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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (14 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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—¡Ya basta, muchachos! —Su expresión era seria—. ¡Volved todos al trabajo! —Y dirigiéndose a Joan le dijo—: Era una novatada. No existe ni aguja cuadrada de tres puntas ni pergamino transparente. Aprende, chico.

El grupo rio de nuevo y volvió al trabajo, no sin que antes Felip le diera otro golpe, que podría pasar por amistoso, pero que dolía.

—Tonto remensa —le dijo.

Mientras barría el taller, Joan recogió el papel; tenía escritas unas frases en letra gótica que le eran imposibles de entender, aun así lo guardó.

Las miradas del chico y el musulmán se cruzaron en la comida, pero ninguno hizo gesto de hablar. Joan se encontró un escarabajo en su escudilla y todos volvieron a reír: supo que era otra de las gracias de Felip. Aguantó estoicamente aquella broma y las pullas del grandullón que le siguieron, pero los ojos se le llenaban de lágrimas, era demasiada la humillación. Deseaba volver al convento.

Cuando llegó a Santa Anna, fue a la celda que compartía con su hermano para coger la azcona de su padre. Después se dirigió al huerto donde había colgado en un árbol una madera que hacía de blanco y, a pesar de su peso, empezó a lanzarla con rabia contra la diana. Imaginaba que el madero era Felip, luego pasó a ser el moro que mató a su padre y después cualquier otro musulmán. Al rato estaba exhausto y cuando se acordó de la aguja cuadrada de tres puntas, fue a la búsqueda del novicio y le pidió que le leyera en secreto lo que ponía en el papel del moro.

—«Para encontrar lo que buscas, debes saber qué es. Que no te engañe el nombre de las cosas, averigua cómo son de verdad» —leyó Pere.

Joan quedó pensativo. Entendía la relación de aquello con su experiencia de la mañana, pero sospechaba que había algo más que se le escapaba.

—¿Quién ha escrito esto? —inquirió Pere, curioso.

—¡Bah! Un infiel —repuso el chico.

Pero decidió guardar el escrito en lugar seguro.

21

A
quella tarde Bartomeu fue al convento a tratar con el prior Gualbes un viaje por la costa sur en el que gestionaría distintos intereses de Santa Anna. Tenían posesiones en el Garraf, a un día de Barcelona, y Tortosa era muy importante económicamente. Bartomeu llegaba hasta Valencia, cuyas propiedades se vendieron años antes, pero aún quedaban pagos aplazados, y lo hacía encantado, puesto que la capital del Turia vivía tiempos de esplendor y su producción de libros impresos era importante. Bartomeu comerciaba con todo tipo de libros pero su especialidad eran los manuscritos que, dado su carácter exclusivo, eran más variados, escogidos y caros. De hecho, muchos de ellos se copiaban por encargo. Al igual que hacía en la ruta norte, se detendría en todas las ciudades y pueblos relevantes de la costa, donde tenía contactos comerciales desde hacía años.

Los chicos le recibieron alborozados, para ellos era el vínculo con el exterior y le veían como un hombre de mundo. Le admiraban y era su referente social, hasta el punto de que Joan trataba de imitarle en sus maneras y acento. Bartomeu se interesó por cómo les iba, en particular a Joan en el taller de los Corró.

—Lo que hago me gusta, los amos son buena gente y ella me trata con cariño —le contaba Joan—. Pero ese Felip me hace la vida imposible y lo paso mal.

—Le conozco —respondió el mercader—. Fuimos camaradas con mosén Corró y el padre de Felip, que murió en la guerra. El hijo ha salido difícil. El mundo está lleno de matones. Hay que evitarlos en lo posible, pero nunca debemos renunciar a nuestra dignidad. No huyas, mantente firme y verás como dejará de tomarla contigo. Para empezar vamos a comprar ropa nueva y así evitarás que se te distinga por tu vestimenta. Y no te preocupes por tu acento, eres un chico listo y en poco tiempo hablarás como nosotros.

Bartomeu quería prestarle dinero para la ropa, pero Joan se negó: tenía guardado coral, aunque desconocía su valor y cuánto necesitaba.

—No te preocupes —le dijo Bartomeu—. Tengo un joyero amigo y te dará el precio justo.

Se encaminaron a la calle Argentería y Bartomeu los llevó precisamente a la tienda donde Joan se detuvo el primer día. Al muchacho le dio un vuelco el corazón al reconocer el lugar. En uno de los encargos de la librería fue allí ex profeso solo para observar a distancia sin ser visto. Y lo hizo con una mezcla de excitación y culpabilidad. Elisenda, su amiga de la aldea, estaba cautiva de los moros y él no debiera interesarse por otra mujer, pero no podía evitar pensar en la niña de la joyería.

En el mostrador tenían distintos objetos de plata, copas, bandejas, cubiertos y pequeñas joyas de oro. Algunos colgantes engarzaban trozos de coral rojo; otros, piedras de distintos colores y brillo. Una mujer bien vestida atendía con ojo vigilante la mercancía de la que solo una pequeña parte se encontraba al alcance del público. El marido trabajaba a su lado en otra mesa, pulía un broche con intención de engastar en él unas perlas. No se veía a la chica y Joan respiró con alivio, no quería que le viera de nuevo con sus ropas rústicas.

Bartomeu saludó a ambos, que correspondieron afectuosos, y presentó a los chicos como sus amigos de Llafranc que querían vender buen coral a un precio honrado. Antes de salir del convento seleccionaron un par de piezas y el joyero las observó, atento, con un vidrio montado en un aro de metal que a Joan le recordaba aquellos cristales que el moro se ponía encima de la nariz para leer. Gabriel estaba fascinado con todo aquel brillo y alargando la mano cogió del mostrador una cadena de oro para observarla de cerca. Sobresaltado, Joan le dijo que la devolviera de inmediato, no quería que aquella mujer, hasta entonces amable, les llamara la atención.

—Por el trozo mayor os doy una libra y dos sueldos, y por el pequeño, doce sueldos —dijo el hombre al finalizar su estudio—. Total, una libra y catorce.

—Que sean dos libras —repuso Bartomeu—. Y ayudáis a dos huérfanos.

El joyero movió la cabeza en negación amable.

—Lo siento mucho, pero perdería dinero. Como sois amigos, que sea libra y quince.

Joan se quedó petrificado al verla salir de la casa; la chica les deseó buenas tardes con una pequeña reverencia y amplió la sonrisa que ya bailaba en su boca cuando sus ojos verdes se posaron en él. Sin duda le recordaba. Joan farfulló un saludo mientras se sentía enrojecer. ¡Le veía otra vez vestido como un patán! Pensó que ella era consciente de la confusión que le causaba y que se divertía con ello.

Recuperó algo de su serenidad cuando Bartomeu se despedía después de haber conseguido una libra, dieciséis sueldos y seis dineros de vellón. Y ella le dedicó un leve gesto de despedida con la cabeza que a él le pareció el colmo de la gracia.

—Hay más que suficiente para vestiros a los dos y comprar muda de repuesto —les dijo satisfecho el mercader.

Cruzaron la segunda muralla y entraron en la Rambla por el Portal de la Bocharía. Atravesaron el mercado de la carne entre los gritos de los vendedores y regateos de los que compraban. Predominaba la carne de cabra, que despedía un fuerte olor; el nombre del mercado procedía de
boch
, «macho cabrío». Había una zona donde el olor era más penetrante y el aspecto de la mercancía peor.

—Aquí venden la carne de segunda boca —les explicó Bartomeu.

—¿Carne de segunda boca? —interrogó Joan, asombrado.

—Sí. Procede de animales que no han sido sacrificados por el hombre. Se supone que son presas muertas por perros o lobos. Aunque ve tú a saber.

Joan notó que Gabriel le apretaba la mano mientras el pequeño exclamaba:

—¡Puaj! ¡Qué asco!

—Pero ¿quién puede comprar eso? —se extrañó Joan.

—Recordad que en esta ciudad se pasa hambre. Ya quisieran comer la mayoría de los ciudadanos del puchero de un convento como vosotros.

Joan sabía lo que era acostarse con hambre y continuó el camino en silencio mientras rezaba dando gracias.

Ya en el Raval, anduvieron hasta las cercanías de la Porta de Sant Antoni, que cruzaba la tercera muralla; allí se encontraba el mercado de ropa usada. Numerosos vestidos colgaban de perchas y las mesas estaban llenas de todo tipo de ropa.

—¿De dónde sale todo esto? —inquirió Gabriel.

—No quieras saberlo —repuso Bartomeu con una carcajada—. La de tu tamaño y la de tu hermano es posible que sea de chicos que han crecido. Pero la de mayores, en su mayoría pertenecieron a gente que ya no puede usarla.

—¿Muertos? —se alarmó Joan.

—Pues sí. Cuando lleguéis al convento, lavadla.

Al ver la expresión de los chicos, Bartomeu quiso suavizar sus palabras y añadió:

—Es lo normal. Solo los ricos estrenan ropa, y aun así, incluso los nobles aprovechan las telas caras de capas y vestidos en buen estado de sus familiares muertos para que les cosan prendas de otro tamaño.

—Mi madre usaba ropa de mi padre para hacerme vestidos a mí, y mi ropa para Gabriel —añadió Joan, para tranquilizar a su hermano.

—Encontraremos buen género a precios estupendos —continuó Bartomeu creyendo que el asunto había dejado de preocupar a los chicos—. Hay mucho material. Con las guerras, el hambre y las pestes, en los últimos veinte años esta ciudad ha visto más entierros que nacimientos. Y con la miseria que soportamos, la ropa no se tira.

Y se fue hacia un tenderete donde colgaba un hermoso jubón que podía servir a Joan. Este miró a Gabriel, que ponía cara de entre susto y asco. Le dio una palmadita en el hombro:

—Ya verás qué ropa tan estupenda vamos a encontrar. Estarás muy guapo. —Y después añadió—: No te preocupes, la lavaremos bien mientras rezamos un padrenuestro por el alma del que la llevaba antes.

Cuando abandonaron el mercado estaban satisfechos de sus compras: un par de jubones y calzas para cada uno, cintos, zapatos, ropa interior de abrigo y unas capas con capuchas para el invierno, que ya estaba a la vuelta de la esquina. Uno de los jubones y un par de calzas no precisaban retoques y parecían limpios, así que Joan decidió ponérselos de inmediato y sentirse ciudadano. Andaba muy ufano con su ropa casi nueva y pensó que ya la lavaría cuando le tocara mudarse. Joan recordaba que Bartomeu le había hablado de conversos y le describió los sucesos de la mañana protagonizados por la turba que clamaba contra la nueva Inquisición. Bartomeu confirmó la versión del hombre, parecía estar de acuerdo en todo con él.

—¿Y por qué el rey no respeta nuestros fueros y derechos? —inquirió Joan—. Se supone que tiene que ser justo, ¿verdad?

—Porque Fernando es señor de Aragón, Valencia, Cataluña, Mallorca, Cerdeña y Sicilia —repuso el mercader, inflamado—. Y cada territorio tiene distintos fueros y derechos que defiende ferozmente. Por eso quiere imponer una Inquisición, que él maneja a su antojo, pues con la excusa de que Dios está por encima de todo se permite burlar los fueros. Además, los inquisidores requisan todos los bienes de los desgraciados conversos a los que acusan de «relapsos», que quiere decir reincidentes. Y más de la mitad de sus fortunas va al tesoro real. El resto se lo apropian los inquisidores para sus gastos. ¡Buen negocio!

Joan, impresionado por su vehemencia e indignación, no se atrevió a preguntar más. Sin embargo, al dejarlos en la puerta del convento, el mercader les dijo con firmeza:

—Pero, por muy rey que sea, no logrará que aceptemos a sus inquisidores. —Y después añadió, en tono más reflexivo—: A no ser que consiga una orden del Papa.

22

J
oan se presentó el día siguiente en la librería luciendo su ropa casi nueva. La señora Corró le comentó lo guapo y apuesto que se veía con ella, antes de enviarle a que repitiera el desayuno en el primer piso. Allí, mientras tomaba su tazón de leche con pan y queso, disfrutó de los elogios de las criadas a su nueva indumentaria y se sintió muy feliz. Ya era como los demás.

Cuando entró a barrer al taller fue recibido con exclamaciones de fingida admiración y Felip dijo:

—Mira al remensa, se quiere parecer a nosotros.

Joan hizo como si no le oyera y continuó con su trabajo, no esperaba otra cosa de aquel grandullón y esta vez no dejó que su comentario le disgustara.

Al primer encargo que el ama le hizo fuera de la tienda, Joan recorrió la calle Argentería, aunque quedaba fuera de su ruta. Deseaba que le viera la hija de los joyeros, pero para su desencanto en el mostrador solo estaba la madre y la saludó. Le costó dos viajes más hasta que pudo ver a la chica, sin embargo, ella hizo como si no le viera.

Regresó mohíno a la librería y su desilusión se hizo remordimiento por el camino. Él lucía ropa elegante, cuando su madre, su hermana y Elisenda sufrían las penalidades de los esclavos. Sabía que hasta que no creciera no había nada que él pudiera hacer, pero el lujo con que vestía le hacía sentir culpable. El recuerdo amargo de su familia y la constatación de su impotencia le torturaban. ¡No merecían ese castigo! ¡Malditos sarracenos!

Ayudó en el taller hasta la hora del almuerzo rumiando su rencor. Y entonces vio al viejo Abdalá, que como de costumbre bajaba a comer con los operarios, aunque apartado de ellos. Calculando el tiempo preciso, Joan se sentó en la mesa, para levantarse a coger el cántaro de agua y desplazar, como por accidente, el taburete del moro justo cuando este empezaba a sentarse. Con un quejido sordo, Abdalá cayó de espaldas golpeándose en la cabeza y dando con sus huesos en el suelo. En un inútil intento de sujetarse a la mesa arrastró con estrépito la jarra del agua y su escudilla.

Felip celebró el suceso con carcajadas y aplaudiendo.

—¡Muy bien! —decía—. ¡Bien por el remensa!

Todos se levantaron para ver al viejo y los aprendices rieron discretamente secundando al pelirrojo. El oficial esbozó una sonrisa, pero Guillem, el maestro, con ademán serio, corrió a recoger al hombre.

Abdalá estaba aturdido en el suelo, había perdido el turbante y tenía un golpe en la cabeza, de escaso pelo blanco, que sangraba. Guillem pidió a los aprendices unos paños limpios y agua para curarle, mientras le incorporaba. Felip no se movió, e hizo un comentario jocoso, pero Lluís y Jaume obedecieron.

Joan se quedó de pie, inmóvil, no se sentía tan bien como esperaba, pero pensó que al menos había hecho un poco de justicia. Guillem pudo cubrir la herida, logró que dejara de sangrar y ayudó al viejo a acomodarse en una silla.

—Gracias, maestro Guillem —musitó el sarraceno con su curioso acento—. Ya me encuentro mejor.

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