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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (21 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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Joan situaba su libro en una repisa de su celda para contemplarlo embobado mientras recordaba las palabras de Abdalá. Era un objeto sagrado, mágico. Y era suyo.

Unos días después copió, en la primera de las hojas de su libro, la nota que su maestro le entregó cuando la novatada de la aguja de cuatro puntas. «Para encontrar lo que buscas, debes saber qué es. Que no te engañe el nombre de las cosas, averigua cómo son de verdad.»

Joan escondió su libro después de acariciar su cubierta de cuero. Ya comprendía alguna de las palabras. Días después le pidió al novicio que le enseñara cómo se escribía «Anna» y anotó aquel nombre maravilloso. Y como los libros eran mágicos, supo que con ello poseía algo de la muchacha. No pudo dibujar ni su sonrisa de hoyuelos, ni su parpadeo, ni el verde de sus ojos, ni aquel gesto de su mano. ¡Ojalá hubiera sabido! Pero ni el mejor poeta ni el mejor calígrafo hubieran logrado poner todo aquello en palabras. Era tan maravilloso que no se podía describir. «Anna», leía una y otra vez en su libro. No podía dejar de pensar en ella.

31

C
onforme aumentaba el respeto que el chico sentía hacia el viejo y sus inmensos conocimientos, también lo hacía su curiosidad. ¿Qué llevó a una persona de tal categoría a la esclavitud? En una ocasión le preguntó de dónde era y el musulmán le contestó que de Granada. Joan sabía que el rey Fernando y su esposa la reina Isabel estaban en guerra contra el reino nazarí, que consiguieron que el Papa la declarara cruzada y que en Barcelona se vendían bulas que perdonaban pecados a vivos y a muertos a cambio de dinero para la campaña. El chico no indagó más por prudencia, pero no pudo resistir mucho tiempo y en pocos días le preguntaba si le apresaron en la guerra.

El granadino dijo que no, que la guerra actual empezó en 1481 y su cautiverio era anterior. Abdalá pertenecía a una de las ramas de la familia real nazarí, pero él prefirió las letras a las armas. Las intrigas de la corte derivaron en luchas fratricidas que los reyes Isabel y Fernando alentaban desde el exterior. Abdalá veía con preocupación la decadencia del reino y anticipaba su trágico fin, pero quería ayudar a su patria y aceptó el puesto de embajador de Granada en la corte francesa. Francia era el tradicional enemigo de Aragón en el Mediterráneo y se había apoderado de parte de Cataluña, el Rosellón y la Cerdaña durante la guerra civil catalana. Su misión diplomática era muy importante, puesto que cualquier presión que Francia, junto con su aliada Génova, ejerciera sobre las posesiones mediterráneas del rey Fernando desviaba los recursos que este podía dedicar contra Granada. Abdalá se instaló en París, pero seguía a la corte francesa en sus desplazamientos y tuvo también misiones diplomáticas en Italia, particularmente en Génova y Venecia, competidores de Aragón en el Mediterráneo. Siendo hombre de letras que conocía a la perfección el árabe, el latín y el castellano, incorporó con facilidad a su patrimonio francés, catalán y amplios conocimientos de las lenguas habladas en Italia. Con ello se le abrieron las puertas del saber cristiano y del poderoso movimiento cultural llamado Renacimiento que, nacido en Italia, se extendía con rapidez por el mundo y que abarcaba todas las artes. En uno de sus viajes, la nave genovesa en la que viajaba fue asaltada por la flota del almirante Bernat de Vilamarí. Cuando el rey Fernando supo de su captura, ordenó a Vilamarí que no le liberara a pesar de la elevada suma que Granada pagaba por su rescate. Los conocimientos del prisionero eran estratégicos y convenía tenerlo cautivo, ya que sus relaciones personales en distintas cortes le hacían peligroso.

Y así se inició el cautiverio de Abdalá en Barcelona. Dada su condición social, su prisión era benévola y podía enviar y recibir cartas a su esposa en Francia y a su hijo en Granada. Pero su acceso a libros era muy limitado y Abdalá languidecía en prisión. Las trágicas muertes de su esposa en el viaje de regreso a Granada y de su hijo asesinado en una de las luchas internas del reino hicieron mucho más doloroso el cautiverio. Las noticias que llegaban de su querida patria eran cada vez peores y perdió el deseo de regresar; no quería ser testigo del fin del esplendor musulmán en España. No por ello olvidaba la legendaria belleza de su tierra: el brillo del sol en la nieve de las montañas de Granada, el rumor de sus fuentes, el aroma de sus flores, la armonía de sus palacios y el sonido de la poesía nazarí.

Abdalá conoció al librero Corró cuando este supo de su cautiverio en la cárcel real de la plaza del Rey y acudió a pedirle una traducción del árabe. Abdalá accedió encantado; aquel trabajo le aportaba distracción y placer a su lánguida vida. Cuando le quiso pagar, el granadino no aceptó dinero pero le pidió un favor a cambio: que le hiciera su esclavo. El librero se sorprendió de que alguien de la realeza deseara lo que no querían ni los más pobres. Abdalá repuso que no había nada peor que el aburrimiento. La inactividad de la mente era la esclavitud del espíritu, muchísimo peor para él que la esclavitud física. Le dijo que si respetaba su religión y le permitía acceder a todo tipo de libros, él le serviría bien como traductor y copista. Sabiendo el valor que tal ofrecimiento tenía, Ramón Corró habló con el almirante Vilamarí, siempre escaso de dinero para mantener la flota, que aceptó encantado la oferta de 120 libras, tres veces más que la de un esclavo común. El representante del rey en la ciudad ratificó el beneplácito del monarca previo juramento de Abdalá de que no intentaría escapar. Por entonces el valor estratégico del granadino se había reducido y el juramento sobre el Corán de un musulmán de sangre real tenía las suficientes garantías para el rey.

A la llegada de Abdalá al
scriptorium
de la casa Corró trabajaban allí un par de copistas ya entrados en años. Eran continuadores de la tradición de los amanuenses de las bibliotecas de los conventos cultos y del dibujo de miniaturas. De ellos aprendió el arte de la copia cristiana. La aparición de la imprenta por aquellas fechas, casi simultáneamente en Valencia, Zaragoza y Barcelona, redujo el costo de los libros y disminuyó el trabajo de copista, por lo que a la muerte de los ancianos el granadino se quedó solo en el
scriptorium
.

El trabajo de Abdalá consistía en traducir libros escogidos, muchos de los cuales obtenía Bartomeu en sus viajes y que procedían de comerciantes catalanes y valencianos a través de los consulados en Oriente. Corró encargaba trabajos a talleres externos, pero en ocasiones el granadino copiaba libros personalmente cuando trataban temas delicados que el librero no quería que salieran de entre las paredes de su casa.

A Joan le impresionó la historia del hombre y comprendió el privilegio que representaba tenerlo de maestro. El chico compartía con el viejo el deseo de conocimiento y se dijo que Abdalá podía ayudarle más que nadie a alcanzar el sueño de convertirse algún día en un librero como Corró y Bartomeu.

Una tarde, el hermano portero avisó a Joan de que tenía visita y cuando vio el hábito blanco de los mercedarios, le dio un vuelco el corazón.

—El general mercedario me ha encargado que te diga que no se sabe nada de tu familia —le dijo el fraile.

—¿No estarán en algún lugar donde no hayáis buscado?

—No. Hace siglos que mantenemos un estrecho contacto con el mundo musulmán. Tenemos agentes en todos los puertos del Mediterráneo donde atracan los piratas y corsarios musulmanes, desde Estambul hasta Fez, incluido el reino de Granada. Nos respetan porque nunca engañamos, intercambiamos cautivos musulmanes y pagamos buen dinero con los rescates. Y no hay noticias de ningún cautivo de Llafranc.

Joan ya lo sabía. Abdalá estaba en lo cierto.

—Olvídate de los musulmanes. No fueron ellos —insistió el mercedario—. Nuestro general te desea suerte y quiere que sepas que ya no te puede ayudar.

Al día siguiente, Joan le pidió a Abdalá que le enseñara francés y genovés si sabía. El maestro quiso conocer sus motivos, y el chico le explicó que si los asaltantes de su aldea no eran musulmanes, serían corsarios genoveses o provenzales. Y que llegaría el día en que él fuera a rescatar a su familia.

El viejo meditó la respuesta y le dijo que en la Provenza pocos hablaban el francés de París y que en Génova la lengua común era un tipo de italiano llamado ligur del que conocía lo suficiente para comunicarse. Pero que comparando el árabe clásico y el nazarí hablado en Granada, que eran muy distintos, todas las lenguas cristianas de este lado del Mediterráneo procedían del latín y eran muy semejantes. Le propuso enseñarle palabra por palabra, primero en latín, origen de todas esas lenguas, y después en francés, castellano y lo que recordara de ligur u otras lenguas italianas. Así le sería más fácil entender las distintas variantes lingüísticas con las que se encontrara.

Joan aceptó encantado. Para ser librero precisaba conocer latín. Además, aprender aquellas lenguas le ayudaría en la búsqueda de su familia y confiaba en su buena memoria para retener las palabras.

Los encuentros con Anna empezaron a prolongarse más allá de la fuente, en una calle muy poco concurrida a tres esquinas de distancia en dirección a la casa de ella. La chica vestía una toca, a modo de pañuelo encima del vestido. Cuando se detenía en aquel lugar discreto para hablar con Joan, usaba la prenda para cubrirse el cabello tal como hacían las mujeres casadas. Y si aparecía alguien, se tapaba la boca con uno de los extremos de la toca. No quería que sus padres supieran de su relación con Joan.

No siempre coincidían en la fuente ni disponían de tiempo para detenerse en la callejuela, pero poco a poco fueron conociéndose. El chico vivía aquellos momentos con una gran intensidad, su corazón se aceleraba, eran lo mejor del día. Le fue contando sobre su vida en Llafranc y el trágico desgarro de su familia. Anna sintió ternura y compasión por Joan y supo entonces el origen de aquellos extraños matices en su mirada que tanto le intrigaron en su primer encuentro. Quiso impresionarla diciéndole que sería un librero importante, cuando no era más que un sueño difícil de alcanzar, y ella sonrió encantada. ¡Le gustaba tanto leer!

Joan la miró alarmado. Anna sabía leer y él no. Bajo ningún concepto podía enterarse ella de su carencia. No podría entender cómo, siendo analfabeto, decía que iba a ser librero. Joan se sentía un farsante.

Su sentimiento se hizo apremiante cuando unos días después, en la fuente, ella le entregó una nota disimulando y se fue, después de llenar el cántaro, apresurada a su casa sin hablar ni detenerse en el callejón. Joan sintió la angustia de no entender su contenido. No sabía si era algo urgente o si le citaba en otro lugar. Solo pudo ver una cuidada caligrafía gótica propia de alguien de esmerada educación.

Esperó ansioso el momento en que el novicio le leyó las palabras que no entendía. Por suerte, la nota de Anna no trataba sobre nada crucial. Le decía que su padre tenía un trabajo urgente donde ella debía ayudar y que la criada iría a la fuente en su lugar los próximos días.

El deseo de aprender a leer se convirtió en obsesión. Joan retenía palabras escritas en la memoria y al llegar al convento el novicio le decía cómo sonaban. A continuación las escribiría en su pequeño libro, al que llamaba libro de aprendiz. En breve sabría leer, avanzaba en ello cada día, era inevitable a pesar de su promesa. Anna nunca sabría de su ignorancia.

Pero desconocía entonces las trágicas consecuencias que su desobediencia acarrearía.

S
EGUNDA PARTE
32

Barcelona, 1487

E
l domingo día 5 de julio de 1487 entraba triunfante la Inquisición en Barcelona. Fray Espina, el nuevo inquisidor nombrado por Tomás de Torquemada, alzaba orgulloso la barbilla a lomos de su muía. Le acompañaban Enrique de Aragón, conocido como Infante Fortuna, primo del rey y lugarteniente real, y los obispos de Urgell, de Tortosa y de Girona. La comitiva se presentó en la Porta de Sant Sever con gran ostentación; iban precedidos por el alguacil real con vara de mando, trompetas, timbales, una gran cruz y el pendón de la Inquisición. Los seguían un nutrido grupo de caballeros. El alguacil presentó en la puerta las credenciales del inquisidor y la milicia local franqueó el paso a la comitiva. Era una formalidad tan aparatosa como inútil, la ciudad vencida debía abrir sus puertas al vencedor.

La lucha a brazo partido entre el rey y el consejo de la ciudad se prolongó durante tres años y medio, pero al fin el monarca asestó su último golpe en forma de bula papal. Fray Espina fue declarado intocable y entraba en Barcelona con plenos poderes.

Durante aquel tiempo cientos de conversos abandonaron la ciudad con sus bienes rumbo a Francia e Italia sin que nadie los molestara. El caso más escandaloso fue la huida de Antoni de Bardaixi, regente de la chancillería real en Barcelona. Era amigo personal del rey Fernando, se le consideraba buen católico y no se le conocían ascendientes judíos. Si alguien de tan alto rango se sentía amenazado, el futuro para los conversos se presentaba muy sombrío. Ninguno de los consejeros de la ciudad ni de los diputados de la Generalitat fue a recibir al inquisidor; manifestaban así su rechazo y su intención de dificultar en lo posible su trabajo.

El cortejo al son de clarines y tambores bajó por las Ramblas entre la expectación de los ciudadanos, cuya actitud iba desde la hostilidad a los aplausos de bienvenida. Entre los que aplaudían y vitoreaban se encontraba la banda de Felip.

—¡Ahora sabrán lo que es bueno esos judíos que se fingen cristianos para medrar! —decía, instando a los suyos a aplaudir.

Joan aplaudió de mala gana. Tenía ya quince años y conforme crecía, el miedo que sentía por el pelirrojo se iba convirtiendo en desdén. Faltaba poco para que le alcanzara en altura y la continua práctica con la azcona de su padre le hacía la espalda ancha y los brazos fuertes. Pero no osaba aún enfrentarse al jefe de la banda porque sabía que era un asesino. Le miró mientras gritaba vivas y aplaudía frenético pidiendo a los demás por señas que también lo hicieran. Bartomeu y el resto de la gente que Joan respetaba apoyaban al consejo ciudadano contra los nuevos inquisidores y el muchacho sospechaba que aquella entrada triunfal no traería nada bueno.

Joan había progresado en casa de los Corró. Hacía año y medio que ya era aprendiz, su horario era el mismo que el resto y vivía en la librería. Su hermano continuaba trabajando en el huerto del convento y él le visitaba casi a diario. También le gustaba conversar con el jovial y barrigudo fray Jaume, con fray Melchor, que junto a Abdalá le había enseñado latín, y fray Pere, el antiguo novicio ahora monje, con quien aprendió a leer clandestinamente.

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