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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (35 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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Escribió en su libro: «Cuánto lamento haber roto mi promesa. Ojalá el tiempo volviera atrás».

Unos días después, los pregoneros recorrieron la ciudad anunciando que el acto de fe tendría lugar en la plaza del Rey después de la hora tercia del día 9 de febrero. A Joan le dio un vuelco el corazón. ¡Entonces conocería el destino de los Corró!

51

C
uando las campanas de la catedral terminaron de dar la hora tercia, continuaron sonando, cansinas, convocando a los fieles. Joan, Lluís y los demás se reunieron en la puerta de la librería para dirigirse al acto de fe juntos, para infundirse valor. Deseaban lo mejor para sus patronos y se debatían entre el temor y la esperanza.

Aguardaron a que la procesión que salía del palacio real frente a la puerta de Sant Ivo de la catedral siguiera su recorrido por las calles y llegara a Especiers, donde ellos esperaban.

El desfile se asemejaba a otros anteriores. Lo abría un dominico ataviado con el hábito blanco y negro de la orden, descalzo y que portaba el estandarte de la Inquisición. En el centro de la enseña había una cruz verde de madera espinada, con la espada amenazante a su derecha y la rama de olivo a su izquierda. Una inscripción en latín rezaba «¡Álzate, oh, Señor, a defender tu causa!», del Salmo 73. Le seguían un grupo de monaguillos, en esta ocasión en silencio, y otro fraile dominico descalzo portando una cruz.

Un grupo de nobles y magistrados presididos por el primo del rey y lugarteniente real para Cataluña, el infante Enrique Fortuna, conde de Ampurias, los seguían. Entre ellos no había ningún consejero de la ciudad ni cargo de la Generalitat. A continuación iban los oficiales de la Inquisición entre los que destacaba fray Alfonso Espina, junto con sus alguaciles, notarios, escribanos y tropa. Cerraba ese tramo de la procesión un grupo de frailes dominicos silenciosos y encapuchados.

Dejando un espacio seguía otro fraile con la cruz en alto.

—¡Mirad! —exclamó con un susurro Lluís.

Detrás del fraile venía el amo, Antoni Ramón Corró, ataviado con el infamante sambenito amarillo con sus cruces rojas y el cucurucho, el capirote cónico de los penitenciados, también en amarillo y rojo. Llevaba un cirio apagado en sus manos y una soga al cuello que le unía a su esposa Joana, que caminaba detrás, ataviada de la misma forma. El aspecto de ambos era demacrado y sus rostros con ojeras mostraban los días de cárcel, presiones y, casi con seguridad, torturas. Con la cabeza gacha su mirada se perdía en el suelo. A su entrada en la calle Especiers se hizo un profundo silencio. Era una muestra de respeto de sus antiguos vecinos que siempre consideraron a los libreros buena gente. Los Corró levantaron los ojos hacia la librería, donde habían vivido felices durante tantos años, donde murieron sus padres y nacieron sus hijos. Pero esta tenía sus puertas cerradas para siempre. Allí vieron a sus empleados, que los contemplaban entristecidos. Ambos hicieron un gesto de reconocimiento y Joana quiso esbozar una de sus amables sonrisas, que de inmediato se rompió en llanto. Los muchachos los saludaron con la mano y el maestro Guillem les gritó:

—¡Que el Señor os proteja!

—¡Que se haga justicia y os dejen libres! —añadió Joan.

Y recibió un empujón de uno de los soldados que flanqueaban al matrimonio y que se les encaró:

—¡Más os vale callar y ser respetuosos! —les dijo.

Guardaron silencio, aunque a Lluís se le escapó un hipo de llanto. Joan, con lágrimas en los ojos, le pasó el brazo por los hombros.

A Joana Corró la seguía otro preso con soga al cuello ataviado también con la vestimenta de los penitenciados. Detrás venía otra cruz portada por un dominico y una hilera de cuarenta soldados cargando cada uno con un muñeco hecho de cáñamo y vestido con sambenito y cucurucho amarillos con cruces rojas. Cada monigote llevaba un pergamino con el nombre del acusado. Representaban a cuarenta conversos huidos cuya sentencia se proclamaría junto a la de los tres presentes en el acto de fe.

A continuación marchaban más dominicos encapuchados y descalzos que cantaban salmos entre los que se repetía el «Miserere mei, Deus», «Tened piedad de mí, Señor».

Cerraba la procesión un grupo de soldados que, al redoble de sus tambores, marcaban lentamente el paso de la muerte. Detrás los seguía una multitud expectante, jubilosa en muchos casos, ávida de presenciar el espectáculo. Entre ellos estaba Felip acompañado de los de su pandilla. Los miró con una sonrisa desafiante.

La Inquisición había montado en la plaza del Rey tres tribunas apoyadas en el muro de la capilla de Santa Ágata, la iglesia del palacio real. Dos de aquellos entarimados, los de la derecha, estaban cubiertos por un dosel y decorados con buenas telas. El central era para los inquisidores y sus funcionarios y el segundo para las personalidades y criados. Entre ambos había un pequeño altar. La tribuna de la izquierda, al contrario, era un simple tinglado de madera con bancos para los reos y los soldados que los custodiaban. Según entraba la procesión, cada uno se fue colocando en su lugar: los de las tribunas sentados en ellas y los espectadores de pie. En el centro de la plaza, frente al entarimado de los inquisidores había un púlpito con el fraile agustino encargado del sermón.

La prédica duró más de dos horas y la voz del agustino crecía conforme se encendía de fervor. Dijo que la Inquisición era hija del celo cristiano y que el proceso de purificación que eliminaría a los herejes que corrompían el mundo había empezado. Recordó las profecías de san Juan en el Apocalipsis cuando describía que se abrían los libros de la vida y de la muerte. Recitaba con voz atronadora, inflamada de ardor:

—«Y vi a los muertos grandes y pequeños, de pie, delante del trono; fueron abiertos unos libros, y luego se abrió otro, que es el de la vida; y los muertos fueron juzgados según lo escrito en los libros, conforme a sus obras. Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego».

Joan escuchaba conmovido aquellas palabras terribles; los libros contenían la vida y la muerte, y podían ser muy peligrosos como bien sabía, por desgracia. Pero un murmullo del maestro Guillem le apartó de sus pensamientos:

—No me gusta nada el sermón; los han condenado a la hoguera. Y el agustino continuó vigoroso recitando fragmentos del Apocalipsis de san Pedro, cada vez más exaltado y profético:

—«Y allí había gentes colgadas de la lengua. Eran los blasfemos en el camino de la justicia. Y bajo ellos un fuego que los atormentaba».

Joan pensó que su pecado era comparable y que también merecía un castigo. Luchaba por zafarse del agobio que sentía, pero la prédica terrible del fraile le arrastraba y pensó que Guillem tenía razón: el sermón presagiaba la muerte. Miraba a su alrededor y veía a la gente encogerse de miedo al tiempo que escuchaban con un deleite morboso.

—Al menos, el hijo, Joan Ramón, que hicieron venir de Lleida, no está entre los penitenciados —comentó Lluís.

—Es menor de edad penal —repuso Guillem—. Seguramente él se salve solo con cárcel.

Después se celebró misa y al final de esta, el notario de la Inquisición subió al púlpito y uno a uno, con voz hueca y resonante, fue desgranando las faltas de los ausentes representados por los monigotes de cáñamo. Al final anunciaba la condena; y era la misma para todos: el fuego de la hoguera.

Pocas esperanzas quedaban al llegar a los Corró. Casi sin aliento, Joan rezaba para que ellos fueran la excepción, pero las acusaciones se asemejaban mucho a las de los anteriores: freían la carne y las verduras con aceite evitando hacerlo con grasa animal. Para no confundirse con la manteca de cerdo ni siquiera cocinaban con grasa de oveja. Ponían manteles limpios en su mesa el viernes por la noche y se mudaban para ir limpios el sábado, la fiesta de los judíos. A la muerte de sus padres comían huevos crudos y a los cadáveres les depositaban una moneda en la boca. Quitaban los tendones de los cuartos traseros de los corderos como mandaba la Biblia en recuerdo de la lucha de Jacob...

—Pero eso no quiere decir que practiquen la religión judía —protestó en voz baja Joan—. Son costumbres que heredaron de sus padres y sus abuelos. No tienen por qué tener un significado.

Al final el notario enumeró los libros prohibidos de su librería, muchos de los cuales eran judaicos. Y terminó proclamando:

—Serán quemados vivos en la hoguera del Canyet por su herejía. Pero si en el último momento piden clemencia y se reconcilian con la fe cristiana, se les concederá por caridad la gracia de ser antes estrangulados por el verdugo.

Un murmullo recorrió la plaza. Habría espectáculo.

52

A
l oír la sentencia, la mirada de Joan fue a la tribuna de los reos. Durante el interminable sermón, el matrimonio Corró apenas se había movido, en ocasiones aparentaban dormitar. En algún momento pareció que cuchicheaban entre ellos. Pero al oír la cruel pena, Antoni Ramón acudió a su esposa y ambos se unieron en un tierno abrazo.

«Van a morir por mi culpa», se dijo Joan.

Pero la ceremonia no había terminado. Entonces fue cuando fray Alonso Espina hizo solemne entrega de los condenados a don Enrique de Aragón, el lugarteniente del rey; a partir de aquel momento serían las tropas reales las encargadas de custodiar a los reos y ejecutarlos. Los votos de los inquisidores prohibían derramar sangre. Fray Espina mantendría sus manos limpias.

De nuevo se organizó el desfile, esta vez hacia la muerte. El orden era parecido al de la llegada a la plaza, y a paso lento la procesión tomó el llamado camino de la infamia, que recorrió la ciudad hasta salir por el Portal de Sant Daniel. Los frailes cantaban sus letanías y los tambores marcaban el paso lento y solemne de la ejecución. Esta vez, detrás desfilaba un grupo de soldados portando la leña para la hoguera.

Los Corró eran conocidos en el barrio y cuando pasaron frente a sus vecinos estos guardaron un silencio respetuoso, pero ahora, una vez condenados y rodeados de gente extraña, se veían sometidos al insulto y a la agresión.

—¡Marranos! —les gritaban—. ¡Morrudos! ¡Falsos cristianos!

Y les lanzaban inmundicias.

Joan, Lluís y Jaume forcejeaban para mantenerse cerca del matrimonio intentando protegerlos del vulgo, pero las calles eran muy estrechas, estaban repletas de una multitud vociferante y no podían mantenerse a su altura. Cuando lo lograban se veían apartados por los soldados que flanqueaban a los reos. La misión de estos no era evitar que escaparan, suceso imposible, sino asegurarse de que llegaban vivos al suplicio. Poco importaba si recibían algún que otro golpe o les lanzaban basuras.

Al salir de la ciudad la comitiva tomó el camino del Canyet. Era esta una zona inhóspita, de aguas estancadas y cañaverales, cercana al mar. Con frecuencia aquellos pantanos despedían fumarolas y una neblina de olores putrefactos, de descomposición. En verano los mosquitos plagaban el lugar y en las noches, entre fuegos fatuos, vagaban los lobos llegados de los montes boscosos de Horta y de Sant Genís en busca de cadáveres. Era allí donde se arrojaban los cuerpos de los animales muertos y cualquier otro desperdicio que la ciudad quería mantener lejos de sus muros.

No solo era un lugar de muerte para las bestias, sino también para los humanos. En el pasado se ahorcó allí a todo tipo de delincuentes incluyendo piratas sarracenos. En el Canyet se alzaba una cruz, la llamada de la Llacuna, que marcaba el centro del gran basurero putrefacto.

Aquel era el sitio escogido por la Inquisición para sus ejecuciones y al que la procesión se dirigía con paso cansino al redoble de los tambores.

Al llegar a la cruz se encontraron con una gradería de madera montada en uno de los lugares secos frente a la que los soldados amontonaron la leña. Los dominicos con su capucha calada continuaban cantando sus salmodias y muchos de entre la multitud de curiosos los acompañaban en su canto.

Los militares depositaron los cuarenta monigotes de cáñamo en la gradería mientras el matrimonio Corró y el otro penitenciado descansaban exhaustos en el suelo.

Allí acudió fray Espina para ofrecer a los reos la última oportunidad de reconciliación. Al rato el inquisidor abrió los brazos mirando a la multitud. Los dominicos cesaron en su canto y se hizo el silencio.

—Los penitenciados han sido relajados —gritó—. Reconocieron sus horribles pecados y han pedido perdón sincero por cada uno de ellos. Y con su inmensa misericordia la Iglesia los admite de nuevo en su seno. Alabado sea el Señor.

De la multitud se alzó un grito de júbilo. ¡Qué hermoso era ver a las ovejas descarriadas regresar al redil! ¡Qué grandes eran la piedad y la compasión!

Fray Alonso Espina y su séquito estaban radiantes. Al fin los herejes aceptaban la verdad. ¡Qué bello triunfo para la Inquisición!

—¡Ya puede venir el verdugo! —concluyó fray Espina.

En un arrebato Joan rompió el cordón que formaban los soldados y se acercó corriendo a los Corró, que continuaban cabizbajos sentados en el suelo con sus sambenitos en el cuerpo y los capirotes en la cabeza.

—¡Perdonadme! —exclamó tomando entre sus manos las de la señora Corró con los ojos llenos de lágrimas.

Ella levantó la vista y al reconocerle sonrió. Aquella mirada le hizo estremecer; le recordaba más que nunca a la de su madre. Iba a perderla por segunda vez.

—Que Dios te bendiga, hijo —musitó.

Él le besó la mano y ella le acarició la mejilla con suavidad. Hubiera permanecido toda la tarde junto a ella, pero sabía que no le quedaba tiempo.

—¡Amo, perdonadme! —le dijo al librero.

Este le miró a los ojos, afirmó con la cabeza en gesto abatido, pero no dijo nada. Después tendió sus brazos a su esposa y ambos volvieron a abrazarse.

—¡Quita de ahí, chico! —oyó.

Una mano le agarró del hombro y le empujó lejos de los prisioneros. Joan vio al verdugo sosteniendo una soga y un palo. Le conocía de las tabernas y en ellas jamás se hubiera dejado tocar por aquel individuo. Era un maldito. Ningún tabernero le servía en un vaso del establecimiento y tenía que ir a la taberna con el suyo propio. Pero allí, en aquel momento, el verdugo era la autoridad.

La soldadesca cayó sobre Joan y después de unos cuantos golpes lo echaron a patadas hacia el gentío, que reía y le gritaba improperios. Aquello era un pequeño entremés a la espera del espectáculo principal. Felip estaba en primera fila y aprovechó para darle un coscorrón mientras le decía:

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