Prométeme que serás libre (62 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

BOOK: Prométeme que serás libre
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—Adiós, Joan —dijo—. Que el Señor os conceda una buena esposa. —Y salió de la habitación.

96

A
quel adiós fue para Joan como una condena a muerte; Anna se iba, quizá a Francia y para siempre. No era solo que ella se negara a verle de nuevo, sino que él ya no sabría dónde encontrarla. Permaneció unos momentos inmóvil, sin saber qué hacer, como si de pronto se hubiera quedado sin fuerzas. Después imaginó a Anna recibiendo a su esposo en el patio, echándole los brazos al cuello y besándole, y una furia violenta se apoderó de él. No sentía miedo por su persona; su único temor era perjudicar a Anna y se esforzó en seguir sus instrucciones. Por el resquicio de la puerta entreabierta oía la barahúnda de gritos, portazos y golpes del desalojo precipitado de la casa y veía pasar a los criados cargando enseres. Se dijo que en unos instantes entrarían en el dormitorio y darían con él. Y aquel era el único sitio donde no le podían encontrar. Aprovechó un instante en que no había nadie en el pasillo y salió sin apresurarse, como si paseara, dirigiéndose a la escalera que bordeaba el patio central para bajarla. Un criado que subía le cedió el paso, aunque, sorprendido, se quedó mirándole inmóvil. Joan, amenazante, apoyó su mano derecha en la empuñadura de su espada y descendió siguiendo el recorrido de los criados que salían con bultos a la calle. En el patio, Anna hablaba con su esposo, situado de espaldas a la escalera, y Joan prosiguió su camino con la intención de deslizarse detrás de él sin que lo advirtiera. Pero no pudo evitar contemplarla por última vez y sus miradas se enlazaron por unos instantes en un postrero abrazo.

—¿Quién es ese hombre? —gritó alguien que parecía un mayordomo.

Lucca, alertado tanto por la mirada de su esposa como por el aviso, se giró.

—¡Vos! ¿Quién sois?

Todos se fijaron en él y uno de los criados hizo gesto de impedirle el paso, pero Joan lo apartó de un empujón y salió a la calle con paso rápido, atento a que nadie le bloqueara la salida.

—¡Deteneos! —Era la voz de Lucca y supo que se precipitaba detrás de él.

Estaba ya en la calle y como los carros le impedían cruzar hacia el otro lado, anduvo unos pasos rápidos paralelos a la casa y, al sentir pisadas a su espalda, desenfundó la espada y se giró apuntando a la altura del pecho. Ricardo Lucca se detuvo en seco. Sus miradas chocaron con dureza.

—Yo os he visto antes, merodeando a mi alrededor —dijo el marido desenvainando también su espada—. ¿Qué hacíais en mi casa?

—Os buscaba para daros muerte. —Y matarle era lo que Joan deseaba.

Vio una expresión de sorpresa en la cara de su rival, pero justo entonces aparecieron criados armados a la espalda de este. Joan recordó que junto a los carros había soldados y tuvo la certeza de que en un instante le rodearían. Hubiera querido enfrentarse a Lucca, hundirle su espada en el pecho, pero aquello le costaría su propia vida. Dio media vuelta y salió corriendo calle abajo. Se topó con un par de soldados desprevenidos que llegaban a la altura del último carro y que, como sospechaba, pretendían rodearle, pero la amenaza de su arma hizo que se apartaran y se alejó con la certeza de que ya no le seguirían. Estaban demasiado ocupados.

Joan se mantuvo a distancia observando cómo cargaban los carros a toda prisa y preguntándose qué hacer. No podía dejar que Anna se fuera para siempre. Él solo no podía detener a Lucca, que entre soldados y criados contaba con más de veinte hombres. Pero en ese momento el marido de Anna huía, era vulnerable, podía ser derrotado. Ahora o nunca, pensaba; tenía que hacer algo. Anna le dejó muy claro que, por mucho que le amara a él, jamás abandonaría a su marido: la fidelidad a su familia era lo primero para ella. Tenía que librarse de Ricardo Lucca como fuera.

Estaba amaneciendo y aunque los gallos cantaban, la ciudad aún dormía. ¿Dónde encontrar ayuda?

Corrió a la casa de Antonello, situada en la misma calle en dirección al muelle y aporreó la puerta. Las ventanas del piso superior estaban abiertas a causa del calor y al poco apareció el librero en una de ellas.

—¡Vaya con
Orlando enamorado
! —refunfuñó al reconocerle—. No me gusta tu costumbre de despertarme al amanecer.

—Don Antonello, necesito vuestra ayuda. ¡Por favor!

El librero bajó a abrir entre gruñidos y Joan le puso al corriente de todo.

—Ricardo Lucca huye —le dijo al final del relato—. Ayudadme a detenerle.

—¿Y por qué debiera yo hacer eso? —preguntó el librero, asombrado.

—Porque es un angevino que ha luchado contra el rey. Un traidor a Nápoles.

—Mira, hijo —repuso Antonello—, los Lucca son buenos clientes y por eso lamento que se vayan. Y por lo mismo y porque son buena gente les deseo que se pongan a salvo de sus enemigos. Además, ni mis muchachos ni yo somos gente de armas y tendríamos las de perder.

—Pero los detendríais lo suficiente hasta que llegaran los soldados del rey.

—O quizá lleguen antes esos buitres que rapiñan y violan. —Movió la cabeza negando—. No, no haré nada.

—Pero vos estáis a favor del rey Ferrandino, ¿verdad?

Antonello dejó ir su risa contagiosa.

—¡Pues claro que estoy con él! —dijo—. Y celebré su regreso. Aunque también lo celebré cuando llegaron los franceses y espero que me guardes el secreto. La vida es corta y hay que reír y festejar todo lo que se pueda.

—¡Se lleva a Anna! —exclamó Joan en un sollozo.

—Pero ella va por su voluntad —le recordó el napolitano.

Joan estaba abatido y no respondió. Había despertado de la noche más maravillosa de su vida con una pesadilla terrible. Iba a perder a Anna para siempre.

—Acércate al castillo de Capua —le sugirió Antonello compadeciéndose del joven—. Quizá el rey tenga tropas disponibles y las quiera emplear en Lucca.

—Demasiado tarde —dijo Joan.

El estruendo de los carros y los gritos de los arrieros azuzando a las bestias se oía ya calle arriba. El joven se asombró de la rapidez con que cargaron. Lucca debía de tenerlo todo muy bien planeado.

Al poco cruzaban por delante de la librería, y desde su interior Joan pudo ver a Ricardo Lucca, alto y arrogante como siempre, montado en su caballo y a su lado, sobre una yegua, a Anna, erguida, serena y bellísima.

No supo hacer otra cosa que seguirlos. La comitiva despertaba el interés de los vecinos, que se asomaban a las ventanas, o de los que ya tenían las puertas abiertas de sus casas, pero nadie trató de cortarles el paso. Ni siquiera el retén que sitiaba Castel Nuovo, sorprendido, hizo nada por detener aquel grupo de soldados y los carros que custodiaban. A toda prisa la comitiva entró en la zona cubierta por el fuego de cañones y mosquetes del castillo y con ello se puso a salvo. Sin perder tiempo se dirigieron al embarcadero, que bajo la sombra del castillo continuaba en poder de los franceses, y sin demora empezaron a cargar el contenido de los carros en una carabela allí atracada. No eran los únicos, parecía que otros nobles angevinos lo hicieron antes. Joan calculó la velocidad con la que embarcaban los bultos y la marea. El viento les era favorable y en menos de una hora la carabela se habría hecho a la mar.

El sol iluminaba ya las torres más altas de las iglesias de Nápoles y Joan contemplaba impotente, desesperado, cómo Anna se iba para siempre.

97

—¿
Q
uién era ese hombre que salía de nuestra casa? —inquirió Ricardo Lucca.

Anna se sobresaltó; había esperado la pregunta toda la mañana deseando que nunca se formulara. Desde que su esposo y Joan se enfrentaron en la calle en la madrugada sentía una horrible mezcla de miedo y culpa que trataba de disimular a toda costa.

Lucca esperó a embarcar y una vez estuvo todo organizado a bordo, cuando navegaban pasado ya el Castel dell'Ovo, interrogó a su esposa. Aun en los momentos más críticos de aquella mañana, aun ocupado en la huida, su mente se vio continuamente asaltada por pensamientos siniestros. Anna y buena parte de sus pertenencias estaban ya a salvo, pero el alivio que esperaba sentir entonces se había convertido en una terrible sospecha.

—No lo sé —repuso ella mirándole con sus ojos verdes, que aquel día mostraban tonos grises—. No le había visto antes.

Ricardo Lucca la observó suspicaz. Amaba con locura a su joven esposa, con la que llevaba casado poco más de un año, aun sin poder gozar de su compañía como ansiaba. Con demasiada frecuencia la guerra le mantuvo alejado en el campo de batalla.

Se enamoró casi de inmediato de ella al verla en la joyería, pero le costó tiempo y paciencia conseguir que Anna se dejara cortejar. Era consciente de que la ayuda a su padre y el puesto de escudero para su hermano con un pariente en su tierra natal de la Apulia fue determinante para que ella le aceptara primero como galán y después como esposo. Pero sabía que su aspecto acostumbraba a gustar a las mujeres y estaba convencido de que su solicitud, sus cuidados y su amor conseguirían que ella le correspondiera. Y una vez casados, poco a poco, su esposa se le fue entregando y cada avance le colmaba de felicidad. La paseaba orgulloso por la calle gozando de la ternura con la que ella se asía a su brazo.

Pero en los últimos meses, al regresar de sus obligadas ausencias, empezó a notar algo raro en ella. Aquella madrugada, aquel sentimiento se convirtió en alarma al descubrir a aquel joven desconocido en su casa.

—Pues yo sí recuerdo haberlo visto antes —repuso—. Merodeando por los alrededores de la casa, incluso en la catedral los domingos. Es extraño que no os fijarais en él.

—No es propio de una mujer decente ir mirando a los hombres por la calle, Ricardo.

Anna sentía su corazón encogido dentro del pecho. Odiaba mentir a su esposo, pero la verdad era inconfesable. Recordaba la apasionada noche con Joan, pensarlo aún le erizaba el vello, pero aquel amor era ahora un sueño lejano y la realidad la llenaba de remordimientos y temor. Aceptó ver de nuevo a Joan a solas porque sabía que todo estaba preparado para la huida y que seguramente nunca más volverían a verse. No contaba con que el amor y la pasión la vencerían. Ni que aquella sería la madrugada escogida por su marido para escapar de Nápoles.

Nunca quiso traicionar a Ricardo, pero lo hizo. Era un marido tierno, bien parecido, viril, que la amaba y se esforzaba en complacerla en todo. Y siempre cuidó de su familia. Le estaba muy agradecida, le respetaba y le quería. De forma distinta y menos intensa que a Joan, pero sentía amor por él. Se horrorizaba pensando en su traición aquella noche y si pudiera volver atrás, la borraría de su vida. Sin embargo, ya nada podría ser igual con Ricardo, la mentira estaría entre los dos.

Amaba al chico, le había querido desde el primer día, pero ahora deseaba que aquella noche nunca hubiera existido, que la carabela los alejara para siempre y que las preguntas y las sospechas de su marido cesaran. Lo de Joan quizá no fuera más que un amor adolescente que las dificultades fortalecieron, ilusiones infantiles sublimadas, sin fundamento.

—¿Y qué creéis que hacía ese joven en nuestra casa? —insistió Ricardo.

—No lo sé. Quizá visitaba a alguna criada, o quería robar.

—No tenía aspecto de alguien que corteje a una criada. Ni de ladrón. Parecía más un caballero.

—No os lo puedo decir, apenas le vi.

—Dijo que venía a matarme.

Los ojos de Anna se abrieron alarmados. Suspiró aliviada al regresar Ricardo a casa, aquella madrugada, sin luchar con Joan. Pero ignoraba que este amenazara a su marido, habría sido horrible que se mataran entre ellos.

—¿Por qué creéis que quería matarme? —insistió Ricardo—. ¿Qué le habré hecho yo?

Anna tragó saliva y se encogió de hombros.

—No lo sé. Quizá sea un enemigo político vuestro. O un sicario.

—No, no lo era. Conozco a mis enemigos. Incluso a sus sicarios. —Sus ojos oscuros la miraban fijamente, había dolor en ellos. La amaba con todo su corazón y la sospecha le destrozaba—. ¿No vendría a por vos, Anna?

Ella sintió que sus piernas flojeaban y que un puño le atenazaba el estómago, pero hizo un esfuerzo para erguirse indignada apoyándose en la borda de la nave.

—¡Ricardo! ¿Cómo podéis pensar que yo...?

—¡Galeras españolas! —gritó el vigía—. ¡Nos siguen galeras españolas!

La mirada de Ricardo Lucca fue de su esposa a la cofa de la nave de donde había partido el grito y después al capitán.

—Disculpadme, Anna. —Y tras una inclinación de cabeza, Ricardo se fue hacia el oficial.

—El viento sursureste nos favorece —les dijo el capitán al grupo de nobles que se reunieron a su alrededor—. Pero las galeras también lo tienen a favor y nos alcanzarán antes de llegar a Gaeta.

—Cinco galeras francesas vienen a nuestro encuentro desde Gaeta para escoltarnos —le dijo Ricardo—. Continuemos a toda vela. No podrán con nosotros.

Lucca era un líder militar del partido angevino y había preparado la huida al detalle.

—Me sorprende que los españoles zarparan tan aprisa —continuó el capitán—. No esperaba que nos siguieran, sus galeras no estaban preparadas.

—Es cierto, tampoco contaba yo con ello. Mantened las velas a todo trapo.

La distancia iba acortándose paulatinamente y tripulantes y pasajeros contemplaban nerviosos cómo las galeras crecían en tamaño.

—Debéis considerar la posibilidad de que nos rindamos —dijo el capitán.

—¿Para qué? —repuso Ricardo—. Si luchamos, tenemos la oportunidad de escapar. Si nos rendimos, se apoderarán igualmente de la nave y de los que viajamos en ella.

—Sin embargo, se evitaría un baño de sangre.

Ricardo le miró ceñudo, pero antes de que respondiera se oyó al vigía.

—¡Galeras francesas! ¡Vienen desde el norte a todo remo!

Hubo gritos de júbilo y los barones angevinos se abrazaron entre ellos. Ricardo Luca y el capitán se miraron.

—¡Cuando nos amenacen, izad la enseña de la flor de lis! —gritó el oficial—. ¡Lucharemos!

98

J
oan comprendió que la única posibilidad de impedir que Anna desapareciera para siempre era la flota de Vilamarí. Hubiera querido evitarla, pues bien sabía el destino de las naves consideradas enemigas una vez capturadas y el de sus tripulantes y pasajeros. La peor parte era para las mujeres jóvenes como Anna. El almirante no tenía otra consideración moral que no fuera la de mantener sus naves al máximo de su poder y eficacia. Era la ley del león.

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