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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (24 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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Joan se debatió con todas sus fuerzas, pero le sujetaron aún más fuerte. Hubiera preferido que le mataran antes que aquello; sabía lo que venía, no había mayor humillación.

—¡Vamos a hacerle la vaca delante de la judía! —dijo el pelirrojo entre risotadas.

Algunos también rieron mientras el chico pataleaba gritando que le soltaran e insultando al matón. Le bajaron los calzones y Felip le cogió el pene y empezó a masturbarle. Se había formado un Corró de curiosos que contemplaban la escena, unos serios, otros reían, pero nadie intervino.

—Mira lo que tiene, judía —iba diciéndole a la muchacha—. Es para ti.

Acercaron a Anna para que quedara frente al chico y ella cerró los ojos mientras negaba con la cabeza y pedía que los dejaran. Felip agitaba el pene, que continuaba flácido, con fuerza, dañándole y decía:

—Veis, ¡si no puede! Le debió de mirar la bruja con su ojo de cristal. ¿Cómo se atreve un maricón impotente a retarme?

—Déjale, Felip, ya vale —dijo Lluís. Otros del grupo le secundaban.

—Bien, lo dejaré, pero antes le enseñaré algo más.

Y le golpeó de nuevo, en la cara, en el estómago y en los genitales. Joan se desplomó desmadejado, y agarrándole del pelo, Felip le preguntó:

—¿Aprendiste a obedecerme?

Joan afirmó con la cabeza. Entonces el matón le dejó para toquetear a Anna y después ordenó:

—Soltad a la judía.

Lo hicieron, pero antes varias manos la palparon. La muchacha lo soportó sin quejarse y cuando se fueron corrió a la fuente para mojar su pañuelo y limpiarle las heridas a Joan. Después le ayudó a vestirse. El muchacho se sentía muy avergonzado, las heridas del cuerpo no eran nada en comparación con las sufridas en su dignidad.

—Siento no haber sabido defenderos —murmuró Joan antes de estallar en un llanto amargo, de rabia, de pena, de vergüenza.

Ella le acarició.

—Fuisteis muy valiente —le dijo, sus ojos estaban húmedos.

Aquello fue para Joan la mejor de las medicinas y se incorporó con su ayuda.

—Tengo que regresar —susurró ella—. Cuando se entere de esto mi padre, me tendrá encerrada.

—¡No, por favor! —exclamó Joan.

—Lo siento. Pero si logro salir, volveré a la fuente.

Joan sabía que Felip ya no se detendría, que cuando pudiera abusaría otra vez de ella.

—No, no volváis a la fuente —le dijo—. Iré yo a la tienda de vuestro padre y me mantendré lejos para que él no me vea.

—Me tengo que ir —insistió la muchacha.

—Id con Dios.

—Yo también —dijo ella.

—¿También qué?

—Os quiero.

Y se fue corriendo. Joan regresó renqueante al taller, ya no le importaban las heridas, sentía su corazón acelerado, feliz.

Cuando entró, los aprendices le miraron expectantes y los maestros y el amo sorprendidos. Una sonrisa de triunfo bailaba en la boca del pelirrojo.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó mosén Corró al verle con aquel aspecto.

—Me he caído —repuso él. Era la respuesta en aquellas situaciones, el pacto de silencio de los aprendices.

No inquirieron más, sabían que no era verdad. El único que insistió fue Felip.

—¿Te has caído, remensa? —preguntó burlón.

35

E
l 30 de septiembre los libreros celebraban su santo patrón, san Jerónimo. No se trabajaba y los Corró asistieron, junto al personal de su casa, a una misa en la iglesia de la Trinitat, situada en la plaza del mismo nombre. La iglesia ocupaba el solar de una antigua sinagoga incendiada durante el asalto al barrio judío casi cien años antes y fue construida en 1394 por una cofradía de conversos. Aquel año había temor y nerviosismo en el ambiente, no era casual que los libreros se reunieran en una iglesia de conversos. Muchos lo eran y la amenaza de la Inquisición se cernía sobre ellos.

Después de la misa, los Corró celebraron la comida del santo patrón. Se montó en el patio una larga mesa y en ella se sentaron Ramón Corró, su esposa Joana, maestros, aprendices y Abdalá a pesar de ser musulmán. Hubo buen humor, risas y unos cuantos brindis por el santo. Pero ni en esa ocasión se libró Joan del acoso de Felip.

Después, el chico fue a buscar a su hermano a Santa Anna, era una tarde hermosa y quería pasear por la ciudad. Gabriel sabía que en uno de los talleres del Raval se fundía una gran campana y le pidió que le acompañara a verla. Al chico aún le apasionaban aquellos instrumentos gigantes.

No estaba lejos y Joan pensó que sería divertido curiosear en el trabajo de un gremio tan distinto al suyo. La actividad metalúrgica de Barcelona se había desplazado hacia el otro lado de la Rambla en la zona que creció fuera de la segunda muralla y que ahora protegía la tercera. Allí la ciudad no se apretujaba como en la parte antigua: había campos y espacio abierto y los humos y ruidos de las fundiciones eran menos molestos. Tallers era una calle larga y recta que, haciendo honor a su nombre, estaba repleta de talleres, casi todos metalúrgicos; muchos de los artesanos trabajaban en la vía y el martilleo metálico era constante.

Anduvieron curioseando y al poco, a su izquierda, vieron un portalón que comunicaba a través de una casa con un gran patio donde unos hombres trabajaban. Aquel era el lugar indicado, y entraron sin que nadie se lo impidiera. Más que un patio, el lugar parecía una plazoleta colindada en tres de sus lados por los edificios que conformaban la fundición y los talleres. El lado restante se abría a unos campos, delimitados por casas que seguían calles trazadas en la lejanía y por separaciones de cañas y maderas. A su llegada, los operarios extraían una gran campana, que superaba la altura de una persona, del molde donde la habían fundido. Dos grandes arcos de piedra cruzaban una amplia zona del patio, y cada uno de ellos tenía en su dovela superior una argolla de hierro. Dos grupos de hombres tiraban de cuerdas, que colgadas a través de las argollas permitían elevar la gran pieza de bronce, sujeta por su asa, de forma vertical. Mientras, un tercer equipo retiraba los restos del molde con intención de situar la campana sobre un andamiaje de madera para proceder a los trabajos de desbastado y retoque.

Los hermanos se unieron al grupo que, situado a una distancia prudencial, contemplaba fascinado cómo aquella masa de bronce se elevaba lentamente. Al murmullo admirado de los curiosos se unía el resoplido de los que tiraban de las cuerdas y por encima de todo se imponían los gritos de un hombre mayor, dando órdenes.

—¿No es estupendo? —susurró Gabriel a su hermano.

Joan, que contemplaba boquiabierto la operación, afirmó con la cabeza, pero de pronto vio cómo la cuerda de la izquierda, en la zona que rozaba con la argolla de hierro, se abría deshilachándose rápidamente.

—¡Se rompe la cuerda! —gritó—. ¡Cuidado!

—¡Salid de debajo de la campana! —rugió el maestro al oír el aviso.

Fueron unos instantes eternos donde todo ocurrió a la vez. Parecía como si la campana se mantuviera en suspensión por un momento mientras los operarios que limpiaban los residuos saltaban a los lados, pero de inmediato el grupo de hombres que tiraba de la cuerda de la izquierda caía de espaldas con el cabo roto entre sus manos. Mientras la gran pieza de bronce, sujeta aún por la otra cuerda, en lugar de caer a plomo, basculó como un péndulo a la derecha, hacia los hombres que, incapaces de sostener el peso, eran arrastrados hacia la masa que se les venía encima.

—¡Soltad el cabo! —chilló el maestro—. ¡Salid de ahí!

Demasiado tarde para varios de ellos. Con un lúgubre estruendo metálico, la campana chocó contra los andamios arrastrándolos y al llegar al suelo, clavó su enorme peso contra un murete de piedra, llevándose entre el maderamen a los desdichados que quedaron atrapados en un ataúd de piedra, madera y metal.

El silencio sobrecogido dejó paso a un coro de gritos, lamentos, ayes e invocaciones al Señor, a la Virgen y a san Eloy.

El maestro corrió hacia sus compañeros sepultados seguido de los operarios que resultaron ilesos. Sacaron tablones y escombros hasta comprobar que la campana estaba situada de tal forma, sobre el maderamen y los muretes del suelo, que era imposible moverla de forma lateral. Bajo el desorden de las maderas que soportaban el peso del bronce se oían lamentos.

—¡Hay que levantarla de nuevo! —exclamó con desaliento el hombre mayor.

—¡No da tiempo, van a morir! —repuso uno de los operarios.

—Si la movemos de lado, los aplastará y puede rodar atrapando a más gente —explicó el maestro—. Hay que pasar una nueva soga por la argolla para levantarla en vertical.

—¡Pero no tenemos una escalera tan alta!

—Hay que montar andamios.

—¡Eso lleva mucho tiempo, van a morir! —insistió el operario.

—No arriesgaré más vidas.

—¡Tu hijo está bajo esas maderas!

—Todos sois mis hijos. Montaremos los andamios y que san Eloy nos ampare —repuso firme el maestro, con lágrimas en los ojos—. ¡Aprisa, traed las maderas!

La muchedumbre asistía al drama silenciosa, con el corazón en un puño; algunos rezando, otros, quizá familiares, lloraban conteniendo los sollozos.

Joan observó al llegar una curiosa herramienta consistente en un punzón de hierro montado en un astil de un tamaño y forma muy semejante a la azcona de su padre. Tuvo una idea y no lo pensó más. Se precipitó sobre la lanza, la levantó comprobando que tenía el peso correcto y buscó, entre las cuerdas, una soga fina, larga y resistente. Nadie le detuvo, todos estaban ocupados recogiendo tablas para el andamiaje.

Después encontró un martillo y unos clavos, pero al cogerlos, uno de los operarios le apartó de un empujón.

—¡Sal de aquí, muchacho! —le ladró—. ¡Si molestas, te parto la cabeza! ¡Maldita sea!

Joan aparentó obedecer y se alejó llevándose su presa a un rincón. Rápidamente clavó la soga en el astil y alzando el improvisado arpón en su mano, lo sostuvo evaluando el peso. Suspiró satisfecho y le dijo a Gabriel:

—Sígueme con el rollo de cuerda.

—¿Qué vas a hacer?

—Atravesaré la argolla con este arpón.

—¿Qué?

—¡Sígueme! Y asegúrate de que la cuerda se suelta bien.

Joan empezó a correr lanza en mano al tiempo que gritaba:

—¡Apartad!

Tras un corto silencio un rugido se levantó de la multitud, maldiciones, amenazas, advertencias. El recinto estaba lleno de gente que observaba tensa, sin intervenir, a una distancia respetuosa; la noticia del accidente corrió veloz y todos los artesanos de la calle abandonaron sus trabajos para acudir a la fundición. Pero nadie detuvo a Joan, quizá por miedo al arma que el chico enarbolaba.

—¡Apartad! —volvió a gritar.

Ya estaba situado en posición y sin pensarlo más, lanzó el arpón. El arma voló por un instante que pareció larguísimo y sonó un ruido metálico al chocar su punta contra la argolla. Había errado el tiro.

Entonces Joan sintió un fuerte golpe y se encontró tumbado sobre su espalda. El hombre que le increpó le acababa de derribar y gruñendo una maldición, se sentó sobre su pecho y levantaba el puño con rabia para estrellarlo en su cara.

—¡Déjalo! —gritó el maestro.

El hombre mantuvo su puño en el aire, ansiaba aplastarle la cara al intruso que impedía el rescate de sus compañeros moribundos.

—¡Por los clavos de la cruz! —rugió el viejo—. ¡Déjalo, que puede hacerlo!

Y de un empujón derribó a aquel individuo al que la ira le impedía entender lo que ocurría. El maestro le dio la mano a Joan para que se levantara:

—Inténtalo otra vez, chico, y que el Señor te guíe.

Cuando Joan alzó de nuevo su arpón, el silencio era absoluto. Solo oía los lamentos de los atrapados y los latidos de su corazón. Todos los ojos estaban ahora puestos en él y fue en ese momento cuando notó su brazo temblar. Le aterrorizaba el fracaso. ¿Y si no ensartaba el aro metálico y aquellos hombres morían por su culpa? Su objetivo se encontraba muy arriba, él estaba acostumbrado a calcular la curvatura de la trayectoria en tiros horizontales, aquello era mucho más difícil. Sintió vértigo y sus ojos se nublaron. No era capaz de ver bien la argolla. Un rumor de impaciencia se levantó de la muchedumbre, que empezaba a preguntarse por qué no actuaba. Entonces notó una mano firme en su hombro y la voz del maestro que le decía:

—¡Adelante, chico, lo lograrás!

Aquello le dio ánimos y respirando hondo, comprobó de un vistazo que Gabriel estaba a su espalda dispuesto a soltar la cuerda con rapidez. Tensó su brazo hacia atrás y lanzó el arpón.

El arma describió su trayectoria curva y fue a estrellarse en la piedra de la dovela justo encima del aro metálico. Un murmullo de decepción se alzó de la multitud y se empezaron a oír gritos en contra de Joan.

El maestro recogió el arma del suelo y se la entregó al chico. El gesto acalló las voces, pero el gentío continuaba agitado y nervioso, se notaba la angustia.

Joan volvió a intentarlo y de nuevo se oyó un decepcionante sonido metálico. Sin embargo, esta vez el choque de hierros ocurrió en la parte interior de la argolla y, aunque desviada en su trayectoria, la lanza cayó del otro lado enfilando con la cuerda el aro. Un grito de triunfo se alzó del gentío, mientras la lanza frenada, a pesar de la diligencia de Gabriel soltando la cuerda, describía una curva pendular antes de clavarse en el suelo.

El maestro la cogió y empezó a dar órdenes. En un momento otra cuerda del grosor adecuado se ató a la fina y tirando de esta se deslizaba por la argolla. El otro extremo se ató al asa de la campana y, ayudados por una multitud de voluntarios, los operarios levantaron el bronce tirando de nuevo de las dos cuerdas. El viejo gritaba órdenes y todo ocurrió con una sorprendente coordinación a pesar de la masa de artesanos ajenos a la fragua. Se notaba que eran del gremio y que conocían el trabajo.

Mientras unos mantenían el enorme peso sobre las cabezas de sus camaradas, otros movían con mucho cuidado los tablones y maderas para recoger con delicadeza los cuerpos ensangrentados de sus compañeros. Joan vio aparecer varias parihuelas formadas por unos palos y telas.

—¡Al hospital de la Santa Creu! —dijo el viejo, aunque todos sabían dónde llevarlos.

Uno a uno, conforme eran rescatados, depositaban a los heridos en las improvisadas camillas y un grupo de hombres se los llevaba corriendo hacia el hospital, situado en la calle del Carme, justo delante del convento del mismo nombre, donde san Eloy, el patrón de la cofradía, tenía su altar. Cuando salió el cuarto y último de los heridos, el maestro se fue con ellos, el gentío los siguió y los hermanos se quedaron allí, solos, exhaustos, sin saber qué hacer. Fue tanta la tensión que estaban sin fuerzas. Decidieron regresar al convento de Santa Anna.

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