Primates y filósofos (11 page)

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Authors: Frans de Waal

Tags: #Divulgación cientifica, Ensayo

BOOK: Primates y filósofos
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El debate sobre los usos y abusos del antropomorfismo, que durante años estuvo reducido al ámbito de un pequeño círculo de académicos, ha ganado recientemente preeminencia con la publicación de dos libros:
The New Antropomorphism
, de Kennedy (1992), y
La vida oculta de los perros
, de Marshall Thomas (1993). Kennedy reitera los peligros y trampas de dar por sentada la existencia de capacidades cognitivas más elevadas de lo que podemos probar, defendiendo así la economía cognitiva. Por el contrario, Marshall Thomas no vacila en defender el sesgo antropomórfico de su estudio informal sobre el comportamiento canino. En su best-séller, la antropóloga nos cuenta que hay perras jóvenes que «guardan» su virginidad para sus futuros «maridos» (esto es, ignoran las atenciones sexuales de otros antes de encontrar a su macho preferido, pág. 56), que los lobos salen de caza sin «sentir ningún atisbo de compasión» (pág. 39), o que en los ojos de su perro durante el transcurso de un salvaje ataque en grupo no ve «ni furia, ni miedo, ni muestras de agresión: solamente claridad de miras y una increíble determinación» (pág. 68).

Hay una diferencia notable entre la utilización del antropomorfismo con fines comunicativos o para generar una hipótesis, y el tipo de antropomorfismo que lo único que hace es proyectar una serie de emociones e intenciones humanas en los animales sin justificación, explicación o investigación alguna (Mitchell y otros, 1997). El antropomorfismo acrítico de Marshall Thomas es precisamente lo que ha dado mala fama a esta práctica, y lo que ha llevado a que sus críticos se opongan a ella en todas sus formas. Pero en lugar de rechazarlo por completo, deberíamos preguntarnos si una cierta dosis de antropomorfismo, utilizada de forma crítica, nos beneficia o nos perjudica a la hora de estudiar el comportamiento animal. ¿Es el antropomorfismo algo que, como ya apuntara Hebb (1946), nos permite comprender dicho comportamiento, y como Cheney y Seyfarth (1990, pág. 303) dijeron, «funciona» en tanto que aumenta la posibilidad de predecir el comportamiento? ¿O es, como sostienen Kennedy y otros (1992), algo que debemos mantener bajo control, como si fuera una enfermedad, al convertir a los animales en figuras humanas?

Si bien es cierto que los animales no son humanos, es igualmente cierto que los humanos sí son animales. La resistencia ante esta sencilla pero innegable verdad subyace en la resistencia frente al antropomorfismo. He definido esta resistencia como antroponegación: el rechazo
a priori
de características compartidas entre humanos y animales. La antroponegación denota una ceguera voluntaria hacia las características humanas de los animales tanto como hacia las características animales de los humanos (De Waal, 1999). Refleja una antipatía predarwiniana frente a las profundas similitudes que existen entre el comportamiento humano y el comportamiento animal (por ejemplo, el cuidado materno, el comportamiento sexual o la búsqueda del poder), visibles para cualquier persona de mente abierta.

La idea de que estas similitudes exigen explicaciones unitarias viene de antiguo. Uno de los primeros en invocar la uniformidad explicativa para todas las especies fue David Hume (1985 [1739], pág. 226), quien formuló el siguiente principio básico en su
Tratado de la naturaleza humana:

Es a partir de la similitud entre las acciones externas de los animales respecto de aquellas que nosotros mismos realizamos que juzgamos su interior como parecido al nuestro; al llevar este principio de la razón un paso más allá, concluiremos que puesto que nuestras acciones internas se parecen las unas a las otras, también habrán de parecerse entre sí las causas de las que se derivan. Cuando, entonces, avanzamos cualquier hipótesis para explicar una operación mental que sea común a hombres y bestias, debemos aplicar la misma hipótesis a ambos por igual.

Es importante añadir que, frente a los conductistas norteamericanos que dos siglos después de Hume incluyeron a animales y humanos en el mismo marco de estudio al rebajar considerablemente la complejidad mental humana y relegar la conciencia al ámbito de la superstición (por ejemplo, Watson, 1930), Hume (1985 [1739], pág. 226) tenía una opinión muy elevada de los animales: «Nada es más evidente —escribió— que el hecho de que las bestias están dotadas de pensamiento y razón como los hombres».

Hablando con propiedad, no podemos presumir de contar con una teoría unificada que explique todo el comportamiento (humano y animal) mientras al mismo tiempo desacreditamos el antropomorfismo. Después de todo, el antropomorfismo asume la existencia de experiencias similares en humanos y animales, que es exactamente lo que cabría esperarse en el caso de que hubiera procesos subyacentes compartidos. La oposición de los conductistas al antropomorfismo probablemente se originó en el hecho de que ninguna persona en su sano juicio aceptaría la validez de su tesis de que las operaciones mentales internas de
nuestra
especie son producto de la imaginación. La gente se negaba a aceptar que su comportamiento pudiera ser explicado sin tener en cuenta pensamientos, sentimientos o intenciones. ¿No tenemos vidas mentales, no miramos hacia el futuro, no somos acaso seres racionales? Con el tiempo, los conductistas cedieron, excluyendo al simio bípedo de su teoría del todo.

Fue aquí donde comenzó el problema para el resto de los animales. Toda vez que la complejidad cognitiva fue admitida para el caso de los humanos, el resto del mundo animal se convirtió en la luminaria del conductismo. Se esperaba de los animales que siguieran la ley del efecto completamente al pie de la letra; quien pensara lo contrario estaría cayendo en el antropomorfismo. La atribución a animales de experiencias similares a las humanas se consideraba pecado capital. El conductismo había pasado de ser una ciencia unificada a otra dicotómica, con dos lenguajes diferenciados: uno para el comportamiento humano, otro para el comportamiento animal.

A la pregunta de si el antropomorfismo es peligroso responderemos con un «sí»: es peligroso para aquellos que quieren construir un muro entre los humanos y el resto de los animales. El antropomorfismo sitúa a todos los animales, incluidos los humanos, en el mismo plano explicativo. Pero apenas puede ser calificado de peligroso entre quienes trabajan partiendo de una perspectiva evolutiva, mientras traten las explicaciones antropomórficas como hipótesis de trabajo (Burghardt, 1985). El antropomorfismo es una posibilidad entre muchas otras, que debemos tener en cuenta dado que aplica una serie de ideas intuitivas sobre nosotros mismos a otras criaturas que se nos parecen mucho. El antropomorfismo es la aplicación del autoconocimiento humano al comportamiento animal. ¿Qué puede haber de malo en eso? Ya aplicamos la intuición humana a las matemáticas o la química, así que ¿por qué suprimirlo en el caso del estudio del comportamiento animal? Más aún: ¿de verdad alguien cree todavía que podemos evitar el antropomorfismo (Cenami Spada, 1997)?

En última instancia debemos preguntarnos qué tipo de riesgos estamos dispuestos a asumir: si el de infravalorar la vida mental de un animal o el de sobrevalorarla. Existe cierta simetría entre el antropomorfismo y la antroponegación, y cada una de estas posturas tiene sus ventajas y desventajas. La respuesta no es fácil, pero desde una perspectiva evolutiva, la travesura de Georgia se explica más fácilmente del mismo modo que explicamos nuestro propio comportamiento: como el resultado de una vida interior familiar y compleja.

Apéndice B

¿TIENEN LOS SIMIOS UNA
TEORÍA DE LA MENTE?

Menzel inició los estudios sobre la intersubjetividad entre primates (1974) al soltar en un cercado al aire libre a un grupo de chimpancés jóvenes, en el que sólo uno de ellos sabia donde se escondían la comida y una serpiente de juguete, mientras que sus compañeros lo ignoraban. Sin embargo, estos mismos compañeros fueron perfectamente capaces de «adivinarlo» a partir del comportamiento del chimpancé que sí lo sabía. El clásico experimento de Menzel, combinado con la noción de Humphrey (1978) de los animales como «psicólogos naturales» y la teoría de la mente desarrollada por Premack y Woodruff (1978), inspiró el paradigma del sujeto conocedor frente a sujeto adivinador que aún hoy en día sigue siendo popular en los estudios de intersubjetividad en simios y niños.

La expresión «teoría de la mente» se refiere a la habilidad de reconocer los estados mentales de otros. Si por ejemplo usted y yo nos encontrásemos en una fiesta y yo creyera que nunca antes nos habíamos visto (aun cuando lo hubiéramos hecho), yo estaría elaborando una teoría sobre lo que le está pasando a usted por la cabeza. Dado que algunos científicos sostienen que esta habilidad es únicamente humana, resulta irónico que el propio concepto de la teoría de la mente tenga sus orígenes en las investigaciones con primates.

Desde entonces, ha tenido sus altibajos. Partiendo de demostraciones fallidas, hay quien ha llegado a la conclusión de que los simios carecen de teoría de la mente (por ejemplo, Tomasello, 1999; Povinelli, 2000). Aun así, resulta imposible interpretar los resultados negativos. Como suele decirse, la falta de pruebas no es prueba de que algo falte. Es posible que un experimento no funcione por razones que no tienen nada que ver con la existencia de dicha capacidad en cuestión. Por ejemplo, cuando comparamos simios con niños, uno de los problemas con los que nos topamos es que el responsable del experimento es invariablemente un humano, con lo cual son únicamente los simios los que han de enfrentarse a la barrera entre especies (De Waal, 1996).

Para los simios en cautividad, los humanos debemos parecer todopoderosos y omniscientes. Nos acercamos a los chimpancés a nuestro cargo después de que otros nos cuenten lo que les pasa (por ejemplo, cuando nos llaman por teléfono para informarnos de que hay algún herido o que se ha producido un nacimiento). Los chimpancés deben notar que con frecuencia sabemos lo que ha pasado antes de que les hayamos visto. Esto hace que la participación de humanos en experimentos del tipo de los anteriormente descritos, como un aspecto central de la investigación de la teoría de la mente, sea inherentemente inadecuada.

Hasta el momento, todo lo que han conseguido los experimentos llevados a cabo ha sido poner a prueba la teoría que sobre la mente humana tienen los simios. Debemos mejorar nuestra comprensión de la teoría que los simios tienen sobre otros simios. Cuando eliminamos al experimentador humano, los chimpancés parecen darse cuenta de que si uno de sus congéneres ha visto la comida escondida, sabe donde esta (Haré y otros, 2001). Este descubrimiento, junto con las cada vez más numerosas pruebas sobre la toma de perspectiva visual entre simios (Shillito y otros, 2005; Bráuer y otros, 2005; Haré y otros, en imprenta; Hirata, 2006), han reabierto el debate sobre la existencia de una teoría de la mente animal. En un giro inesperado de los acontecimientos (dado que el debate se centra en humanos y simios), un mono capuchino en la Universidad de Kyoto recientemente superó una serie de pruebas del mismo tipo (ver/saber) (Kuroshima y otros, 2003). Resultados positivos como éste son suficientes para poner en tela de juicio todos los resultados negativos anteriores.

La única forma de llegar al fondo de la inteligencia animal es mediante el diseño de experimentos que atrapen intelectual y emocionalmente a los animales. A los simios se les da bien resolver problemas, como por ejemplo rescatar a un bebé de un ataque, superar a un rival, evitar conflictos con un macho dominante o escabullirse con algún compañero. Existen numerosos testimonios a favor de la existencia de una teoría de la mente en la vida social de los simios, y aun cuando normalmente se trate de acontecimientos aislados (en ocasiones despreciativamente calificados de «anecdóticos»), yo creo que son extremadamente significativos. Después de todo, ha bastado con que un hombre dé un paso en la Luna para que afirmemos que ir allí entra dentro de nuestras capacidades. Si un observador experimentado y de confianza da noticia de algún incidente notable, la comunidad científica haría bien en prestar atención (De Waal, 1991). Con respecto a la posibilidad de que los simios adopten el punto de vista de otro, contamos con no pocos ejemplos. En la primera parte he contado las historias de Kuni y el pájaro y Jakie y su tía. Pondré a continuación dos ejemplos más (De Waal, 1989a).

El foso de dos metros de profundidad situado frente al viejo cercado de los bonobos en el zoo de San Diego fue drenado para su limpieza. Después de limpiarlo y de soltar a los simios, los cuidadores se dispusieron a rellenarlo de agua cuando repentinamente el macho más viejo, Kakowet, se acercó a la ventana, gritando y agitando frenéticamente los brazos, como si quisiera llamar su atención. Tras muchos años, la rutina de limpieza le resultaba ya familiar. Varios bonobos jóvenes se habían introducido en el foso seco, pero no podían salir. Los cuidadores les dieron una escalera. Todos los bonobos salieron del foso por su propio pie salvo el más pequeño, que fue rescatado por Kakowet.

Esta historia es igual que otra observación registrada en el mismo lugar una década más tarde. Para entonces, el zoo había tomado la sabia decisión de no rellenar el foso con agua, puesto que los simios no pueden nadar. Había una cadena colgando permanentemente hacia el interior del foso, y los bonobos bajaban siempre que les apetecía. Si Vernon, el macho alfa, desaparecía hacia el interior del foso, un macho más joven llamado Kalind rápidamente tiraba hacia arriba de la cadena. Kalind miraba entonces a Vernon con la boca muy abierta y un gesto travieso en la cara mientras daba palmadas contra la pared del foso. Esta expresión es el equivalente de la risa humana: Kalind se estaba riendo del jefe. En varios ocasiones, la única adulta, Loretta, se apresuró hacia el lugar de los hechos para rescatar a su compañero devolviendo la cadena al foso y vigilando hasta que Vernon hubiera salido del foso.

Ambas observaciones ejemplifican la toma de perspectiva a la que hemos hecho referencia anteriormente. Kakowet pareció darse cuenta de que llenar el foso de agua mientras los jóvenes bonobos seguían dentro no sería una buena idea, aun cuando esto no le afectase. Tanto Kalin como Loretta parecían conocer la utilidad de la cadena para alguien que se encontrara en el fondo del foso y actuaron en consecuencia, uno gastando una broma y la otra ayudando a la parte dependiente.

Personalmente estoy convencido de que los simios adoptan el punto de vista de sus congéneres, y que el origen evolutivo de esta habilidad no debe buscarse en la competitividad social, aun cuando se aplique en este ámbito (Haré y Tomasello, 2004), sino en la necesidad de cooperar. En el centro de esta toma de perspectiva se encuentra el vínculo emocional entre individuos (extendido entre los mamíferos sociales) sobre el cual la evolución (o el desarrollo) construye aún manifestaciones más complejas, incluida la evaluación del conocimiento y las intenciones de otro (De Waal, 2003).

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