Sin embargo, algunos filósofos no creen que este sea el nivel de intencionalidad más profundo. En el nivel que acabo de describir, el animal es consciente de sus propósitos, y piensa sobre como conseguirlos. Pero no elige perseguirlos. Los propósitos le son dados al animal por sus estados afectivos: sus emociones y sus deseos, ya sean instintivos o aprendidos. Aun en los casos en los que el animal debe elegir entre dos propósitos —por ejemplo, si un macho quiere emparejarse con una hembra pero otro macho más grande se acerca y quiere evitar una pelea— la elección le viene dada por la fuerza de sus estados afectivos. El temor que el primer macho muestra ante el macho más fuerte es más fuerte que su deseo de emparejarse. El fin que el animal persigue viene determinado por sus deseos y emociones.
Los seguidores de Kant se encuentran entre los filósofos que creen que es posible un nivel de evaluación y por tanto de elección más profundo. Además de preguntarnos cómo conseguir lo que queremos, también podemos preguntarnos si desearlo es una razón lo suficientemente buena como para actuar de una determinada manera. La pregunta no afecta únicamente a si la acción es un modo efectivo de conseguir nuestro objetivo, sino, aun cuando así sea, si nuestro deseo de conseguir ese fin
justifica
nuestros actos. Evidentemente, Kant es célebre por pensar que el hecho de plantearnos esta pregunta sobre una acción adopta una forma concreta: formulamos lo que denominó una máxima («Llevaré a cabo esta acción para conseguir este fin») y sometemos esa máxima a la prueba del imperativo categórico. Nos preguntamos si querríamos que el hecho de que todo aquel que quisiera conseguir tal fin llevase a cabo esta acción fuera una ley universal. De hecho, lo que estamos preguntándonos es si nuestra máxima puede servir como principio racional. En algunos casos, Kant pensaba que no podemos querer que nuestra voluntad se convierta en ley universal, y por lo tanto tenemos que rechazar la acción descrita por errónea. Aun cuando juzguemos que la acción puede estar justificada y actuemos en consecuencia, estaríamos actuando no a partir del mero deseo, sino a partir del juicio de que la acción está justificada.
¿Por qué afirmo que esto representa un nivel de intencionalidad más profundo? En primer lugar, un agente capaz de ejercer este tipo de juicios es también capaz de rechazar una acción junto con su propósito final, no porque haya otra cosa más deseada o temida, sino porque estima que llevar a cabo esa acción con ese propósito concreto está mal. En un célebre fragmento de la
Crítica de la razón práctica
, Kant argumentaba que somos capaces de dejar a un lado nuestros más urgentes deseos naturales (el deseo de preservar nuestra propia vida y de garantizar el bienestar de nuestros seres queridos) para evitar llevar a cabo una acción errónea. Kant ofrece el ejemplo de un hombre al que su rey ordena testificar en falso contra un persona inocente de la que el rey quiere deshacerse, so pena de ser condenado a muerte y de ver a su familia sometida a sufrimiento. Kant sostiene que, aun cuando nadie podría decir con seguridad como actuaría en esa situación, debemos ser capaces de admitir que somos capaces de hacer lo que está bien.
[11]
Ahora bien, si somos capaces de dejar a un lado nuestros propósitos cuando no nos es posible alcanzarlos por medios adecuados, entonces también ocurre que cuando decidimos alcanzar un propósito determinado, puede decirse que lo hemos
adoptado
como propio. Puede que sean nuestros deseos y emociones los que nos sugieran estos propósitos, pero no nos vienen determinados por nuestro estado afectivo, puesto que si hubiésemos juzgado erróneo el hecho de tratar de alcanzarlos, podríamos haberlos dejado a un lado. Dado que no solamente elegimos los medios para alcanzar un fin, sino también los fines en sí mismos, esto constituye un nivel de intencionalidad mucho más profundo, en tanto que ejercemos un mayor control sobre nuestros movimientos cuando elegimos nuestros fines, asi como los fines en sí, que el control que puede exhibir un animal que persiga fines que le vienen dados por sus estados afectivos, aun cuando los persiga de forma consciente o inteligente. Otra forma de explicarlo es decir que no solamente tenemos intenciones, sean éstas buenas o malas, sino que además las evaluamos y las adoptamos como propias. Tenemos la capacidad de autogobernarnos normativamente o, en palabras de Kant, gozamos de «autonomía». Es en este nivel donde surge la moralidad. La moralidad de nuestras acciones no es una función del contenido de nuestras intenciones, sino del ejercicio de un autogobierno normativo.
[12]
Esta es mi respuesta a la pregunta que De Waal nos plantea en
Bien Natural
: «¿Que hay de diferente en nuestra forma de actuar que nos hace ser, frente a otras especies, seres morales?». Pero a pesar de que creo que la capacidad de autonomía es característica de los seres humanos y probablemente única, la pregunta de hasta qué punto dicha capacidad se da en el reino animal es ciertamente una cuestión empírica. No hay nada místico o antinatural en la capacidad para el autogobierno normativo. Pero sí exige un cierto nivel de autoconciencia, a saber, ser consciente de
las bases
sobre las que uno se propone actuar en tanto que tales. Lo que quiero decir es: un agente no humano puede ser consciente del objeto de su temor o su deseo, y concebirlo como deseable o temeroso, y en consecuencia como algo que debería ser
evitado o buscado
. Tal sería la base de sus actos. Pero un animal racional es, además, consciente del hecho de que desea o teme al objeto en cuestión, y de que en consecuencia él mismo opta por actuar de un modo u otro.
[13]
Esto es lo que quiero decir cuando hablo de ser consciente de las bases de nuestros actos en tanto que tales. El animal no piensa únicamente sobre el objeto que teme, ni tan siquiera sobre el hecho de sentir miedo en sí, sino también sobre sus propios deseos y temores. Una vez que somos conscientes de que nos estamos moviendo en una determinada dirección, adquirimos una cierta distancia reflexiva con respecto del motivo y nos encontramos en una posición en la que podemos preguntarnos: «¿Debería ir en esa dirección? La consecución de ese fin me inclina a actuar así, pero ¿es suficiente razón para hacerlo?». Estamos entonces en posición de formular una pregunta normativa sobre lo que
deberíamos
hacer.
En general, creo que esta forma de autoconciencia (ser consciente de las bases que conforman nuestras creencias y actos) es el origen de la razón, capacidad distinta de la inteligencia. La inteligencia se define como la habilidad para conocer el mundo, aprender de la experiencia, establecer nuevas conexiones de causa-efecto y poner ese conocimiento al servicio de la consecución de nuestros fines. Por el contrario, la razón mira haciendo dentro, y se concentra en las conexiones existentes entre actividades y estados mentales, esto es, si nuestras acciones se justifican por nuestros motivos o si nuestras inferencias son justificadas por nuestras creencias. Creo que sería posible realizar afirmaciones sobre las creencias de los animales inteligentes no humanos que corrieran paralelamente a lo que ya he afirmado sobre sus actos. Es posible que los animales no humanos tengan creencias, y que lleguen a albergarlas sobre la base de alguna evidencia; pero ser la clase de animal que puede preguntarse a sí mismo si las pruebas existentes justifican una creencia determinada y va ajustando sus conclusiones en función de las mismas es ir un paso más allá.
[14]
Tanto Adam Smith como posteriormente Charles Darwin creían que dar cuenta de la capacidad de autogobierno normativo es esencial para explicar el desarrollo de la moralidad, puesto que es básico para entender lo que Darwin describió como «esa breve pero imperiosa palabra, tan llena de significado: el
deber
».
[14a]
Es interesante que ambos lo explicaran apelando a nuestra naturaleza social.
[15]
Según Smith, es la simpatía hacia las respuestas que los demás nos ofrecen que hace que volvamos nuestra atención hacia el interior, creando una conciencia de nuestros propios motivos y caracteres como objetos capaces de ser juzgados. La simpatía, para Smith, es la tendencia a ponernos en el lugar de los otros y pensar cómo reaccionaríamos si estuviéramos en su lugar. Juzgamos los sentimientos ajenos y las acciones resultantes como apropiados si coinciden con lo que supuestamente sentiríamos de estar en el lugar del otro. Si los seres humanos fueran seres solitarios, sostiene Smith, dirigiríamos nuestra atención hacia el exterior: un humano temeroso de un león pensaría sobre el león, no sobre su propio miedo. Debido a que somos animales sociales, la simpatía nos conduce a considerar cómo somos vistos desde el punto de vista de los demás, y nos permite adentrarnos en sus sentimientos sobre nuestra persona. A través de los ojos de los demás, nos convertimos en espectadores de nuestra propia conducta; tal como lo describió Smith, nos dividimos interiormente en actor y espectador y formamos juicios sobre lo adecuado de nuestros sentimientos y motivaciones. El espectador interno transforma nuestro deseo natural de ser halagado y de que piensen bien sobre nuestra persona en algo más profundo: el deseo de ser digno de elogio. Porque estimar que somos dignos de elogio es lo mismo que decir que sería apropiado que los demás nos elogiaran, y el espectador interior —conocedor de nuestras motivaciones internas— está en una posición que le permite emitir un juicio al respecto. Así, desarrollamos nuestra capacidad para estar motivados por pensamientos sobre lo que debemos hacer y cómo debemos ser.
[16]
Darwin teoriza que la capacidad para el autogobierno normativo surgió de la diferencia entre cómo nos afectan nuestros instintos sociales y cómo nuestros apetitos. El efecto de los instintos sociales sobre la mente es constante y produce calma, mientras que el de los apetitos es episódico y brusco. En consecuencia, los animales sociales se ven sometidos a frecuentes tentaciones que les impulsan a violar sus instintos sociales a favor de sus apetitos, como por ejemplo cuando una hembra descuida a sus crías mientras copula. Nos resulta familiar la sensación de que satisfacer un apetito concreto parece más importante en el momento mismo del acto más que cuando ya lo hemos satisfecho. De manera que cuando las facultades mentales de un animal social se desarrollan hasta el punto de que puede recordar haberse rendido a la tentación, le parecerá después que no merecía la pena y eventualmente aprenderá a controlar tales impulsos. Darwin sugiere que nuestra capacidad para estar motivados por la apremiante noción del «deber» se origina en este tipo de experiencias.
[17]
En un ensayo titulado «Conjeturas sobre los comienzos de la historia de la humanidad», Kant teorizó que la forma de autoconciencia que subyace en nuestra autonomía podría también jugar algún papel en la explicación de alguno de los otros atributos distintivamente humanos, incluyendo la cultura, el amor romántico y la capacidad de actuar guiados por el propio interés. Otros filósofos han observado la conexión existente entre este tipo de autoconciencia con la capacidad para el lenguaje. No puedo abordar estas cuestiones aquí, pero si están en lo cierto, serían prueba de que solamente los seres humanos poseen esta clase de autoconciencia.
[18]
Si esto es cierto, entonces la capacidad para el autogobierno normativo y el control de las intenciones en un nivel más profundo que lo acompaña es probablemente específico del ser humano. Y es en el uso adecuado de esta capacidad (la habilidad para formar juicios sobre lo que debemos hacer y actuar en consecuencia) donde se encuentra la esencia de la moralidad, no en el altruismo o en la búsqueda del bien. De modo que no estoy de acuerdo con De Waal cuando afirma que «en lugar de intentar que nuestras relaciones mejoren, como hacen los simios, hemos desarrollado enseñanzas explícitas sobre el valor de la comunidad y el lugar precedente que tiene o que debe tener sobre nuestros intereses individuales. Los humanos hemos llevado esta cuestión muchísimo más lejos que los simios, razón por la cual nosotros tenemos sistemas morales y ellos no» (pág. 54). La diferencia no es meramente una cuestión de grado.
La habilidad para actuar motivado por un deber no constituye una diferencia precisamente pequeña. Representa lo que De Waal denomina una diferencia a saltos. Una forma de vida gobernada por principios y valores es muy diferente a una forma de vida gobernada por el instinto, el deseo y la emoción, por muy inteligente y sociable que esta última sea. La historia que contaba Kant sobre el hombre que decide enfrentarse a la muerte antes que prestar falso testimonio es propia de un drama moral en toda regla, pero en nuestra vida diaria vemos analogías constantes. Tenemos ideas sobre cómo debemos hacer las cosas y comportarnos, y constantemente tratamos de estar a la altura. Pero los simios no viven así. Los seres humanos nos esforzamos por ser honestos, educados, responsables y valientes aun en circunstancias adversas. Pero aun cuando un simio sea en ocasiones cortés, responsable o valiente, no es porque crea que debe serlo. Aunque sea algo primitivo, los esfuerzos que realiza un adolescente para estar a la última son una manifestación de la tendencia del ser humano a vivir su vida guiado por ideales más que empujado por meros impulsos y deseos.
Sufrimos enormemente cuando nos autoevaluamos, y en consecuencia desplegamos comportamientos malvados y enfermizos. Esto es parte de lo que quería decir anteriormente cuando afirmé que los seres humanos aparentan estar psicológicamente dañados de un modo tal que sugiere una ruptura con la naturaleza. Pero nada de esto quiere decir que la moralidad sea una fina capa que recubre nuestra naturaleza animal. Es precisamente lo contrario: el carácter distintivo de la acción humana nos dota de una forma de estar en el mundo completamente diferente.
Lo que quiero decir no es que los seres humanos vivan sus vidas sobre la base de principios y valores y sean siempre nobles y que el resto de animales no lo hagan y sean por tanto viles. La singularidad de la acción humana es fuente de nuestra capacidad para ejercer el mal lo mismo que para ejercer el bien. Un animal no puede ser juzgado ni ser considerado responsable por haber seguido un impulso. Los animales no son viles: simplemente, están más allá de todo juicio moral. Estoy de acuerdo con De Waal en que al decir que una persona que actúa con maldad actúa «como un animal» («El hombre es un lobo para el hombre») puede ser de algún modo engañoso. Pero de alguna manera, no constituye un insulto a los animales no humanos, de la misma manera que referirnos a una persona que sufra de daños cerebrales como un vegetal tampoco es un insulto hacia las plantas. Al igual que esta segunda frase quiere decir que la persona ha sido despojada de su naturaleza animada, la primera quiere decir que se ha alejado de su naturaleza humana. Al seguir sus impulsos más fuertes sin reflexionar, la persona ha perdido la capacidad de ejercer el tipo de control intencional sobre sus movimientos que nos hace humanos. No es la única forma de hacer el mal, pero es un ejemplo.