragut fue quien puso en peligro a Larken. Tal vez alguien los había escogido a ellos.

Para lo que sabía (que era nada) podría haber ocurrido cualquier cosa.

No había rastros de violencia dentro de la casa. Excepto la puerta, por supuesto.

Larken se había marchado ya.

¿O tal vez se quedó inmóvil esperando las balas? ¿Se lo llevaron sin que opusiera resistencia? ¿Cómo saberlo?

Escuché atentamente con mis poderes. La casa crujía, el polvo se depositaba en todas las superficies con un chasquido de lluvia seca.

Ningún ser vivo en ese lugar.

Bueno, dos ratones, tres arañas, como 600 cucarachas. Yo.

Era hora de usar mi visión de rayos equis. Algo podía ocultarse detrás de las paredes. Algo se ocultaba.

Una placa de plomo, con un pequeño aparato adosado a ella. En el metal se encontraban hendidas unas letras. Pocas letras. Pero suficientes.

ES USTED UN ESTÚPIDO, SEÑOR K.

VII

La placa se encontraba detrás de una pared vieja, sin ningún rastro reciente de argamasa. Mínimo llevaba diez años ahí.

¿Quién demonios llevaba una década sabiendo que el señor K. era un estúpido?

Yo.

Pero yo no contaba.

¿Qué sentido tenía todo eso?

¿Y quién
decía
que era necesario que tuviera sentido? —Tranquilo —me dije— no eres el único señor K. del mundo. Pero era, ciertamente, el único señor K. del mundo con una visión sensible a los rayos equis.

No es que sirvieran de mucho.

¿Cómo es posible que alguien supiera que iba a utilizarla en este lugar?

Pregunta retórica, con una sola respuesta: No lo sabían.

Encontré en una pared cercana ligeros rastros de químicos sensibles al calor.

No era necesario ser un genio para deducir que lo único que esperaban para reaccionar era mi visión calorífica.

Esos químicos formaban la misma oración de la placa.
ES USTED UN ESTÚPIDO, SEÑOR K.

Alguien confiaba que recibiría el mensaje.

Y como estaban seguros de mi inteligencia, lo habían repetido dos veces, por si no quedaba lo suficientemente claro.

El mensaje, por supuesto, no eran esas pocas palabras seguras de sí mismas, que no parecían un insulto deliberado, sino la simple enumeración de un hecho.

El mensaje decía que el objetivo era yo.

De lo que fuera que hubiera pasado.

Después de todo, fui yo el que metió en problemas a Farragut, a Bryson y a Larken. ¿Por qué?

¿No era acaso un detective?

¿Quién más que yo debía contestar a esa pregunta? Damon.

El compañero Damon, en otra ciudad.

Fui a verlo, a pesar de que no me siento a gusto en su presencia, en su enorme casa de mil ventanas.

Su mayordomo tiene esa mirada que a uno lo hace limpiarse los pies automáticamente, desear un espejo para revisar que no se traen restos de comida entre los dientes.

La casa es igual de opresiva. Muros altos, jardines inmóviles, el principal motivo arquitectónico es la reja de picos afilados.

Pero no era el sitio favorito de Damon.

«Demasiado alegre para el señor», acostumbraba decir el mayordomo.

Como todos los millonarios tiene un sitio privado; no un chalet, o una casa de campo. El tiene su propia cueva, y está feliz con ella. Pero rara vez bajamos a esa oscuridad. No le gustan las visitas, que nadie se acerque. No sé por qué me soporta. Creo que, incluso, es algo que él mismo se pregunta.

Hace muchos años compartimos algo. Eramos jóvenes, nos gustaban los uniformes, creímos que la vida era fácil, teníamos una misión: íbamos a cambiar el mundo.

El mundo nos cambió.

Tan sencillo como eso.

Sólo que él no colgó su uniforme, lo usa en las noches, gustoso de ser una sombra entre sombras.

Su ciudad también es opresiva y a él le encanta. Y es un estupendo detective.

Tomó la placa con cuidado, a pesar de que sabía que yo la había llenado ya de huellas digitales y empezó a caminar por su sala con la despreocupación propia del que sabe que todos esos adornos carísimos le pertenecen y no teme romperlos.

Yo trataba de no causar ningún desastre, inmóvil en un sillón.

—Supongo que destrozaste la pared para sacar esta placa.

—Sí.

—¿Sabes que estoy de acuerdo con el mensaje? Podías haber sacado más datos de ese muro. —Era sólo un muro.

—Sí, pero… ¿cómo era la pared del otro lado? ¿Daba a la calle, a otro cuarto, a una casa diferente? —A la calle.

—La cual revisaste, supongo. —Yo…

—De acuerdo. Supongamos que esta placa tenga, como dices, diez años. El plomo se raya fácilmente, es débil. Éste luce impecable, está excelentemente bien cuidado. Alguien lo guardó con cariño. ¿Trajiste muestras de los productos químicos? —Sí.

Fuimos a su laboratorio. Tener dinero ayuda. Estudios. Facilidad para la computación. Por supuesto que no tiene ni idea de cómo llevar una granja. Ni es capaz de doblar el acero con las manos. No es que a mí me sirva de mucho. Él, en cambio, se mueve como si el mundo le perteneciera.

—Interesante —dijo.

—¿Q^?

—¿Para qué utilizas tu visión calorífica? —Como un arma. Derrito cosas. —¿Acostumbras hacerlo?

—No. A veces el calor desprendido lastima a la gente, activa alarmas de humo, provoca incendios espontáneos. —Pero la utilizas. —No mucho. No a últimas fechas. —Como un arma, dices. —Sí.

—Quien puso esta cosa, ¿tenía motivos para creer que ibas a atacarlo? —No.

—Entonces ¿por qué escribir un mensaje de fuego ahí? —No lo sé.

—Para que lo encontraras. Como una advertencia… Esta placa dice muchas cosas. ¿Ves este objeto adosado al metal? Es un radar. Hecho con piezas de hace diez años y aun así bastante sofisticado. Cubre casi todo el espectro, del infrarrojo al ultravioleta.

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