—Ya salimos —respondí.
—No tiene sentido marcharse —dijo David Brooks con tono formal—, hasta que tengamos una válvula que sepamos que encaja en esta botella.
—Creo que será mejor que nos vayamos —sugirió Mae—. Hayamos acabado o no.
—¿Y qué arreglamos así? —repuso David.
—Metedlo todo en la mochila —ordené—. Dejad de hablar y guardadlo todo ya.
Por los auriculares, Bobby informó:
—Cuatro nudos y bajando. Deprisa.
—Vámonos, todos —dije.
Los empujaba hacia la puerta cuando oímos decir a Ricky:
—No.
—¿Cómo?
—Ahora no podéis salir.
—¿Por qué no?
—Porque es demasiado tarde. Están aquí.
Todos nos acercamos a la ventana. Nos golpeamos las cabezas intentando mirar en todas las direcciones. En apariencia, el horizonte estaba despejado. No vi nada.
—¿Dónde están? —pregunté.
—Vienen desde el sur. Los tenemos en los monitores.
—¿Cuántos? —preguntó Charley.
—Cuatro.
—¡Cuatro!
—Sí, cuatro.
El edificio principal se hallaba al sur de nuestra posición. No había ventanas al sur en la unidad de almacenaje.
—No vemos nada —dijo David—. ¿Vienen muy deprisa?
—Muy deprisa.
—¿Tenemos tiempo de llegar si nos echamos a correr?
—No lo creo.
David frunció el entrecejo.
—No lo creo. Dios santo.
Y sin darme tiempo a hablar, David se precipitó hacia la puerta del fondo, la abrió y salió bajo la luz del sol. A través del rectángulo de la puerta abierta, lo vimos mirar hacia el sur protegiéndose los ojos con la mano. Simultáneamente exclamamos:
—¡David!
—David, ¿qué carajo haces?
—¡David, eres un gilipollas!
—Intento ver…
—¡Vuelve aquí!
—¡Imbécil!
Pero Brooks siguió donde estaba, con las manos sobre los ojos.
—Aún no veo nada —dijo—. Ni oigo nada. Escuchad, creo que quizá lleguemos… Eh, no podemos.
Retrocedió rápidamente, tropezó con el marco de la puerta, cayó, se puso en pie con dificultad y cerró de un portazo, quedándose agarrado al tirador.
—¿Dónde están?
—Vienen —contestó—. Están viniendo. —Le temblaba la voz a causa de la tensión—. Dios mío, vienen. —Sujetando el tirador, apoyó en el todo su peso. Mascullaba una y otra vez—: Vienen… vienen…
—Fantástico —dijo Charley—. El jodido se ha venido abajo.
Me acerqué a David y apoyé la mano en su hombro. Sujetaba el tirador respirando entrecortadamente.
—David —dije con calma—. Tranquilízate. Respira hondo.
—Solo… tengo que… tengo que impedir… —Estaba sudando, su hombro temblaba bajo mi mano, y tenía todo el cuerpo en tensión. Era puro pánico.
—David —dije—, respira hondo, ¿de acuerdo?
—Tengo que… tengo que… tengo… tengo… tengo…
—Respira, David. —Tomé aire, dándole ejemplo—. Así uno se siente mejor. Vamos, ahora tú. Respira hondo.
David asintió con la cabeza, intentando escucharme. Tomó una breve bocanada de aire. Luego volvió a jadear.
—Muy bien, David, ahora otra vez.
Volvió a tomar aire. Su respiración se tranquilizó un poco. Dejó de temblar.
—Perfecto, David, eso está bien.
A mis espaldas, Charley dijo:
—Ya sabía yo que este tipo estaba chiflado. Miradlo, hablándole como si fuera un bebé.
Me volví y lancé una mirada a Charley. Él hizo un gesto de indiferencia.
—Eh, tengo razón.
—No es de gran ayuda, Charley —dijo Mae.
—Me da igual.
—Charley —intervino Rosie—, cállate un rato, ¿de acuerdo?
Me volví hacia David. Mantuve la voz serena.
—Muy bien, David. Así está bien. Respira. Perfecto, ahora suelta el tirador.
David movió la cabeza en un gesto de negación, pero parecía confuso. Sin saber qué hacer. Parpadeó rápidamente. Daba la impresión de que saliera de un trance.
—Suelta el tirador —dije con delicadeza—. No sirve de nada.
Finalmente lo soltó y se sentó en el suelo. Empezó a llorar, apoyando la cabeza en las manos.
—Dios mío —dijo Charley—. Lo que nos faltaba.
—Cállate, Charley.
Rosie fue al frigorífico y regresó con una botella de agua. Se la entregó a David, y este bebió mientras lloraba. Lo ayudó a levantarse y me indicó con la cabeza que se ocuparía de él.
Volví al centro de la sala, donde los demás estaban de pie ante el monitor del terminal. En la pantalla, las líneas de código habían dado paso a una vista de la fachada norte del edificio principal. Había allí cuatro enjambres, despidiendo destellos plateados mientras se desplazaban de un extremo a otro del edificio.
—¿Qué hacen? —pregunté.
—Intentan entrar.
—¿Por qué?
—No estamos seguros —contestó Mae.
Observamos por un momento en silencio. De nuevo me llamó la atención la intencionalidad de su comportamiento. Me recordaron a los osos que intentan entrar en una caravana para robar comida. Se detenían en todas las puertas y ventanas y permanecían allí por un rato, subiendo y bajando por las junturas herméticas para pasar finalmente a la siguiente abertura.
—¿Y siempre tantean las puertas así? —pregunté.
—Sí. ¿Por qué?
—Porque da la impresión de que no recuerdan que las puertas están cerradas herméticamente.
—No —respondió Charley—. No lo recuerdan.
—¿Porque no tienen memoria suficiente?
—Por eso —contestó—, o porque esta es otra generación.
—¿Quieres decir que hay ya nuevos enjambres desde el mediodía?
—Sí.
Consulté mi reloj.
—¿Hay una generación nueva cada tres horas?
Charley se encogió de hombros.
—No sabría decirte. No hemos llegado a averiguar dónde se reproducen. Son solo suposiciones.
La posibilidad de que vinieran nuevas generaciones tan deprisa significaba que, fueran cuales fuesen los mecanismos evolutivos incorporados, el código avanzaba también deprisa. Normalmente los algoritmos genéticos —que se inspiraban en la reproducción para llegar a soluciones— necesitaban entre quinientas y cinco mil generaciones para llegar a una optimización. Si estos enjambres se reproducían cada tres horas, implicaba que habían producido unas cien generaciones en las dos últimas semanas. Y con cien generaciones el comportamiento sería mucho más inteligente.
Mae los observó por el monitor y dijo:
—Como mínimo se quedan junto al edificio principal. Parece que no saben que estamos aquí.
—¿Cómo iban a saberlo? —pregunté.
—No tienen manera de saberlo —aseguró Charley—. Su principal modalidad sensora es la visión. Quizá hayan adquirido un poco de capacidad auditiva a lo largo de las generaciones. Pero predomina la visión. Si no ven algo, para ellos no existe.
Rosie se acercó con David.
—Lo siento mucho, chicos, de verdad —dijo él.
—No te preocupes.
—No importa, David.
—No sé qué me ha pasado. Simplemente no he podido soportarlo.
—Da igual, David —dijo Charley—. Lo comprendemos. Eres un psicópata y te has venido abajo. Nos hacemos cargo. No pasa nada.
Rosie rodeó los hombros de David con los brazos y él se sonó ruidosamente. Rosie miró con atención el monitor.
—¿Qué hacen ahora? —preguntó Rosie.
—Da la impresión que no saben que estamos aquí.
—De acuerdo…
—Esperemos que sigan así.
—Ya. ¿Y si no? —dijo Rosie.
—Había estado pensando en eso.
—Si no, dependemos de las lagunas en los supuestos de PREDPRESA. Aprovecharemos los puntos débiles del programa.
—¿Y eso significa?
—Formaremos una bandada —respondí.
Charley soltó una ronca risotada.
—Sí, eso, una bandada… y nos pondremos a rezar.
—Hablo en serio —dijo.
En los últimos treinta años los científicos habían estudiado las interacciones entre depredador y presa en toda clase de animales, desde el león hasta las hormigas soldado, pasando por la hiena. Existía ya una mejor comprensión de cómo se defendían las presas. Los animales como la cebra y el caribú no vivían en manada porque fueran sociables: la manada era una defensa contra la depredación. Un gran número de animales proporcionaba una mayor vigilancia. Y los depredadores al ataque con frecuencia se desorientaban cuando la manada huía en todas direcciones. A veces se quedaban paralizados literalmente. Si se le presentaban a un depredador muchos objetivos en movimiento, a menudo no perseguía a ninguno.
Lo mismo ocurría con las bandadas de aves y los bancos de peces: esos movimientos coordinados en grupo dificultaban a los depredadores la elección de un individuo aislado. Los depredadores tendían a atacar a un animal que se diferenciaba del resto de algún modo. Esa era una de las razones por las que frecuentemente atacaban a las crías, no solo porque fueran una presa más fácil, sino porque presentaban una apariencia diferente. Análogamente, los depredadores mataban más machos que hembras, porque los machos no dominantes tendían a quedarse en la periferia de la manada, donde eran más perceptibles.
De hecho, treinta años atrás, cuando Hans Kruuk estudió las hienas en el Serengeti, descubrió que marcar con pintura a un animal garantizaba que moriría en el siguiente ataque. Ese era el efecto de la diferencia.
Así que el mensaje era sencillo. Había que permanecer juntos. Había que ofrecer el mismo aspecto.
Esa era nuestra mejor opción.
Pero esperaba no tener que llegar a ese punto.
Los enjambres desaparecieron durante un rato. Se habían ido al lado opuesto del edificio del laboratorio. Esperamos en tensión. Al final reaparecieron.
Una vez más recorrieron la fachada del edificio, tanteando puertas y ventanas una tras otra.
Todos observamos el monitor. David Brooks sudaba copiosamente. Se enjugó la frente con la manga.
—¿Hasta cuándo van a seguir haciendo eso?
—Mientras les dé la gana —dijo Charley.
—Como mínimo hasta que vuelva a levantarse el viento —contestó Mae—. Y no parece que eso vaya a ocurrir pronto.
—Dios mío —dijo David—. No sé cómo lo soportáis.
Estaba pálido; el sudor le goteaba desde las cejas y le corría por los cristales de las gafas. Daba la impresión de que fuera a desvanecerse de un momento a otro.
—¿Quieres sentarte, David? —sugerí.
—Será lo mejor.
—Muy bien.
—Vamos, David —dijo Rosie. Lo llevó a través de la sala hasta el fregadero y lo ayudó asentarse al suelo. Él se abrazó las rodillas y agachó la cabeza. Rosie humedeció una toalla de papel con agua fría y se la colocó en la nuca con actitud tierna.
—Ese jodido —dijo Charley, moviendo la cabeza en un gesto de enojo—. Es lo único que nos faltaba en este momento.
—Charley —intervino Mae—, no nos ayudas…
—¿Y qué? Estamos atrapados en este cobertizo de mierda, sin cierres herméticos; no podemos hacer nada, no tenemos adónde ir, y él se viene abajo, complicándolo todo aún más.
—Sí, todo eso es verdad —admitió ella con voz serena—. Y tú no ayudas.
Charley le lanzó una mirada y empezó a tararear el tema de
Dimensión desconocida
.
—Charley, presta atención —dije.
Estaba observando los enjambres. Su comportamiento había variado sutilmente. Ya no permanecían junto al edificio. Ahora zigzagueaban alejándose de la pared hacia el desierto y volviendo a ella. Lo hacían los cuatro, en una especie de fluida danza.
Mae también lo notó.
—Un nuevo comportamiento…
—Sí —contesté—. Su estrategia no da resultado y por tanto prueban otra.
—No va a servirles de una mierda —comentó Charley—. Por más que zigzagueen, no van a abrirse las puertas.
Aun así, me fascinó ver ese comportamiento emergente. El zigzagueo era cada vez más exagerado; los enjambres se alejaban más y más de los edificios. Su estrategia cambiaba gradualmente. Evolucionaba ante nuestros ojos.
—Es asombroso —dije.
—Los muy hijos de puta —dijo Charley.
Uno de los enjambres estaba en ese momento muy cerca del cuerpo del tapetí. Se aproximó a unos metros y volvió a desviarse, de regreso al edificio principal. Se me ocurrió una idea.
—¿Cómo es de buena la visión de los enjambres?
Oí el chasquido de los auriculares. Era Ricky.
—Extraordinaria —respondió—. Al fin y al cabo están diseñados para ver. Visión veinte cero cinco. Una excelente resolución. Mejor que la de cualquier humano.
—¿Y cómo forman las imágenes? —pregunté. Eran solo una serie de partículas independientes. Al igual que con los bastones y los conos del ojo, se requería procesamiento central para formar una imagen a partir de toda la información recibida. ¿Cómo se llevaba a cabo ese procesamiento?
Ricky carraspeó.
—Esto… no estoy seguro.
—Se puso de manifiesto en generaciones posteriores —explicó Charley.
—¿Quieres decir que desarrollaron la visión por sí solos?
—Sí.
—Y no sabemos cómo lo hacen…
—No. Solo sabemos que lo hacen.
Observamos mientras el enjambre se apartaba de la pared, volvía a aproximarse al tapetí y volvía a acercarse a la pared. Los otros enjambres hacían lo mismo más allá, adentrándose en el desierto y retrocediendo de nuevo.
—¿Por qué lo preguntas? —dijo Ricky por los auriculares.
—Por curiosidad.
—¿Crees que encontrarán al tapetí?
—No me preocupa el tapetí —contesté—. En todo caso parece que ya les ha pasado inadvertido.
—Entonces ¿qué?
—Oh, oh —dijo Mae.
—Mierda —exclamó Charley, y dejó escapar un largo suspiro.
Estábamos mirando el enjambre más cercano, el que acababa de pasar de largo el tapetí. El enjambre había vuelto a adentrarse en el desierto, yendo unos diez metros más allá del tapetí. Pero en lugar de volver atrás con su habitual zigzagueo, se había detenido en el desierto. No se movía del punto donde estaba, pero la columna plateada ascendía y descendía.
—¿Por qué hace eso? —pregunté—. ¿Por qué sube y baja de esa manera?
—¿Tendrá algo que ver con la formación de imágenes, quizá? ¿Con el enfoque?
—No —contesté—. Me refiero al hecho de que se haya detenido.
—¿Un bloqueo de programa?
Negué con la cabeza.
—Lo dudo.