Antes de referirnos al concepto de «justicia» en este contexto conviene, no obstante, señalar una diferencia entre éste y la noción humana de justicia. Un sentido de la justicia desarrollado al máximo implicaría que una mona «rica» compartiese su comida con una «pobre», puesto que debería sentir que la compensación que recibe es excesiva. Tal comportamiento pondría de manifiesto el interés en un principio de justicia más elevado, al que Westermarck llamó (1917 [1908]) «desinteresado», y que surge de una noción verdaderamente moral de la justicia. No es éste, no obstante, el tipo de reacción que demostraron nuestros monos: su sentido de la justicia, si así podemos denominarlo, era más bien egocéntrico. Demostraron tener ciertas expectativas sobre cómo debería tratárseles, pero no sobre cómo todos los demás a su alrededor debían ser tratados. Al mismo tiempo, no puede negarse que un sentido de la justicia pleno debe tener su origen en algún punto, y que el yo es el lugar más lógico para buscar ese origen. Una vez que existe la forma egocéntrica de la justicia, puede expandirse para incluir otras formas de la misma.
M
ENCIO Y LA PRIMACÍA DEL AFECTO
Poco hay de nuevo bajo el sol. El énfasis puesto por Westermarck en las emociones retributivas, ya sean amistosas o de carácter vengativo, me recuerda la respuesta que Confucio ofreció a la pregunta de si existe una palabra que sirva como receta para la totalidad de la vida de una persona. Confucio propuso la palabra «reciprocidad». La reciprocidad está también, evidentemente, en el centro de la Regla de Oro, que no ha sido aún superada como el compendio de la moralidad humana. Saber que al menos parte de la psicología que subyace detrás de esta norma puede darse en otras especies junto con la empatia necesaria, refuerza la idea de que la moralidad, más que una invención reciente, es parte de la naturaleza humana.
Mencio, un seguidor de Confucio, escribió extensamente a lo largo de su vida sobre la bondad humana, entre 372 y 289 a. C. Mencio perdió a su padre a los 3 años de edad, y su madre se aseguró de que recibiera la mejor educación posible. La madre de Mencio es tan conocida como su hijo: para los chinos, sigue siendo un modelo maternal por su devoción absoluta. Conocido como el «segundo sabio» gracias a su inmensa influencia, superada solamente por Confucio, Mencio tuvo inclinaciones revolucionarias, incluso subversivas, al recalcar la obligación de los gobernantes de cubrir las necesidades del pueblo llano. Grabados en planchas de bambú y transmitidos de generación en generación a sus herederos y estudiantes, sus escritos demuestran que el debate de si somos morales por naturaleza o no viene, efectivamente, de antiguo. En un intercambio de impresiones con KaouTsze, Mencio (s.f. [372-289 a. C], págs. 270-271) reacciona frente a las ideas de este último, que nos recuerdan la metáfora del jardín y el jardinero de Huxley:
La naturaleza del hombre es como la del sauce ke; la rectitud, como una taza o un cuenco. La extracción de la benevolencia y la rectitud de la naturaleza del hombre es similar a la manufactura de tazas y cuencos a partir del sauce ke.
A lo cual Mencio replicó:
¿Es acaso posible fabricar un cuenco o una taza sin alterar la naturaleza del sauce? Debes actuar con violencia, dañar el sauce, antes de poder moldear tazas y cuencos. Si así es, entonces, según tus propios principios, ¡también sería necesario ejercer la violencia contra la humanidad y dañarla para conseguir que sea benévola y virtuosa! Tus palabras, pues, llevarían a que todos los hombres considerasen la benevolencia y la virtud una calamidad.
Mencio creía que los humanos tienden a hacer el bien de forma tan natural como el agua que corre montaña abajo. Esto queda claro en la sentencia siguiente, en la que pretende excluir la posibilidad de que exista, al más puro estilo freudiano, una doble agenda entre las motivaciones explicitadas y sentidas sobre la base de que la inmediatez de las emociones morales, tales como la compasión, no deja lugar a contorsiones cognitivas:
Cuando digo que todos los hombres poseen una mente que no les permite contemplan el sufrimiento de los demás, puede ilustrarse el significado de mis palabras de la manera que sigue: incluso hoy en día, si un grupo de hombres ve a un niño a punto de caerse en un pozo, sentirán —sin excepción— un profundo sentimiento de angustia y alarma. Y lo sentirán así no para ganarse la simpatía de los padres del niño o los elogios de amigos y vecinos, ni porque les disguste la idea de tener una reputación de seres inconmovibles ante semejante evento. De un caso como éste, podemos percibir que el sentimiento de conmiseración es esencial en el hombre (Mencio, s.f. [372-289 a. C.], pág. 78).
El ejemplo de Mencio nos recuerda al epígrafe de Westermarck («¿Podemos evitar sentir compasión por nuestros amigos?») y la cita de Smith («Por muy egoísta que supongamos al hombre...»). La idea central que subyace en las tres afirmaciones es que la angustia que sentimos al contemplar el dolor ajeno es un impulso sobre el que no ejercemos prácticamente ningún control: nos atrapa al instante, como un reflejo, sin tiempo para sopesar los pros y los contras. Las tres apuntan hacia la existencia de un proceso involuntario como mecanismo de percepción-acción (MPA). De forma notable, los posibles motivos alternativos que Mencio trae a colación figuran también en la literatura moderna, generalmente bajo el epígrafe de la construcción de la reputación. La diferencia radica, evidentemente, en que Mencio rechazó estas explicaciones por demasiado artificiales, dada la inmediatez y la fuerza del impulso compasivo. La manipulación de la opinión pública sería perfectamente posible en cualquier otro momento, afirmó, pero no en el preciso instante en el que el niño cae dentro del pozo.
Estoy absolutamente de acuerdo. La evolución ha dado lugar a especies que siguen impulsos genuinamente cooperativos. Desconozco si en el fondo la gente es buena o mala, pero creer que todas nuestras acciones están calculadas de forma egoísta —a escondidas de los demás y a menudo de nosotros mismos— equivale a sobrestimar de forma exagerada los poderes mentales del ser humano, por no hablar de los de otros animales. Más allá de los ejemplos relativos a la práctica animal del consuelo de individuos afligidos y la protección frente a las agresiones, existe una rica literatura sobre la empatia y la compasión humanas que, en líneas generales, concuerda con la estimación de Mencio de que en este ámbito los impulsos preceden a la racionalidad (por ejemplo, Batson, 1990;Wispé, 1991).
E
L INTERÉS POR LA COMUNIDAD
En este ensayo, he trazado un marcado contraste entre dos escuelas de pensamiento sobre la bondad humana. Una de estas escuelas, personificada en la figura de T. H. Huxley, aún ejerce una gran influencia en nuestros días, si bien he observado que a nadie (ni siquiera entre quienes aprueban de forma explícita esta postura) le gusta que le califiquen de «teórico de la capa». Naturalmente esto puede deberse al término empleado, o al hecho de que toda vez que los supuestos que subyacen en la teoría de la capa se hacen explícitos, parece obvio que —a menos que uno esté dispuesto a seguir la vía puramente racionalista de los seguidores modernos de Hobbes, como por ejemplo Gauthier (1986)— la teoría no puede explicar cómo pasamos de ser animales amorales a ser animales morales. La teoría está reñida con la evidencia de que el procesamiento de las emociones es la fuerza que impulsa la realización de juicios morales. Si en verdad la moralidad humana pudiera reducirse a una serie de cálculos y de razonamientos, nos aproximaríamos bastante a un psicópata, que realmente no tiene ninguna intención de ser amable cuando actúa con amabilidad. La mayoría de nosotros aspira a ser algo mejor que eso, y de ahí la posible aversión a mi contraste blanquinegro entre la teoría de la capa y la corriente alternativa, que busca enraizar la moralidad en la naturaleza humana.
Esta corriente considera que la moralidad surgió de forma natural en nuestra especie, y considera que existen razones evolutivas de peso para que se desarrollasen las capacidades necesarias. Con todo, el marco teórico que explica la transición de animal social a humano moral es aún fragmentario. Encontramos sus fundamentos entre las teorías de selección de familiares y altruismo recíproco, pero resulta obvio que debemos añadir aún más elementos. Si prestamos la suficiente atención a la literatura que versa sobre la construcción de la reputación, los principios de justicia, la empatia y la resolución de conflictos (en bibliografías de índole muy diferente que no podemos reseñar aquí), parece existir un movimiento muy interesante que tiende hacia la elaboración de una teoría integrada sobre los orígenes de la moralidad (véase Katz, 2000).
Deberíamos además añadir que las presiones evolutivas responsables de nuestras tendencias morales podrían no haber sido siempre buenas o positivas. Después de todo, la moralidad es en gran medida un fenómeno intragrupal. De forma universal, los humanos tratamos a los desconocidos muchísimo peor de lo que tratamos a los miembros de nuestra propia comünidad. Es más, las normas morales apenas parecen ser aplicables fuera de nuestro entorno. Es cierto que en la época moderna existe un movimiento que busca expandir la red de la moralidad para incluir incluso a los miembros de un ejército enemigo (por ejemplo, la Convención de Ginebra, adoptada en 1949), pero todos somos conscientes de cuán frágil resulta este esfuerzo. Es muy probable que la moralidad evolucionase como un fenómeno intragrupal en conjunción con otra serie de capacidades típicamente intragrupales, tales como la resolución de conflictos, la cooperación o el acto de compartir.
No obstante, la primera forma de lealtad de los individuos no es hacia el grupo, sino hacia sí mismos y su familia. Al aumentar el nivel de interacción social y el recurso a la cooperación, los intereses compartidos debieron salir a la superficie para que la comunidad al completo se convirtiera en un aspecto importante. El paso más importante en la evolución de la moralidad humana fue la transición desde las relaciones interpersonales a un enfoque en el bien común. Entre los simios, podemos observar los comienzos de este proceso cuando solucionan conflictos ajenos. Las hembras hacen que los machos se reconcilien tras una pelea, y se convierten así en agentes de la reconciliación; los machos de mayor rango a menudo detienen las peleas entre otros individuos de forma equitativa, y así promueven la paz en el grupo. Personalmente veo este comportamiento como un reflejo de la preocupación por los intereses de la comunidad (De Waal, 1996), que a su vez refleja los intereses en juego que cada miembro del grupo tiene en el contexto de un ambiente cooperativo. La mayoría de los individuos tendría mucho que perder si la comunidad se viniera abajo, de ahí el interés por mantener la integridad y la armonía de la misma. En su estudio sobre cuestiones parecidas a ésta, Boehm (1999) añade el papel de la presión social, al menos en los humanos: toda la comunidad trabaja para recompensar el comportamiento que beneficia al grupo, y castiga aquellos comportamientos que lo socavan.
Evidentemente, la fuerza más poderosa capaz de sacar a relucir un sentido comunitario es la enemistad hacia los extraños, que obliga a que elementos que normalmente estarían enfrentados entre sí se unan. Esto puede no ser visible en el zoológico, pero es un factor muy a tener en cuenta entre los chimpancés en estado salvaje, que ejercen formas letales de violencia intercomunitaria (Wrangham y Peterson, 1996). En nuestra propia especie, nada es más evidente que nuestra tendencia a agruparnos frente a nuestros adversarios. En el transcurso de la evolución humana, la hostilidad dirigida hacia el exterior del grupo intensificó la solidaridad intragrupal, hasta el punto que hizo que surgiera la moralidad. En lugar de intentar que nuestras relaciones mejoren, como hacen los simios, hemos desarrollado enseñanzas explícitas sobre el valor de la comunidad y el lugar precedente que toma o que debe tomar sobre nuestros intereses individuales. Los humanos hemos llevado esta cuestión muchísimo más lejos que los simios (Alexander, 1987), razón por la cual nosotros tenemos sistemas morales, y ellos no.
Así pues, resulta profundamente irónico que nuestro logro más noble (la moralidad) mantenga lazos evolutivos con nuestro comportamiento más infame: la guerra. El sentimiento comunitario que la moralidad exige nos viene dado por esta última. Al traspasar el punto de encuentro entre los intereses individuales y los compartidos en conflicto, aumentamos considerablemente la presión social para asegurarnos de que todos contribuyeran al bien común.
Si aceptamos como válida esta visión de una moralidad evolucionada, es decir, de la moralidad como una consecuencia lógica de las tendencias cooperativas, al desarrollar una actitud moral y bondadosa no estaremos yendo contra nuestra naturaleza, al igual que la sociedad civil tampoco es un jardín descontrolado que tenga que ser dominado por un esforzado jardinero, como pensaba Huxley (1989 [1894]). Las actitudes morales nos han acompañado desde los comienzos de nuestra especie, y la figura del jardinero sería más bien, como muy adecuadamente la describió Dewey, la de un cultivador orgánico. Para tener éxito, el jardinero crea las condiciones adecuadas e introduce las especies vegetales que podrían no ser las normales en ese tipo de terreno «pero que entran dentro de lo que acostumbramos a encontrar en la naturaleza» (Dewey 1993 [1898], págs. 109110). En otras palabras, cuando actuamos moralmente, no engañamos de forma hipócrita a los demás: adoptamos decisiones que fluyen de unos instintos sociales más antiguos que nuestra propia especie, aun cuando les añadamos la singular complejidad humana de la preocupación desinteresada hacia los demás y hacia la sociedad en general.
A partir de la visión de Hume (1985 [1739], que consideraba a la razón esclava de las pasiones, Haidt (2001) pide una reevaluación completa del papel jugado por la racionalidad en los juicios morales, con el argumento de que la mayor parte de los actos de justificación en los humanos se dan
post hoc
, es decir, después de que se haya llegado a una serie de juicios morales sobre la base de intuiciones rápidas y automatizadas. Mientras que la teoría de la capa, con su énfasis en la singularidad humana, predice que la resolución de un problema moral se asigna a añadidos de nuestro cerebro evolutivamente recientes, tales como el córtex prefrontal, la neuroimagen muestra que la tarea de realizar un juicio moral implica a una gran variedad de zonas cerebrales, algunas de ellas muy antiguas (Greene y Haidt, 2002). En resumen, la neurociencia parece apoyar la postura de que la moralidad humana está evolutivamente anclada en la socialidad de los mamíferos.