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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (29 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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Todo lo que Joan pudo indagar fue que una nave siciliana zarpó con las primeras luces del día.

De camino de regreso a Santa Anna pasó por la calle Argentería; le dolía en el alma ver el hueco que dejaba la tienda de los Roig con su puerta cerrada. Era una ausencia insoportable.

Corrió a su celda y escribió en su libro: «Te encontraré. En Italia, quizá».

Al poco, el hermano portero le avisó de que Bartomeu quería verle. Joan le dijo que ya sabía que la familia Roig huyó en la noche.

—Siento que Anna se fuera y comprendo tu tristeza —repuso el mercader—. Pero hay otro asunto.

—¿Cuál?

—mosén Roig se fue sin darme ninguna información sobre el oro robado.

Joan le miró sorprendido. Se había olvidado por completo del oro y de la acusación que pendía sobre su cabeza, que amenazaba su futuro, su propia integridad física y su libertad. La ausencia de Anna ocupaba todas sus preocupaciones.

—¿Y qué implica eso? —preguntó sabiendo ya la respuesta.

—Que se te considerará culpable y que mosén Corró te tendrá que denunciar.

Joan se encogió de hombros. Una mala noticia más, se dijo. Su mundo se derrumbaba definitivamente.

—Dadme un par de días y le diré al amo que no puedo probar mi inocencia —dijo abatido pero con entereza—. Que haga lo que tenga que hacer.

—Lo siento, Joan. Creo que será mejor que te embarques y escapes de aquí. ¿Has pensado en eso?

—Sí, pero si lo hago, nunca podré regresar a Barcelona. Nunca más veré a Gabriel.

—Piénsalo de nuevo —le dijo Bartomeu—. Y después dime en qué te puedo ayudar.

Joan fue a la iglesia. Aún no era la hora sexta y se encontraba vacía. Se arrodilló frente al altar mayor para rezar y murmuró entre lágrimas:

—Señor, padre todopoderoso. Siempre he cumplido lo mejor que he sabido con mis deberes cristianos. He oído misa cuando era de precepto, he rezado mis oraciones, he confesado mis pecados e hice mis penitencias. Quise ser bueno con los demás y honrado. ¿Por qué me enviáis tanto mal? Perdí a mi padre en manos de otros cristianos y después a mi hermanita. Esclavizaron a mi madre, a mi hermana, a Elisenda. Y ahora permitís que me crean un ladrón, que caiga sobre mí la vergüenza y el deshonor. Nunca más podré ejercer un oficio en esta ciudad. Y alejáis a la persona que más quiero. Anna... Quizá nunca la vuelva a ver. Y se ha ido por temor a esos inquisidores que dicen cumplir vuestra voluntad.

»Tanto mi familia como mis vecinos eran buena gente, cumplían sus deberes religiosos y ahora han muerto o son esclavos. Y fueron cristianos quienes les causaron ese daño, como cristianos son los que aterrorizan ahora la ciudad. Es injusto. Permitís que la desgracia caiga sobre inocentes. Y sobre mí. ¿Qué he hecho mal? ¿Por qué me odiáis?

Apretaba los puños con rabia, clavándose las uñas en la palma de la mano y, de rodillas, se doblaba hasta tocar con la cabeza en el suelo, que mojaba con su llanto. Sonaron las campanas, era ya la hora sexta, el mediodía. Se apartó del crucero para refugiarse en la penumbra y asistir al oficio sin llamar la atención. Llegaron los monjes como de costumbre, se situaron en sus lugares habituales y rezaron sus oraciones. Joan seguía a veces los rezos, otras movía la cabeza en negación. «No puede ser —murmuraba—, un Dios bueno no consentiría tanto mal.» Notaba que enloquecía.

Terminado el oficio, los frailes desfilaron hacia el refectorio para el almuerzo y Joan los siguió a distancia. Salió al claustro cuando el último monje ya subía las escaleras del comedor. No tenía hambre. En realidad no quería saber nada de los frailes. Ni del Dios al que rezaban. Se dirigía a su celda cuando notó una mano firme en su hombro:

—Joan. —Era el suprior.

El chico observó a través de sus lágrimas la cara enjuta y severa del fraile y trató de sacudirse con rabia la mano de su hombro.

—Joan, ¿qué te ocurre? —inquirió el hombre sujetándole aún más fuerte.

—¡Nada! ¡Dejadme!

—Te he observado durante el oficio. ¿Qué te ocurre? ¿Por qué no subes al comedor?

—¡Dejadme! —repitió el muchacho—. ¡No quiero vuestra comida, ni quiero a vuestro Dios!

—¿Qué? —exclamó el monje con espanto.

—¡Que no quiero...!

Fray Antoni no le dejó terminar, le empujó hacia la sala de reunión de los monjes, hizo que entrara y cerró la puerta detrás de él. Joan quiso resistirse, pero aquel hombre nervudo tenía una fuerza sorprendente.

—¡No digas eso nunca más! —le increpó el fraile.

La luz de la sala entraba solo a través de las vidrieras de las dos ventanas que daban al claustro y en aquel día nublado de invierno era mortecina. El lugar se le antojó tétrico a Joan.

—¡No quiero a vuestro Dios! —repitió el muchacho con rabia.

Un sonoro bofetón resonó en las paredes de la estancia y por un momento el dolor que Joan sintió en la cara le hizo olvidar el de su corazón. El fraile le puso las dos manos en los hombros y mirándole a los ojos le dijo en un inesperado tono cariñoso:

—¡No digas eso nunca más, Joan! ¡La Inquisición te podría condenar a la hoguera solo por eso! ¡Que nadie te oiga decir tal barbaridad!

—¡No me importa la Inquisición, no me importáis vos, no me importa vuestro Dios!

—Pero ¿te has vuelto loco? —El tono cariñoso, tan extraño en él, continuaba en la voz del hombre—. ¿Qué te ocurre, muchacho?

Y Joan no pudo aguantar más y entre hipos y sollozos le fue contando al fraile el relato de sus desdichas.

—Serénate, recapacita, todo tendrá sentido —le consolaba fray Antoni.

—¿Sentido? —repuso el chico—. Los soldados que mataron a mi padre servían a vuestro Dios, los inquisidores que aterrorizan a las gentes y han hecho huir a Anna sirven a vuestro Dios. El mismo que permite que siendo yo inocente pague como culpable.

—Te equivocas al decir eso. Escucha: no confundas los actos equivocados, crueles o egoístas de los hombres con los actos de Dios. Muchos son los que usan Su nombre en vano para justificar sus propias maldades. Los soldados que mataron a tu padre no actuaban en nombre de mi Dios, ni tampoco los inquisidores. Pueden decir que lo hacen, pero están equivocados. El Dios verdadero es misericordioso, y ellos no lo son. Tú eres un chico muy inteligente, aunque no puedes juzgar al Ser divino. No caigas en esa vanidad intelectual, no te engañes. El hombre tiene libre albedrío y sus obras son muchas veces ajenas a Dios.

—¿Y eso de libre albedrío qué es?

—Es la capacidad del hombre de decidir por sí mismo. Él es el único responsable por sus decisiones y por ellas rendirá un día cuentas al Señor. Esa libertad es causa de que ganemos el cielo o el infierno durante nuestra estancia en la tierra.

Joan quedó pensativo, veía sentido en las palabras de fray Antoni. Aún le dolía el bofetón de la mano huesuda del monje y al tocarse la mejilla la notó ardiendo. El dolor de su corazón continuaba tan intenso como antes.

—Pero ¿por qué a mí? —se quejó—. ¿Por qué a mis padres y a las gentes que quiero?

—Habrá un motivo —dijo el suprior—. El Señor lo conoce.

—O no —repuso Joan con rabia renovada.

Y de un empujón se libró del hombre. Salió de la sala capitular y fue a su celda a toda prisa. Allí tomó el dinero que tenía ahorrado y las piezas de coral que aún le quedaban y corrió hacia la calle. Temía que el fraile le detuviera.

43

J
oan cruzó la Rambla para dirigirse al camino del Peu de la Creu. Allí, al final de la vereda continuaba aquella casa destartalada, medio oculta entre árboles, donde el pasaje moría en unos matorrales. El chico moderó su paso, jadeaba. El cielo era de un gris plomizo, amenazaba tormenta y sentía aprensión. Pero no tendría miedo, se dijo, llegaría hasta el final.

De la chimenea salía una columna de humo, aunque al llamar no obtuvo respuesta. Quizá la bruja estuviera acostumbrada a que los muchachos golpearan su puerta para echar a correr. Insistió.

—¿Quién es? —respondieron al rato.

—Joan Serra.

A eso le siguió un silencio y después oyó:

—No te conozco. Vete, estoy ocupada.

—¡No me puedo ir! Os necesito.

Esperó pero no obtuvo respuesta, parecía que la mujer daba por zanjada la conversación. El viento arreciaba y empezaron a caer gotas de lluvia. Joan se arrebujó en su capa. Al rato volvió a golpear la puerta hasta que la misma voz preguntó:

—¿Quién es ahora?

—Soy Joan.

—¡¿No te dije que te fueras?!

—Y yo dije que os necesito. Abridme, por favor.

—Estoy ocupada.

—No me iré hasta que abráis.

Hubo otro silencio y después unos gruñidos de disgusto y descorrer de cerrojos. Una mujer de unos cuarenta años con aspecto desaliñado y pelo canoso alborotado, sin cubrir con un manto como correspondía a su edad, abrió la puerta. No tenía ningún ojo de cristal en su mano y los suyos, verdes, se movían observándole. Le veía.

—Os necesito —repitió él.

—¿Para qué? —inquirió ella, huraña.

—Os necesito porque sois bruja y solo una bruja me puede ayudar.

—¿Bruja yo? ¿Quién te ha dicho eso?

—Todo el mundo lo dice.

—Pues no es verdad. Algunos mienten con mala intención y los otros se equivocan. Yo solo conozco algunos remedios y trato de ayudar a la gente.

—Dicen que vivís de eso. Traigo dinero y coral para pagaros.

La mujer se quedó pensativa y después respondió:

—Vivo de eso y si continúan llamándome bruja, también moriré de eso. ¿No serás familiar de la Inquisición?

—No, no lo soy.

—Júralo por la salvación de tu alma!

—Lo juro.

La bruja pareció tranquilizarse y dando unos pasos más allá del umbral de la casa lo contempló con cuidado bajo la luz gris de la tarde. Vio sus ojos enrojecidos por el llanto, las ojeras, y percibió un dolor profundo en él. Le tomó las manos en las suyas y bajó sus párpados hasta casi cerrarlos. Joan sintió unas manos huesudas pero cálidas y la observó con aprensión. Al poco unas lágrimas serenas corrían por las mejillas de la mujer. Entonces una fuerte ráfaga de aire acompañada de lluvia fría los golpeó, al tiempo que el estampido de un trueno les hacía estremecer. Ella se puso a temblar.

—Entra —dijo.

Joan se encontró en una gran habitación con una chimenea en un extremo donde el fuego calentaba un caldero que iba soltando vapor. Un vaho oloroso y picante llenaba la estancia. Del techo colgaban distintas hierbas y lo que al muchacho le parecieron pellejos y las paredes tenían anaqueles con tarros y potes. En el centro había una mesa y señalando un taburete, la mujer le dijo que se sentara.

—¿Qué quieres de mí? —le interrogó clavándole unos ojos demasiado abiertos.

—Dicen que las brujas adoráis al demonio en lugar de a Dios. Que tenéis un pacto con él.

—Yo no soy bruja.

—Y he leído en ciertos libros que el diablo no es un ángel caído, sino que es otro Dios —continuó el chico—. Y que es tan poderoso como el Dios de la Biblia.

La mujer rio mostrando una boca en la que le faltaban algunos dientes. Después repuso con sorna:

—No sé de qué me hablas. Yo no sé leer.

—El Dios de la Iglesia es injusto y de nada sirve rezarle. —Joan siguió sin hacer caso a los reparos de la bruja—. Intento seguir sus leyes pero me castiga sin motivo y daña a la gente buena a la que amo. Quiero el poder de tu dios para recuperar a mi familia, conseguir a mi amada y vengarme de unos miserables.

—La gente viene aquí a pedirme remedios para la tos, para los dolores, todo lo más un filtro amoroso... —repuso ella fingiéndose pensativa; sus labios dibujaban el inicio de una sonrisa—. Pero lo tuyo, desde luego, se sale de lo normal...

—¡Ayudadme! —gritó Joan.

La bruja no dijo nada, solo se le quedó mirando a los ojos fijamente y a pesar de su determinación, Joan sintió miedo. De no ser por la rabia y la desesperación que llenaban su corazón, hubiera salido corriendo de aquel lugar. En aquel momento sonó otro trueno tan fuerte que parecía que el rayo hubiera caído allí mismo y una lluvia intensa empezó a golpear el techo de la casucha. El susto le hizo dar un salto, pero la bruja ni pestañeó y le miraba como una serpiente a su presa. Aquello atemorizó aún más al muchacho. Quiso sostener su mirada, aunque no podía y la desviaba una y otra vez, y cuando lograba mantenérsela, veía la cara de la mujer transformándose. En una de sus mutaciones el chico vio en ella la faz del tuerto asesino y se le escapó un grito. La bruja despertó de un aparente sueño en que mantenía los ojos abiertos. Le miró con extrañeza y al fin le dijo:

—Cuéntame.

—¿El qué?

—Cuéntame todo, desde el principio. Quiero saber qué te ha llevado a renegar de Dios.

Aquellas palabras causaron otro tipo de temor en Joan. ¿Había él renegado de verdad de Dios? No se lo había planteado en términos tan duros, pero quizá tuviera razón la mujer. Y se dijo que aquello le hacía del mismo gremio que la bruja. Iba a abrir la boca para responder cuando ella le detuvo con un gesto. La lluvia arreciaba y el techo parecía querer desplomarse. Tenía múltiples goteras y la mujer había dispuesto varios cacharros donde estas eran mayores. Cada gotera daba una nota distinta en su recipiente y el concierto sonaba repiqueteante dentro y fuera de la casa. La luz que entraba por los ventanucos disminuía por momentos y los vapores del caldero formaban una neblina húmeda. Casi no se veía. La mujer cambió unos potes por otros con rapidez, desaguó los llenos, se acercó a la lumbre para echar unos troncos y regresó a la mesa con un candil encendido. La luz desde abajo proyectaba sombras deformes en su rostro y Joan se convenció de que trataba con un monstruo del diablo. Ella puso el candil sobre la mesa al sentarse y con un gesto mudo le instó a que hablara. Y el muchacho le contó su peripecia desde el paraíso perdido de Llafranc hasta la Inquisición y la huida de los Roig que le dejó sin amor y sin la posibilidad de demostrar su inocencia.

—De nada me sirvió suplicarle a Dios, una y mil veces —decía con lágrimas en los ojos—. De nada me sirvió cumplir sus preceptos.

—¡Cállate ya! —chilló la bruja, dejando ver los huecos de su dentadura.

Joan la miró atemorizado y vio en su cara una mueca. La mujer tenía una piel muy blanca y fina, solo surcada por líneas tenues en la zona de los ojos. Pero ahora su semblante se contraía, sus labios se apretaban crispados y su frente se poblaba de arrugas. A la luz del candil parecía un monstruo en metamorfosis y el chico se encogió ante el temor de presenciar la aparición del diablo en unos instantes.

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