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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (13 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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—Buen provecho —los saludó con un acento raro.

Los oficiales le devolvieron el saludo pero los aprendices no respondieron. Por un momento, las miradas de Joan y aquella persona se encontraron. Tenía la cara arrugada y sus ojos de un azul profundo resaltaban sobre su tez ligeramente oscura. El viejo se sentó en una mesa aparte con movimientos pausados y la criada le sirvió.

—Es un sarraceno blanco —le aclaró Lluís.

¡Un sarraceno blanco! Joan lo había intuido, pero al confirmarlo sintió que las tripas se le encogían. Aquel tipo era de la misma calaña que los que asaltaron su aldea matando a su padre y apresando a las mujeres.

—¿Y qué hace aquí? —quiso saber Joan.

—Es un esclavo, pero el amo le tiene en gran consideración. No come cerdo ni bebe vino y se le tolera. Si quisiera bautizarse, le darían la libertad. Pero no quiere ser cristiano.

—Es un sucio infiel —intervino Felip, el mayor de los aprendices—. Y el amo le permite demasiado. Ya le daría yo. Si le tuviera un mes sin comer, después no le haría ascos a nada.

—Tienes razón —convino Joan.

Y empezó a pensar de qué forma podría hacerle pagar al viejo algo del daño que los sarracenos le causaron a su familia.

—¿Y qué es lo que hace? —preguntó al rato.

—Conoce muchos idiomas: árabe, latín, francés, castellano y alguno más. Traduce libros y también copia para encargos especiales —respondió Lluís.

—¿Y tú, Joan? —Felip cortó la conversación elevando la voz—. Tú también tienes un aspecto raro. ¿No serás un sarraceno camuflado, un espía?

Aquello hizo reír a la mesa.

—¿Yo? —repuso Joan sorprendido. Notaba que enrojecía.

—Miradlo cómo viste —continuó Felip—. Lleva una saya como la del sarraceno, solo que barata, y una tira de cuero por cinto.

—Así vestimos en mi aldea —se quiso defender Joan entre las risas de los demás.

—Sí, claro. Así visten los moros —insistió Felip—. Y además, ¿os dais cuenta de lo moreno que está y lo raro que habla?

Joan ya había observado que en la ciudad, aparte de los eclesiásticos y los niños pequeños, la gente no vestía como él. En Barcelona los hombres lucían jubones, que les llegaban al muslo, y cubrían sus piernas con calzones. Pensaba comprar ropa adecuada tan pronto tuviera dinero, pero no anticipó que se burlaran de él por ese motivo. Sabía que la forma de hablar de la costa norte era distinta a la de Barcelona e intentaba adaptarse para pasar desapercibido. No contaba con que le atacaran y estaba desconcertado. Todo el mundo le miraba sonriente a la espera de su respuesta.

—No me llames moro —dijo al fin, con fiereza.

Los demás rieron discretamente, notaban la rabia en las palabras del chico.

—Pues a mí me lo pareces —repuso el grandullón—. Eres blanco por fuera pero negro por dentro, como ese. Un sarraceno.

Y señaló al hombre que comía solo y que observaba la discusión en silencio. Felip se sentaba al otro lado de la mesa y le miraba sonriente y malévolo.

—¡Yo soy un buen cristiano! —gritó Joan indignado levantándose de la mesa de un salto—. Y no te atrevas a insultarme.

El pelirrojo rio a carcajadas y los demás lo hicieron de forma moderada. De pie, el chico era apenas un poco más alto que el fornido aprendiz sentado.

—¡Pero si el alfeñique es un valiente! —comentó irónico Felip—. Muy bien, hombretón, si eres cristiano y tan fiero, entonces serás un remensa.

—¡Tampoco soy un remensa! Mi padre era un pescador libre, con barca propia, no tenía señor, ni yo tampoco.

—Pues si eres cristiano y hablas así de zafio, no puedes ser otra cosa. Te llamaremos así.

—Ya basta, dejad el asunto —intervino Guillem, el maestro—. Aprovechad el descanso para echar una siesta.

—¡Yo no soy un remensa! —insistió Joan.

El chico había oído que los remensas del norte de Cataluña, liderados por un tal Pere Joan Sala, asaltaban propiedades de señores que en muchos casos vivían en Barcelona. La rebelión inquietaba a la ciudad y «remensa» había pasado a ser un insulto.

—¡Basta de discusiones! —interrumpió el maestro—. Tú, Joan, has terminado el trabajo por hoy, así que vete al convento.

El chico obedeció cabizbajo, pero cuando ya salía le empujaron a1 tiempo que le decían:

—Hasta mañana, remensa. —Era Felip, que se reía.

Cuando Joan llegó al convento se encontró a su hermano y al novicio esperándole para que les contara cómo era el trabajo en la librería. Él les relató lo vivido, sin mencionar la desagradable experiencia con Felip. Ellos le escuchaban envidiosos: Gabriel trabajó toda la mañana en el huerto y Pere estuvo ocupado en los servicios religiosos y en sus estudios de teología y latín con fray Melchor. A su vez, Joan envidiaba a Pere. ¡Sabía leer! ¡Y pronto dominaría el latín! Le confió su disgusto con el librero porque no le dejaba aprender a leer.

—¡Claro! —le explicó el novicio—. La caligrafía para libros, el dibujo preciso de cada letra, requiere mucha concentración. Se entiende que si vas a copiar libros, no quieran que te distraigas leyendo.

20

A
l llegar a la librería el día siguiente, Joan se encontró la puerta entornada y la escoba allí esperándole. Oyó a los operarios desayunando y a Felip, que elevaba su voz por encima de los demás; no quiso entrar, temía que la tomara con él de nuevo. Terminó de abrir las puertas y se puso a barrer su parte de la calle como lo hizo Lluís el día previo.

Al rato apareció el amo y le saludó con una sonrisa satisfecha al verle tan diligente. Poco después la señora Joana bajó a preparar el mostrador de la calle.

—¿Has desayunado, hijo? —inquirió la mujer.

—Sí, señora. En el convento.

—¿Y por qué no desayunas aquí?

—El acuerdo con el señor Corró es que solo almuerzo en su casa, el resto de las comidas las hago en el convento.

—Bueno, me da igual eso —repuso la matrona, enérgica—. Estás en edad de crecer y tienes que alimentarte bien. No me fío de lo que te puedan dar los frailes. Sube ahora mismo al primer piso y que las criadas te den pan, leche y queso.

—Pero…

—No sirven los peros, obedéceme.

Joan dio las gracias y subió corriendo, siempre tenía un rincón hambriento en su estómago. Le encantaba aquella mujer. Era más gruesa que su madre, pero sus ojos oscuros y su forma cariñosa de hablar se la recordaban.

Su siguiente tarea fue barrer el resto de la tienda, almacén y taller. Allí tuvo que soportar de nuevo que Felip le llamara «remensa» y que tirara al suelo a propósito restos del papel cortado para que él los recogiera. Joan no dijo nada al principio pero se fue enfadando y cuando se disponía a enfrentarse con el grandullón, Lluís le hizo una seña para que se acercara.

—Debes soportar las novatadas antes de ser aceptado en el taller —le dijo—. Cuanto más altivo te muestres, peor te irá.

—Felip es un abusón.

—Es verdad, pero es el último con quien enfrentarse. Hasta los maestros le tienen miedo, es el jefe de la pandilla de aprendices de esta calle. Y los hay muy violentos.

—¿Eres tú de la panda?

—Pues claro. No te dejan vivir tranquilo si no estás con ellos.

Sintió un gran alivio cuando dejó el taller para ir a por agua a la fuente. De camino vio un tumulto en la plaza del Rey, frente al palacio. Una multitud gritaba indignada mientras los soldados los observaban impasibles.

—¡Fuera los inquisidores castellanos! —vociferaban.

—¡Queremos la Inquisición antigua! —chillaban otros—. ¡Que el rey respete nuestros fueros!

Joan no entendía nada de aquello y fue a preguntar a un hombre de aspecto amable.

—El rey Fernando nos quiere imponer la Inquisición al estilo castellano —le explicó—. Y eso va contra los fueros que él juró respetar. Queremos la antigua, la de la Corona de Aragón, que es tolerante, que admite la defensa de los acusados y que solo actúa en causas muy claras. La suya no, no te puedes defender y a veces no sabes ni siquiera de qué te acusan. Encierran a la gente, la torturan, la queman y se quedan con sus bienes. La nueva Inquisición actúa ya en Valencia y tenemos la ciudad llena de conversos valencianos que escapan del terror. Los de aquí tienen miedo y huirán a Francia, y como son gente de dinero y buenos oficios, su fuga traerá más ruina a Barcelona. Como si no tuviéramos suficiente miseria.

—¿Y no se puede convencer al rey?

—Los consejeros de la ciudad llevan meses enviándole cartas y embajadores, pero se niega a todo y les ordena que obedezcan. La nueva Inquisición aún no ha actuado por las trabas que le ponemos. Pero Juan Franco, el inquisidor nombrado por Torquemada, amenaza a la ciudad con el ejército del rey.

Joan se rascó la cabeza, aquello parecía muy serio. En aquel momento la turba se puso en movimiento hacia la plaza de Sant Jaume, gritando, y Joan decidió no meterse en líos y seguir su camino. Le dio las gracias al hombre y fue a por agua.

De regreso al taller, terminados los encargos de la señora Corró y la limpieza de la que era responsable, Joan estuvo ayudando en las tareas fáciles de encuadernación de libros. Al rato el maestro Guillem le dijo:

—Pídele a Pau, el oficial, que te dé la aguja cuadrada de tres puntas que cose el pergamino transparente.

Pau le indicó que la tenía Felip. Este le dio un coscorrón y le dijo:

—Creo que la tiene Lluís, remensa.

El chico aguantó el insulto y acudió donde Lluís, que dijo que la tendría Jaume y este que se la había llevado el moro Abdalá. Cuando, cansado de dar vueltas, Joan regresó con la noticia al maestro, este puso cara de disgusto y exclamó:

—¡Maldito moro! ¡Otra vez nos la ha quitado sin que nos demos cuenta! Tendrás que subir a buscarla, pero sin que lo sepan los amos. Si se enteran de que se la ha llevado, se van a disgustar mucho con nosotros. Y aunque te diga que no la tiene, no bajes sin ella, porque el moro es un mentiroso y te querrá engañar.

La tarea era delicada, porque el musulmán trabajaba en el segundo piso, el último de la casa, y Joan debía ir y volver sin ser visto para que los Corró no se enfadaran. Y era urgente porque sin esa aguja no se podía acometer el trabajo más delicado.

Joan subió con cautela, intentando que nadie le viera, con el alma en vilo, temeroso de la catástrofe que se originaría de ser descubierto. Las sirvientas estaban ocupadas en la cocina y los amos en la librería, así que superó los dos primeros tramos con éxito. El último trecho de la escalera terminaba en una trampilla que chirrió al abrirla.

La habitación era luminosa pero estaba fría. El otoño mudaba a invierno y a pesar de que las ventanas tenían cristales se notaba un airecillo fresco. Había varias mesas de trabajo, pero el moro se encontraba detrás de un escritorio que comprendía mesa, silla y un gran panel trasero que cubría parte de los laterales con una alacena, cuya misión era protegerle de las corrientes de aire. El escritorio también servía para colgar y disponer de forma ordenada distintos utensilios de escritura y tenía un brasero a sus pies.

El viejo levantó sorprendido su mirada de los papeles, se quitó un extraño utensilio con cristales que tenía sobre la nariz y después de observarle unos momentos, le dijo:

—Así que tú eres el nuevo mozo, ¿verdad?

Joan afirmó con la cabeza, la trampilla estaba abierta y él tenía medio cuerpo en las escaleras y medio en la habitación. Contemplaba aquel mundo desconocido sin terminar de atreverse a entrar.

—Me preguntaba cuánto tardarías en venir —añadió el hombre.

Joan subió los peldaños que faltaban.

—Cierra la trampilla, por favor, que pasa aire.

El chico lo hizo y se quedó mirando fijamente al moro. Ese era de la estirpe de los que mataron a su padre y esclavizaron a los suyos, algún día encontraría a los individuos que de verdad lo hicieron, pero de momento solo podía tomar venganza en alguien como él. Quería hacerle daño, aunque no sabía cómo. Tampoco deseaba arriesgarse a que el amo, que parecía tener mucho aprecio al musulmán, se enterara de ello. Era preciso actuar con cautela.

—Dame la aguja cuadrada de tres puntas —le dijo—. La que te llevaste del taller.

—¡Ah! Así que es la aguja cuadrada de tres puntas. Esa que cose el pergamino invisible, ¿verdad?

Había un tono burlón en el acento extraño de aquel hombre que irritó a Joan.

—Dámela. La necesita el maestro para un trabajo y te la llevaste sin permiso.

—¿Servirá de algo si te digo que no la tengo?

—Ya me avisaron de que eras mentiroso. No lo voy a creer.

—Pues búscala tú mismo.

Joan se quedó desconcertado. Nadie le había explicado cómo era la aguja, ni su tamaño. Parecía algo obvio, que todos conocían, y no se le ocurrió pedir que se la describieran.

—¡Ah! ¡Pero si no te han dicho cómo es! —El hombre fingía sorpresa y Joan notaba que se burlaba de él.

—No, yo no lo sé. Pero tú sí. Dámela.

—Pero ¿cómo sabrás entonces que no te doy otra cosa?

Joan se encogió de hombros, confuso. Había sido muy torpe y ahora estaba en manos de aquel hombre.

—Bueno, como eres nuevo, voy a darte la aguja cuadrada de tres puntas, esa que cose el pergamino que no se ve. Pero para la próxima vez entérate bien de lo que buscas.

Y de un estante bajo la mesa sacó un instrumento metálico y se lo dio al chico.

—¡Pero si solo tiene dos puntas!

—No cuentas la superior.

—Pero lo de arriba no pincha como una aguja, y no es cuadrada.

—No todas las puntas pinchan; además, lo cuadrado es el papel que va con la aguja.

Y después de sacar un trozo de papel y mojar su pluma en el tintero, escribió en él. Una vez la tinta estuvo seca, lo usó de envoltorio para el instrumento metálico.

—Anda, llévale esto al maestro Guillem. Y si no le sirve, dile que hable conmigo en la comida.

No le quedaba más remedio que obedecer y se fue, sin dar las gracias, con las mismas cautelas que a la subida. Todos le rodearon cuando le entregó el paquete al maestro Guillem.

Una enorme carcajada sonó al ver el contenido.

—¡Eso es un compás, tonto! ¡El moro te ha tomado el pelo!

Joan no sabía qué era ni para qué servía un compás y se sintió engañado, rabioso. Felip y los aprendices empezaron a darle coscorrones al grito de:

—¡Novato! ¡Bobo!

El maestro Guillem leyó lo que ponía en el papel, no dijo nada, y lo arrugó para después tirarlo a un rincón.

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