—No, quédatelos. Así podrás estrangularte llegado el caso.
—¿Por qué habría de llegar el caso?
—No sabría decirte. —Vince hizo un gesto de indiferencia—. Pero los tipos que trabajan aquí… Te diré una cosa: están como regaderas. Fabrican esas cosas minúsculas que no se ven, moviendo moléculas y demás de un lado a otro, juntándolas. Es un trabajo muy intenso y absorbente, y los vuelve locos. A todos. Están como cabras. Acompáñame.
Atravesamos otra serie de puertas de cristal, pero esta vez no fui rociado.
Entramos en la sala del grupo electrógeno. Bajo unas lámparas halógenas azules, vi enormes cubas metálicas de más de tres metros de altura y aislantes cerámicos tan gruesos como el brazo de un hombre. Todo zumbaba. Percibí una clara vibración en el suelo. Por todas partes colgaban carteles con relámpagos rojos donde se leía: CUIDADO: ALTA TENSIÓN. PELIGRO DE MUERTE.
—Utilizáis mucha energía eléctrica aquí, por lo que veo.
—Suficiente para abastecer a un pueblo —confirmó Vince. Señaló uno de los carteles—. Tómate en serio esos avisos. Hace un tiempo tuvimos algún incendio.
—¿Sí?
—Sí. Había un nido de ratas en el edificio. Las condenadas quedaban fritas una y otra vez. Literalmente. Detesto el olor de pelo de rata quemada, ¿tú, no?
—No he tenido la experiencia.
—Huele como puedes imaginarte.
—Ya —dije—. ¿Cómo entraron las ratas?
—Por una taza de váter. —Debí de mostrar sorpresa, porque Vince añadió—: Ah, ¿no lo sabías? Las ratas hacen eso continuamente; solo tienen que nadar un poco para entrar. Si eso ocurriera cuando estás sentado, te llevarías una sorpresa desagradable, desde luego. —Soltó, una risotada—. El problema fue que el contratista de la obra no instaló el campo de drenaje séptico a profundidad suficiente. El caso es que entraron las ratas. Hemos tenido unos cuantos accidentes de ese estilo desde que yo estoy aquí.
—¿En serio? ¿Qué clase de accidentes?
Se encogió de hombros.
—Querían que estos edificios fueran perfectos —dijo—, porque trabajan con cosas de un tamaño muy pequeño. Pero este no es un mundo perfecto, Jack. Nunca lo ha sido y nunca lo será.
—¿Qué clase de accidentes? —repetí.
Habíamos llegado a la última puerta, provista de un panel numérico, y Vince pulso rápidamente el código. La puerta se abrió con un chasquido.
—Todas las puertas tienen la misma clave: cero seis, cero cuatro, cero dos.
Vince empujó la puerta, y entramos en un pasadizo cubierto que comunicaba el grupo electrógeno con los otros edificios. Pese al zumbido del aire acondicionado, hacía un calor sofocante.
—Por culpa del contratista —explicó Vince—. No equilibró bien los controles del aire acondicionado. Han venido a repararlos cinco veces, pero en este pasadizo siempre hace calor.
Al final del pasadizo había otra puerta, Vince me pidió que introdujera yo mismo el código. La puerta se abrió.
Me hallé ante otro compartimiento estanco: una pared de grueso cristal y otra unos pasos más allá. Y detrás de la segunda pared vi a Ricky Morse en vaqueros y camiseta. Sonrió y me saludó alegremente.
En su camiseta se leía: «Obedéceme, soy Root». Era un chiste de informáticos. En el sistema operativo UNIX,
root
, «raíz», significaba «el jefe».
Por un intercomunicador, Ricky dijo:
—A partir de aquí ya me ocupo yo, Vince.
—Muy bien —contestó Vince con un gesto.
—¿Has ajustado la presión?
—Hace una hora, ¿por qué?
—Es posible que en el laboratorio principal no se haya mantenido.
—Volveré a comprobarlo —respondió Vince—. Quizá tengamos otro escape. —Me dio una palmada en la espalda y señaló con un pulgar hacia el interior del edificio—. Mucha suerte ahí dentro. —Se dio media vuelta y se alejó por donde habíamos venido.
—Me alegro mucho de verte —dijo Ricky—. ¿Conoces el código para entrar?
Respondí que sí. Señaló un panel numérico. Pulsé los dígitos. La pared de cristal se deslizó a un lado. Entré en otro estrecho espacio de poco más de un metro de anchura, con parrillas metálicas en las dos paredes laterales, el suelo y el techo. La pared se cerró a mis espaldas.
Una intensa ráfaga de aire se elevó desde el suelo, hinchándome las perneras del pantalón y agitándome la ropa. Casi de inmediato siguieron ráfagas de aire procedentes de los lados y luego desde arriba. Noté su fuerza en el cabello y los hombros. Luego el zumbido de las bombas de vacío. El cristal de delante se deslizó lateralmente. Me alisé el pelo y salí del compartimiento.
—Disculpa las molestias. —Ricky me estrechó la mano vigorosamente—. Pero al menos así no tenemos que llevar trajes de seguridad.
Presentaba una apariencia robusta y saludable, con los músculos de los antebrazos bien definidos.
—Tienes buen aspecto, Ricky —dije—. ¿Haces ejercicio?
—Bueno, en fin… la verdad es que no.
—Te veo muy en forma. —Le di un puñetazo en el hombro.
Sonrió.
—Es la tensión del trabajo. ¿Te ha asustado Vince?
—No exactamente…
—Es un poco extraño —advirtió Ricky—. Vince se crió en el desierto con su madre. Ella murió cuando él tenía cinco años. El cadáver estaba casi descompuesto cuando por fin la encontraron. El pobre niño no supo qué hacer. Con eso supongo que yo también sería extraño en esas circunstancias. —Ricky se encogió de hombros—. Pero me alegra que estés aquí, Jack. Temía que no vinieras. —Pese a la aparente buena salud de Ricky, empezaba a notarlo nervioso, crispado. Con paso enérgico, me guió por un corto pasadizo—. ¿Cómo está Julia?
—Se rompió un brazo y sufrió un fuerte golpe en la cabeza. Está bajo observación en el hospital. Pero se recuperará.
—Bien. Eso está bien. —Asintió con la cabeza sin detenerse—. ¿Quién se ocupa de los niños?
Le conté que había venido mi hermana.
—¿Puedes quedarte un tiempo, pues? ¿Unos días?
—Supongo —dije—. Si me necesitáis tanto tiempo…
Normalmente los asesores informáticos no pasan mucho tiempo en la empresa contratante. Un día, quizá dos. No más.
Ricky me miró por encima del hombro.
—Esto… ¿te ha hablado Julia de este lugar?
—No, en realidad no.
—Pero sabías que pasaba mucho tiempo aquí.
—Sí, claro. Sí.
—En las últimas semanas venía casi a diario en el helicóptero y se quedó un par de noches.
—No sabía que le interesara tanto la fabricación —comenté.
Ricky vaciló por un instante. Por fin dijo:
—Bueno, Jack, esto es algo totalmente nuevo… —Frunció el entrecejo—. ¿De verdad no te ha contado nada?
—No, de verdad. ¿Por qué?
No contestó.
Abrió la puerta del fondo y me indicó que pasara.
—Este es el módulo residencial, donde dormimos y comemos.
El aire se notaba frío después del calor del pasadizo. Las paredes eran del mismo material liso utilizado en el resto de la fábrica. Se oía el zumbido grave y continuo de los acondicionadores de aire. En el pasillo había una serie de puertas. Una de ellas tenía mi nombre escrito con rotulador en un trozo de cinta adhesiva. Ricky abrió la puerta.
—Hogar, dulce hogar, Jack.
Era una habitación monástica: una cama pequeña, un diminuto escritorio con espacio suficiente solo para un monitor y un teclado.
Sobre la cama, un estante para libros y ropa. Todos los muebles estaban revestidos de laminado plástico blanco. No había huecos ni rendijas que pudieran contener partículas de polvo perdidas. Tampoco había ventana, pero una pantalla de cristal líquido ofrecía una vista del desierto.
En la cama me habían dejado un reloj de plástico y un cinturón con hebilla de plástico. Me los puse.
—Deja tus cosas y te enseñaré las instalaciones —ofreció Ricky.
Todavía con paso enérgico, me llevó a un salón de tamaño medio con un sofá y sillas en torno a una mesa baja, con un tablón de anuncios en la pared. Todos los muebles eran del mismo laminado plástico.
—A la derecha están la cocina y la sala de recreo con un televisor, videojuegos y demás.
Entramos en la reducida cocina. Dentro había dos personas, un hombre y una mujer, comiendo de pie unos sándwiches.
—Creo que ya conoces a estos dos —dijo Ricky, sonriendo.
En efecto, los conocía. Habían formado parte de mi equipo en MediaTronics.
Rosie Castro era morena, delgada, exótica y sarcástica; llevaba unos holgados pantalones cortos y una camiseta que le ceñía el abundante pecho; en ella se leía: DESEA. Independiente y rebelde, Rosie se había dedicado al estudio de Shakespeare en Harvard hasta que decidió, en sus propias palabras, que «Shakespeare está muerto, joder. Lleva siglos muerto, joder. No hay nada nuevo que decir. ¿Qué sentido tiene?».. Pidió el traslado al MIT y allí pasó a estar bajo la protección de Robert Kim, que trabajaba en programación de lenguajes naturales. Demostró grandes aptitudes. Actualmente empezaba a verse la relación entre los programas de lenguajes naturales y el procesamiento distribuido, ya que por lo visto las personas evalúan una frase de distintas maneras simultáneamente mientras la oyen; no esperan a acabar de oírla, sino que se forman expectativas de lo que va a venir. Esa es una situación ideal para el procesamiento distribuido, que puede abordar un problema desde varios puntos de vista al mismo tiempo.
—Aún llevas esas camisetas, Rosie —comenté. En MediaTronics habíamos tenido algún contratiempo por su manera de vestir.
—Mantiene a los chicos despiertos —contestó ella, encogiéndose de hombros.
—De hecho, nos tienen sin cuidado.
Me volví hacia David Brooks, rígido, formal, obsesivamente pulcro, y casi calvo a los veintiocho años. Parpadeó tras los gruesos cristales de las gafas.
—En todo caso, tampoco son nada del otro mundo —añadió.
Rosie le sacó la lengua.
David era ingeniero, y tenía la brusquedad y la ineptitud social propias de un ingeniero. También estaba cargado de contradicciones, aunque cuidaba hasta la exageración todos los detalles de su trabajo y la apariencia física, los fines de semana hacía motocross y a menudo volvía cubierto de barro. Me estrechó la mano con entusiasmo.
—Me alegra mucho que estés aquí, Jack.
—Alguien tendrá que decirme por qué os alegráis todos tanto de verme —dije.
—Bueno, es porque tú sabes más sobre algoritmos multiagente que… —contestó Rosie.
—Primero voy a enseñarle la fábrica —la interrumpió Ricky—. Ya hablaremos luego.
—¿Por qué? —preguntó Rosie—. ¿Quieres que sea una sorpresa?
—Toda una sorpresa —añadió David.
—No, en absoluto —respondió Ricky, lanzándoles una mirada severa—. Solo quiero poner a Jack en antecedentes. Quiero tratar de ese asunto a fondo con él.
David consultó su reloj.
—¿Cuánto tiempo crees que te llevará? Porque calculo que tenemos…
—He dicho que primero me dejes enseñarle la fábrica, por Dios —repitió Ricky, casi gruñendo.
Me sorprendió; nunca antes lo había visto perder el control. Pero, para David y Rosie, esa actitud aparentemente no tenía nada de raro.
—Está bien, Ricky. Está bien.
—Como digas, Ricky. Tú mandas.
—Así es, yo mando —repuso Ricky, aún visiblemente irritado—. Y por cierto, vuestro descanso ha terminado hace diez minutos, así que volved al trabajo. —Echó un vistazo a la sala de recreo contigua—. ¿Dónde están los otros?
—Reparando los sensores del perímetro.
—¿Queréis decir que están fuera?
—No, no. Están en la sala de mantenimiento. Bobby cree que hay un problema de calibración en las unidades sensoras.
—Estupendo. ¿Ha informado alguien a Vince?
—No. Es software; Bobby se ocupa de eso.
En ese instante sonó mi teléfono móvil. Sorprendido, lo saqué del bolsillo. Me volví hacia los otros.
—¿Funcionan aquí dentro los móviles?
—Sí —contestó Ricky—, tenemos cobertura.
Reanudó su discusión con David y Rosie.
Salí al pasillo y oí mis mensajes. Había solo uno, del hospital, referente a Julia: «Tenemos entendido que es usted el marido de la señora Forman. Llámenos lo antes posible». A esto seguía una extensión de un tal doctor Rana. Marqué el número de inmediato.
La centralita me pasó con la unidad de cuidados intensivos.
Pregunté por el doctor Rana y esperé hasta que atendió.
—Soy Jack Forman, el marido de Julia Forman.
—Ah, sí, señor Forman. —Una voz agradable y melodiosa—. Gracias por llamar. Por lo que sé, acompañó usted a su esposa al hospital anoche. ¿Sí? Entonces conocerá la gravedad de sus heridas, o quizá debería decir sus heridas potenciales. Tenemos la impresión de que necesita un examen completo de la fractura cervical y del hematoma subdural. Y también de la fractura de pelvis.
—Sí —contesté—. Eso me dijeron anoche. ¿Hay algún problema?
—De hecho, sí. Su esposa rechaza el tratamiento.
—¿Lo rechaza?
—Anoche nos permitió tomarle radiografías y tratar las fracturas de la muñeca. Le explicamos que las radiografías son limitadas respecto a lo que nos permiten ver, y que es muy importante para ella someterse a una resonancia magnética, pero se niega.
—¿Por qué? —pregunté.
—Dice que no la necesita.
—Claro que la necesita —afirmé.
—Sí, así es, señor Forman —corroboró el doctor Rana—. No quiero alarmarle, pero lo que nos preocupa respecto a la fractura pélvica es la hemorragia masiva en el abdomen. En fin, está desangrándose. Eso podría causarle la muerte, y en muy poco tiempo.
—¿Qué quiere que haga?
—Nos gustaría que hablara con ella.
—Por supuesto. Póngame con Julia.
—Lamentablemente en este momento están haciéndole unas radiografías más. ¿Podemos llamarle a algún número? ¿Al móvil? De acuerdo. Una cosa más señor Forman: no hemos podido conseguir el historial psiquiátrico de su esposa…
—¿Por qué?
—Se niega a hablar de eso. Me refiero al consumo de drogas, cualquier antecedente de trastornos en el comportamiento, esa clase de cosas. ¿Podría aclararnos esa cuestión?
—Lo intentaré…
—No quiero alarmarle, pero su mujer ha estado actuando…, bueno, de un modo un tanto irracional. Casi delirando, en algún momento.
—Últimamente ha estado sometida a mucha tensión —expliqué.
—Sí, estoy seguro de que eso contribuye —comentó el doctor Rana diplomáticamente—. Y ha sufrido graves heridas en la cabeza, que es necesario examinar más a fondo. No quiero alarmarle pero debo serle franco: según el especialista psiquiátrico, su esposa padece posiblemente un trastorno bipolar, un trastorno a causa de las drogas, o ambos a la vez.