U
N APUNTE EXTRACIENTÍFICO
Si bien considero que la propuesta que he realizado a favor de la utilización de un lenguaje antropomórfico es correcta desde un punto de vista científico —teniendo en cuenta el principio de la economía—, debo reconocer que hay una segunda razón por la que me resulta atractiva: porque anima a adoptar una visión del comportamiento humano que puede resultar moralmente enriquecedora. Ser capaz de apreciar que las emociones pueden conducir a un comportamiento estratégicamente sofisticado en los chimpancés nos ayuda a apreciar el hecho de que puede que nosotros, en tanto que seremos humanos, seamos más esclavos del gobierno de las emociones de lo que creemos. En concreto, me refiero al hecho de que nuestros juicios morales se ven coloreados de forma sutil y generalizada por un interés propio emocionalmente mediatizado.
Para aclarar este punto, permítaseme retroceder y examinar la cuestión de la moralidad humana desde otro ángulo, en términos de la distinción que De Waal establece en la primera de sus conferencias entre una teoría «de la capa» y una teoría «naturalista» de la moralidad. La teoría de la capa sostiene que la moralidad humana es un fino «recubrimiento cultural» que esconde una naturaleza humana amoral, cuando no inmoral. Tal como yo la entiendo, la alternativa —la teoría «naturalista»— sostiene que nuestros impulsos morales están enraizados en nuestros genes, y que en consecuencia somos hasta cierto punto, como proclama el título de uno de los libros de De Waal, «buenos por naturaleza».
De Waal me clasifica dentro de los llamados «teóricos de la capa» sobre la base de las conclusiones de mi libro
The Moral Animal
. Me gustaría argumentar por qué no me incluyo dentro de esta categoría, y por qué la dicotomía que establece entre una teoría «de la capa» y una teoría «naturalista» es quizá demasiado simple, ya que omite una tercera categoría teórica dentro de la cual me incluyo. Posteriormente explicaré por qué utilizar un lenguaje emocionalmente antropomórfico para describir el comportamiento de los chimpancés puede ayudarnos a entender esta tercera perspectiva teórica, y por qué ver el comportamiento humano desde esta perspectiva tiene sus ventajas.
En
The Moral Animal
, lejos de describir la moralidad como un «recubrimiento cultural», argumento de hecho que muchos de los impulsos y comportamientos que comúnmente se describen como morales tienen sus raíces en nuestros genes. Un ejemplo es el altruismo dirigido hacia nuestros parientes. Otro ejemplo es el sentido de justicia: la intuición de que las buenas acciones deben recibir su recompensa y que las malas deben ser castigadas; de hecho, el trabajo de De Waal me ayudó a convencerme de que en los chimpancés se da probablemente una versión rudimentaria (y yo diría que profundamente emocional) de esta intuición, y de que tanto en los humanos como en los chimpancés la intuición es producto de la dinámica evolutiva del altruismo recíproco.
Estas características de la naturaleza humana, que tienen su origen en los genes, se ejercitan frecuentemente en una forma que yo calificaría de auténticamente moral. (Es decir, adoptando la versión cruda y algo utilitarista del test kantiano que Christine Korsgaard explica en su respuesta, el mundo es un lugar mejor en tanto que los comportamientos generados por estas características nacen en circunstancias comparables en los seres humanos en general.) De modo que no creo merecer el sambenito que De Waal me cuelga de ser un «teórico de la capa» que considera la moralidad como un «recubrimiento cultural».
Ciertamente, sí creo que algunas de nuestras intuiciones morales de origen genético se ven (en ocasiones) sujetas a una serie de sutiles inclinaciones que las alejan del terreno de lo verdaderamente moral. Pero incluso en este caso no me identifico con el arquetipo del «teórico de la capa», puesto que creo que estas inclinaciones deben estar a su vez enraizadas en los genes y no constituyen un mero «recubrimiento cultural». Por ejemplo, a la hora de decidir cómo ejercitan cierto sentido de la justicia (cuando decidimos quién ha realizada una buena o una mala acción, cuáles de nuestras quejas son válidas y cuáles no) los seres humanos establecemos juicios de valor que van a favor de nuestras familias y amigos y en contra de nuestros enemigos de forma natural. Esta es una de las razones por las que no estoy de acuerdo con la postura de De Waal de que en cierto modo somos «buenos por naturaleza» en un sentido general, punto de vista que él parece asociar a una «teoría naturalista».
Más bien considero que pertenezco a una tercera categoría. Creo que: a) la «infraestructura» moral del ser humano (la parte de la naturaleza humana en la que nos basamos para guiarnos en el terreno de lo moral y que incluye algunos aspectos intuitivos específicamente morales) tiene una raíz genética y no constituye un «recubrimiento cultural»; pero b) esta infraestructura se ve sometida con no poca frecuencia a una «corrupción» sistemática (es decir, a un distanciamiento de lo que yo llamaría la verdadera moralidad) que tiene a su vez un origen genético (y que lo tiene porque así quedaban servidos los intereses darwinianos de nuestros antepasados durante la evolución).
Desde esta perspectiva, aun cuando lleguemos a elaborar nuestros juicios morales a través de un proceso deliberativo aparentemente consciente y racional (un proceso cognitivo), dichos juicios pueden verse influidos por factores emocionales. Por ejemplo: una corriente de hostilidad sentida sólo de forma semiconsciente hacia un rival puede influir negativamente sobre nuestro juicio acerca de si este rival es o no culpable de algún crimen, aun cuando estemos convencidos de que hemos evaluado todas las pruebas de forma objetiva. Podemos creer honestamente que nuestra opinión de que alguien merece, por poner un ejemplo, la pena de muerte, es un producto de la cognición pura sin ningún tipo de influencia emocional; pero esta influencia puede llegar a resultar un factor decisivo, y fue «diseñada» por la selección natural para que así fuera.
Mi propia opinión es que si todos fuéramos más conscientes de las diversas formas en que las emociones influyen sutilmente sobre nuestros juicios morales, el mundo sería un lugar mejor porque estaríamos menos dispuestos a obedecer estos prejuicios moralmente corruptores. Veo pues aspectos positivos en cualquier cosa que haga que las personas seamos más conscientes de este último aspecto. Y creo que emplear un lenguaje emocionalmente antropomórfico para describir ciertos aspectos de la vida social de los chimpancés —además de ser algo defendible desde un punto de vista científico— puede tener este resultado. Porque ver de qué manera tan sutil como poderosa las emociones pueden guiar el comportamiento de los chimpancés puede ayudarnos a comprender de qué forma poderosa y sutil las emociones pueden influir en nuestro propio comportamiento, incluyendo comportamientos que creemos productos de la razón pura.
Dicho de otro modo: cuando vemos que los chimpancés se comportan de una manera sorprendentemente humana, podemos describir el paralelismo al menos de dos formas distintas. Por un lado podemos decir: «¡Vaya, los chimpancés son aún más impresionantes de lo que pensaba!», conclusión a la que llegaremos especialmente si consideramos que su comportamiento está guiado cognitivamente. O por otro lado diremos: «¡Vaya, los humanos no son tan extraordinarios como yo pensaba!», conclusión que extraeremos si vemos que una serie de emociones relativamente sencillas y antiguas pueden producir comportamientos aparentemente sofisticados en los chimpancés y, es de suponer, en los seres humanos. Esta última conclusión resulta, además de válida, edificante.
Para concluir, me gustaría subrayar que no tengo ningún problema con la mayor parte del lenguaje antropomórfico que De Waal emplea en
La política de los chimpancés
y en otras obras (como por ejemplo ocurre cuando especula atribuyendo un sentido del «honor» —algo así como una especie de orgullo— a los chimpancés). Aun así, creo que los dos ejemplos que he citado son lo suficientemente ilustrativos y que no están por completo desvinculados de su en mi opinión excesivamente simple dicotomía entre una teoría «de la capa» y una teoría «naturalista» de la moralidad. El hecho de apreciar cuán sutil y poderosamente las emociones pueden influir sobre el comportamiento es, creo, un primer paso para llegar a apreciar la existencia e importancia de esta tercera categoría que he perfilado.
Estoy tentado de llamar a esta tercera orientación teórica «teoría naturalista de la capa», puesto que es una teoría que ve a los seres humanos como seres que atienden motivos egocéntricos con una capa moralista, pero que al mismo tiempo ve este proceso de construcción de dicha capa como un proceso con raíces genéticas y no meramente culturales. Esta denominación tiene el defecto de que no llega a transmitir la idea de que muchos de nuestros impulsos morales naturales tienen consecuencias igualmente naturales (al menos en mi visión). Aun así, esta combinación de la visión «naturalista» y la de «la capa» nos acerca más a la verdad, en este contexto, que si dejamos que cada una funcione por su cuenta.
Chrístine M. Korsgaard
¿Qué hay de diferente en nuestra forma de actuar que nos hace ser, frente a otras especies, seres morales?
Frans de Waal
[3]
Un ser moral es un ser capaz de comparar sus acciones o motivaciones pasadas o futuras, así como de rechazarlas o aprobarlas. No existen razones para pensar que alguno de los animales inferiores posea esta capacidad.
Charles Darwin
[4]
Nos enfrentamos a dos cuestiones. La primera, relativa a la verdad o falsedad de lo que Frans de Waal denomina la «teoría de la capa», según la cual la moralidad sería una fina capa que recubre una naturaleza humana esencialmente amoral. Según dicha teoría, somos criaturas despiadadamente egoístas, que se adecúan a una serie de normas morales únicamente para evitar el castigo o la desaprobación de los demás, solamente cuando los demás nos están observando, y cuando nuestro compromiso frente a dichas normas no se ve cuestionado por alguna tentación fuerte. La segunda cuestión es si la moralidad hunde sus raíces en nuestro pasado evolutivo o si por el contrario representa una ruptura respecto de dicho pasado. De Waal nos propone examinar estas dos cuestiones conjuntamente, con ejemplos que demuestran que nuestros parientes más próximos en el mundo natural exhiben tendencias íntimamente relacionadas con la moralidad: compasión, empatia, capacidad de compartir, resolución de conflictos, etc. De Waal llega a la conclusión de que es posible encontrar las raíces de la moralidad en la naturaleza esencialmente social que compartimos con otros primates inteligentes, y que por lo tanto la moralidad está profundamente enraizada en nuestra naturaleza.
Comencemos por la primera cuestión. En mi opinión, la teoría de la capa no resulta muy atractiva. En filosofía, suele ir asociada a una determinada visión de la racionalidad práctica y de cómo esa misma racionalidad práctica se relaciona con la moralidad. Según esto, lo racional y lo natural es llevar al máximo la satisfacción de nuestros intereses personales. La moralidad entra pues en escena como un conjunto de normas que constriñen esta actividad de máximos. Estas normas pueden estar basadas en la promoción del bien común, más que en el interés individual. O pueden, como ocurre con las teorías deontológicas, basarse en otras consideraciones: la justicia, la imparcialidad, los derechos, o lo que quiera que sea. En cualquier caso, la teoría de la capa sostiene que estas restricciones, que se oponen a nuestra tendencia racional y natural a tratar de conseguir lo que es mejor para nosotros mismos, y que son en consecuencia antinaturales, se rompen con demasiada frecuencia. De Waal parece aceptar la idea de que es racional tratar de satisfacer los intereses, pero rechaza la idea vinculada a ésta de que la moralidad es antinatural; consecuentemente, tiende a favorecer una teoría de la moralidad sentimentalista o basada en las emociones.
Pero la teoría es problemática por varias razones. En primer lugar, y a pesar de su popularidad en las ciencias sociales, nunca se ha conseguido demostrar los méritos de la idea que sostiene que la satisfacción de los intereses propios sea un principio de la razón práctica. Para demostrar que así es, tendríamos que demostrar sus bases normativas. Puedo pensar en apenas un puñado de filósofos (Joseph Butler, Henry Sidgwick, Thomas Nagel y Derek Parfit entre otros) que han intentado algo parecido a esto.
[5]
Y la idea de que lo que en realidad la gente hace es perseguir su propio interés resulta, como Butler señaló hace ya tiempo, bastante irrisoria.
[6]
En segundo lugar, no está muy claro que la idea del interés propio sea un concepto plenamente formado cuando se aplica a un animal tan profundamente social como el ser humano. No cabe duda de que tenemos una serie de intereses irreductiblemente privados, como por ejemplo la satisfacción de nuestros apetitos, ya sean los relativos a la comida o al sexo. Pero nuestro interés personal no se limita a
poseer cosas
. También tenemos interés en
hacer
y en
ser
. Muchos de estos intereses no pueden enfrentarnos por completo a los intereses de la sociedad, llana y simplemente porque resultan ininteligibles fuera de la misma y de las tradiciones culturales que esa sociedad conforma. Sería comprensible que una persona, por ejemplo, quisiera ser la mejor bailarina del mundo, pero no lo sería tanto que quisiera ser la única bailarina del mundo entero puesto que el hecho de que hubiera solamente una bailarina implicaría, necesariamente, que no hubiera ninguna otra bailarina en el mundo. Si usted tuviera todo el dinero del mundo, no sería rico. Por supuesto, también mantenemos un interés genuino en otras personas cuyos intereses no podemos mantener separados de los nuestros. De modo que la idea de que podemos identificar con meridiana claridad nuestros intereses como algo separado de, o bien opuesto a, los intereses ajenos resulta, como mínimo, forzada.
Con todo, no es éste el aspecto más erróneo de la teoría de la capa. La moralidad no es únicamente un conjunto de restricciones que obstruyen nuestro camino hacia la consecución de nuestros intereses. Para la mayoría de la gente, los estándares morales definen formas de relacionarnos con los demás que en la mayor parte de las ocasiones nos resultan naturales. Según Kant, la moralidad exige que tratemos a los demás como un fin en sí mismo, nunca como simples medios para conseguir nuestros fines. Evidentemente, no siempre somos capaces de tratar a todo el mundo y en todas las ocasiones según este criterio. Pero la imagen de alguien que nunca haya tratado
a nadie más
como un fin en sí mismo y que nunca haya esperado ser tratado de la misma forma resulta aún más irreconocible que la de alguien que siempre haga tal cosa. Porque la imagen que estaríamos invocando, entonces, es la de alguien que siempre trata a los demás como un instrumento o como un obstáculo, y que a cambio espera ser tratado de la misma manera. Estaríamos ante alguien que nunca dirá la verdad espontáneamente o sin pensar en el transcurso de una conversación normal, sino que constantemente se encuentra calculando el efecto de sus palabras sobre el éxito potencial de sus proyectos. Una persona a la que, a pesar de no gustarle que le mientan, le pongan zancadillas o le ignoren, no demostrará resentimiento alguno, porque en el fondo piensa que eso es lo que en realidad los seres humanos pueden esperar de los demás. Hablaríamos, entonces, de una criatura que vive en un estado de soledad interior muy profunda, y que en esencia se considera la única persona en un mundo lleno de cosas potencialmente útiles, aunque algunas de esas cosas tengan vidas mentales y emocionales, hablen o se defiendan
[7]
. Resultaría absurdo sugerir que la mayoría de los seres humanos somos o queremos ser así, todo ello bajo una fina capa de moderación.