Dos mecanismos relacionados con la empatia son la compasión y la angustia personal, que en sus consecuencias sociales se oponen mutuamente. La simpatía se define como «una respuesta afectiva consistente en albergar sentimientos de pesar o preocupación por otro en una situación de necesidad o angustia (más que sentir la misma emoción). Se cree que la compasión lleva implícita una motivación altruista y orientada hacia el otro» (Eisenberg, 2000, pág. 677). La angustia personal, por el contrario, hace que la parte afectada busque el alivio de
su propio
dolor, similar al que ha percibido en el objeto. La angustia personal no se preocupa, por tanto, de la situación de ese otro que induce a la empatia (Batson, 1990). De Waal (1996, pág. 46) ofrece un sorprendente ejemplo entre primates: los gritos de una cría de mono rhesus que haya sido duramente castigada o rechazada a menudo provoca que otras crías se aproximen, se abracen, se monten o incluso hagan una pila encima de la víctima. Así, el dolor de una cría parece extenderse a sus compañeros, que buscan posteriormente el contacto para calmar su propia excitación. En tanto que la angustia personal carece de una evaluación cognitiva y de complementareidad en la conducta, no va más allá del nivel del contagio emocional.
El hecho de que la mayoría de los libros de texto actuales sobre la cognición animal (por ejemplo, Shettleworth, 1998) no contengan en sus índices ninguna acepción dedicada a la empatia o la compasión no significa que estas capacidades no sean parte esencial de la vida de los animales; simplemente, significa que la ciencia, tradicionalmente concentrada en las capacidades individuales más que en las interindividuales, las ha pasado por alto. El empleo de herramientas y la competencia numérica, por ejemplo, son vistos como una señal de inteligencia, mientras que el trato apropiado con los demás no lo es. Es sin embargo evidente que la supervivencia a menudo depende de cómo los animales se las apañen dentro de su propio grupo, tanto en un sentido cooperativo (por ejemplo, mediante la acción concertada o la transferencia de información) como en un sentido competitivo (por ejemplo, las estrategias de dominación o el engaño). Es en el terreno de lo
social
, por tanto, donde uno espera encontrar los logros cognitivos más importantes. La selección debe haber favorecido aquellos mecanismos que evalúen los estados emocionales de los otros y respondan con rapidez a los mismos. La empatia es precisamente uno de esos mecanismos.
En el comportamiento humano, se da una relación muy estrecha entre empatia y compasión, y su expresión es el altruismo psicológico (por ejemplo, Hornblow, 1980; Hoffman, 1982; Batson.y otros, 1987; Eisenbergy Strayer, 1987; Wispé, 1991). Es razonable asumir que las respuestas altruistas y bondadosas de otros animales, especialmente entre los mamíferos, están basadas en mecanismos similares. Cuando Zahn-Waxler visito varios hogares con la intención de descubrir cómo los niños respondían ante miembros de su familia que habían recibido instrucciones para fingir tristeza (mediante sollozos), dolor (llorando) o angustia (fingiendo que se asfixiaban), descubrió que los niños de poco mas de 1 año ya consolaban a los demás. Dado que las expresiones de compasion emergen a una edad temprana en prácticamente todos los miembros de nuestra especie, son tan naturales como dar nuestros primeros pasos. Una consecuencia colateral de este estudio, sin embargo, fue que los animales de la casa parecían tan preocupados como los niños ante la «angustia» de los miembros de la familia. Giraban a su alrededor o ponían la cabeza en su regazo (Zahn-Waxler y otros, 1984).
Las respuestas a las emociones de los demás, enraizadas en un sentimiento de apego y en lo que Harlow denominó «el sistema afectivo» (Harlow y Harlow, 1965) se dan con frecuencia entre los animales sociales. Asi, la evidencia psicológica y de la conducta sugiere la existencia del contagio emocional en una variedad de especies (estudiadas en Preston y De Waal, 2002b, y De Waal, 2003). La interesante bibliografía escrita por psicólogos experimentales aparecida en las decadas de 1950 y 1960 colocó entre comillas términos como «empatia» y «compasión». En aquel entonces, hablar de las emociones animales era tabú. En un ensayo provocativamente titulado «Reacciones emocionales de las ratas al dolor de los otros», Church (1959) estableció que ratas que habían aprendido a apretar una palanca para conseguir comida dejaban de hacerlo si a su respuesta le acompañaba una descarga electrica que fuera visible para una rata vecina. Aun cuando esta inhibición se convirtió rápidamente en hábito, sugería cierto nivel de aversión hacia las reacciones dolorosas de los demas. Quiza tales reacciones estimularon las emociones negativas de las ratas que fueron testigos del hecho.
Los monos muestran un nivel de inhibición mayor que las ratas. La prueba más atractiva de la fuerza de la empatia en los monos la encontramos en Wechkin y otros (1964) y Masserman y otros (1964). Descubrieron que los monos rhesus se niegan a tirar de una cadena que les trae comida si con ello causan una descarga a un compañero. Un mono dejó de tirar durante cinco días y otro durante doce después de ver que uno de sus compañeros sufría una descarga. Estos monos estaban, literalmente, muriéndose de hambre con tal de evitar hacerse daño mutuamente. Un sacrificio semejante guarda relación con el estrecho sistema social y la vinculación emocional existentes entre estos macacos, como se evidencia en el hecho de que la inhibición para no dañar al otro era más pronunciada entre individuos que se conocían entre sí que entre desconocidos (Masserman y otros, 1964).
A pesar de que estos estudios tempranos sugieren que, al comportarse de determinada manera, los animales intentan aliviar o evitar el sufrimiento en los demás, no queda claro si las respuestas espontáneas hacia sus sufridos congéneres se explican mediante: a) la aversión a las señales de angustia y dolor de los otros; b) la angustia personal generada mediante contagio emocional; o c) motivaciones verdaderamente basadas en la ayuda. El trabajo con primates no humanos nos ha proporcionado más información. Algunos de los indicios son cualitativos, pero también existen datos cuantitativos sobre las reacciones de empatia.
Anécdotas para ponerse en el lugar del otro
Encontramos sorprendentes descripciones de empatia y altruismo entre primates en Yerkes (1925), Ladygina-Kohts (2000 [1935]), Goodall (1990), y De Waal (1998 [1982], 1996, 1997a). La empatia entre primates es un área tan rica que permitió a O’Connell (1995) realizar un análisis del contenido de miles de informes cualitativos. Esta investigadora llegó a la conclusión de que las respuestas al sufrimiento de otros parecen notablemente más complejas en los simios que en los monos. Para mostrar la fuerza de la respuesta empática de los simios, Ladygina-Kohts pone el ejemplo de su joven chimpancé Joni: la mejor manera de hacerle bajar del tejado de su casa (mejor que cualquier forma de castigo o recompensa) era apelando a su compasión:
Si finjo estar llorando, cierro mis ojos y sollozo; Joni inmediatamente deja de jugar o de hacer lo que esté haciendo y corre rápidamente hacia mí, muy excitado y desgreñado, desde el rincón más remoto de la casa, como por ejemplo el tejado o el techo de su jaula, de donde no podía hacerle bajar a pesar de mis persistentes ruegos para que lo hiciera. Corretea a mi alrededor con impaciencia, como si estuviera buscando al culpable; mirándome a la cara, toma con suavidad mi mentón entre sus manos, me toca la cara levemente con el dedo, como si intentara comprender qué ocurre, y se da la vuelta, apretando los dedos de los pies en forma de puño (Ladygina-Kohts, 2002 [1935], pág. 121).
De Waal (1996, 1997a) sugiere que además de la conexión emocional, los simios muestran aprecio por la situación de los demás y adoptan un cierto nivel de toma de perspectiva (apéndice B). De modo que la principal diferencia entre monos y simios no está en la empatia en sí, sino en los recubrimientos cognitivos que permiten a los simios adoptar el punto de vista del otro. En este sentido, tenemos el sorprendente ejemplo de una hembra bonobo empatizando con un pájaro en el zoo de Twycross, Inglaterra:
Un día, Kuni capturó un estornino. Temiendo que la bonobo podría molestar al aturdido pájaro, que aparentaba no haber sufrido heridas, el guardián pidió a la bonobo que lo dejara ir. Kuni cogió al estornino con una mano y escaló hasta el punto más elevado del árbol más alto, rodeando el tronco con sus piernas y así tener las dos manos libres para agarrar al pájaro. Entonces, desplegó sus alas con mucho cuidado y las abrió, un ala en cada mano, antes de arrojar al pájaro con tanta fuerza como le fue posible hacia la verja del cercado. Desgraciadamente, se quedó corta y el pájaro aterrizó a orillas del foso, donde Kuni la protegió durante largo tiempo frente a la mirada curiosa de un joven (De Waal, 1997a, pág. 156).
La acción de Kuni habría sido evidentemente inapropiada de haberla realizado con un miembro de su propia especie. Al haber visto volar a los pájaros en multitud de ocasiones, Kuni parecía haber desarrollado la noción de lo que podía ser bueno para un pájaro, ofreciendo así una versión antropoide de la capacidad para la empatia descrita de forma tan perdurable por Adam Smith (1937 [1759], pág. 10): como un «ponerse en el lugar del que sufre». Quizás el ejemplo más notable de esta capacidad sea el caso de un chimpancé que, como en los experimentos originales de la teoría de la mente de Premacky Woodruff (1978), parecía entender las intenciones de otro chimpancé y le proporcionaba asistencia específica:
Durante un invierno en el zoo de Arnhem, después de limpiar los pasillos y antes de soltar a los chimpancés, los guardianes regaron con mangueras todos los neumáticos de goma en el recinto y los fueron colgando uno a uno de un tronco horizontal que se extendía desde la estructura para la escalada. Un día, Krom se interesó por uno en el que quedaba algo de agua. Desgraciadamente, este neumático en concreto estaba al final de la hilera, con otros seis o más colgando por delante. Krom no hacía más que tirar y tirar del neumático que quería, pero no podía arrancarlo del tronco. Empujó el neumático hacia atrás, pero entonces topó con la estructura para la escalada y tampoco era posible moverlo. Krom trabajó en vano para solucionar el problema durante más de diez minutos, siendo ignorada por todos menos por Jakie, un chimpancé de 7 años de edad a quien Krom había cuidado en su infancia.
Inmediatamente después de que Krom se diese por vencida y se alejara, Jakie se aproximó. Sin dudarlo, fue sacando los neumáticos uno a uno del tronco, empezando por el que estaba delante, siguiendo por el segundo, y así sucesivamente, como haría cualquier chimpancé sensato. Cuando llegó al último neumático, lo retiró cuidadosamente para que no se perdiera ni una gota de agua, lo llevó directamente hasta su tía y lo colocó justo delante de ella. Krom aceptó su regalo sin ningún reconocimiento especial, y estaba retirando el agua con las manos cuando Jakie se marchó (adaptado de De Waal, 1996).
El hecho de que Jakie ayudara a su tía no tiene nada de raro. Lo especial es el hecho de que Jakie adivinó con exactitud lo que quería Krom. Entendió cuál era el objetivo de su tía. Esta ayuda denominada «focalizada» o de tipo selectivo es típica de los simios, pero o es rara o no se da en otros animales. Se define como un comportamiento altruista ajustado a las necesidades específicas del otro aun en situaciones novedosas, como ocurrió en el publicitado caso de Binti Jua, una gorila hembra que rescató a un niño en el zoo Brookfield de Chicago (De Waal, 1996, 1999). Un experimento reciente ha demostrado la existencia de un tipo de ayuda selectiva entre chimpancés jóvenes (Warneken y Tomasello, 2006).
Es importante señalar la importancia de la increíble fuerza de la respuesta del simio, que hace a estos animales adoptar grandes riesgos a favor de otros. Si bien en un reciente debate sobre los orígenes de la moralidad Kagan (2000) creyó obvio que un chimpancé nunca saltaría a un lago para salvar a otro, citaremos a Goodall en esta cuestión (1990, pág. 213):
En algunos zoos, los chimpancés son custodiados en islas artificiales, rodeadas de fosos llenos de agua. Los chimpancés no pueden nadar y, a menos que sean rescatados, se ahogarían si caen en aguas profundas. A pesar de esto, existen individuos que en ocasiones han realizado esfuerzos heroicos para salvar a sus compañeros, a veces con éxito. Un macho adulto perdió la vida mientras intentaba rescatar a un bebé cuya incompetente madre lo había dejado caer al agua.
Los únicos otros animales con un catálogo de respuestas similar son los delfines y los elefantes. También en este caso, las pruebas son'fundamentalmente descriptivas (para delfines, Caldwell y Caldwell, 1966; Connor y Norris, 1982; para elefantes, Moss, 1988;Payne, 1998); y aun así, resulta difícil aceptar como mera coincidencia el hecho de que los científicos que han observado a estos animales durante un período determinado de tiempo tengan un número tan elevado de ejemplos, mientras que los científicos que han observado otro tipo de animales tengan tan pocos, por no decir ninguno.
La práctica del consuelo
Esta diferencia de empatia entre monos y simios se ha visto confirmada por los estudios sistemáticos de un tipo de comportamiento conocido como «consuelo», inicialmente documentada por De Waal y Van Roosmalen (1979). Definimos la práctica del consuelo como el alivio que un espectador no involucrado ofrece a uno de los contrincantes inmersos en un incidente de agresión. Por ejemplo, un tercero acude al perdedor de una pelea y con suavidad le rodea con su brazo sobre los hombros (figura 2). El consuelo no debe confundirse con la reconciliación entre antiguos enemigos, que parece más bien motivada por el interés propio, como por ejemplo la imperiosa necesidad de restaurar una relación social alterada (De Waal, 2000). La ventaja del consuelo para el agente no es en absoluto clara. El agente podría probablemente marcharse de la escena sin consecuencias negativas.
La información sobre la práctica del consuelo entre chimpancés está bien cuantificada. De Waal y Roosmalen (1979) basaron sus conclusiones en el análisis de cientos de observaciones posconflicto, y la replicación de De Waal y Aureli (1996) incluyó un muestreo aún más amplio en el que los autores buscaban poner a prueba dos predicciones bastante sencillas. Si los contactos con terceros sirven para aliviar la angustia de los participantes en un conflicto, estos contactos deberían ir dirigidos hacia los receptores de la agresión antes que a los agresores, y en mayor medida hacia los receptores de una agresión intensa más que leve. Comparando el contacto con terceros en los niveles base, los investigadores encontraron indicios que apoyaban ambas posturas (figura 3).