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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (19 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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Anna no sabía por qué aquel chico le era distinto a los demás. En sus primeros encuentros sin palabras en los que él tenía la piel atezada por el sol y vestía como un aldeano, ella le notaba una mezcla de inseguridad y determinación, y su mirada tenía tanta fuerza como tragedia y esperanza. Nunca supo por qué le sonrió la primera vez y después una segunda cuando fue a vender coral a su padre. Pero al presentarse vestido como el resto de los chicos que revoloteaban a su alrededor, tratando de imitarlos, sintió cansancio y le aplicó aquella mirada suya que hacía transparente.

Se sorprendió al encontrarle en la fuente tres meses después de que él, cansado de su indiferencia, dejara de presentarse frente a la tienda de sus padres. Ir a por agua era un trabajo de chicas y solo lo hacían los muchachos en casas donde no las había. Vio cómo él se azoraba y ella desvió la mirada sin saber qué hacer; era el único chico del que lamentó su desaparición tras ignorarle un tiempo. Era especial.

Su encuentro en la fuente le produjo una impresión inesperada y buscó excusas para que la criada fuera a por agua los días siguientes. Sin embargo, al regresar lo hizo decidida a conocerle mejor. Anna tenía moscones más guapos que aquel chico zumbando a su alrededor y Joan continuaba siendo inadecuado para los padres de ella a pesar de tener la piel más clara y vestir jubón. Pero Anna aún no había cumplido los trece años, las de sus padres no eran sus preocupaciones, aquel chico era distinto y la atraía.

Después de algunas escaramuzas en los alrededores de Granollers, Pere Joan Sala comprendió que sus remensas no podrían resistir frente a un ejército de aquel tamaño. Quiso retirar sus tropas de una forma ordenada, pero fueron alcanzados en su huida hacia el norte el día 24 de marzo en Llerona. Sufrieron una derrota total, doscientos murieron en el combate y otros tantos fueron apresados incluido el líder. Los demás escaparon como pudieron.

Cuando la noticia llegó a la ciudad, se echaron al vuelo las campanas, y lo hicieron de nuevo cuando entró el ejército victorioso, aclamado por la población. Apenas media docena de ciudadanos habían muerto, era una gran victoria y los vecinos se felicitaban por las calles.

Todos los de la casa Corró regresaron sanos y salvos, con muchas aventuras que contar. A Felip se le veía contento, disfrutó de la experiencia, alardeaba de haber matado a dos payeses y no se cansaba de contar los detalles.

—Les dimos una buena a tus amigos, remensa —le dijo a Joan a modo de saludo al verle.

Acompañaba sus palabras con un coscorrón, pero no era de los fuertes y el chico no dijo nada; Felip aún no sabía que trabajaba con Abdalá y temía su reacción.

Bartomeu no compartía el entusiasmo del pelirrojo.

—Fue una masacre —explicó—. Los desbaratamos con la caballería. Estaban mal armados y hambrientos. Nuestra infantería los machacó, no hacía falta tanto ensañamiento.

—Me apena que fueran vencidos con tanta facilidad —le confesó Joan—. La situación de los remensas es injusta y es obligación del hombre luchar por su libertad. El rey debiera actuar, no puede permitir que súbditos suyos sean esclavos de otros.

—El rey quiso mediar, pero ni unos ni otros cedieron. Además, los remensas piensan que el rey los traicionó.

—¿Y lo hizo?

Bartomeu se encogió de hombros.

—Eso creo. Gracias a los remensas el padre del rey ganó la guerra civil. Ellos esperaban recibir a cambio la libertad, pero el soberano, olvidándose de los payeses, terminó pactando con los nobles vencidos. —Y le dio una palmadita en un hombro con una sonrisa—. Eres un chico extraño, demasiado joven para interesarte en esas cosas. Pero no te preocupes, la guerra de remensas no terminará con la muerte de Pere Joan Sala.

—¿No? —preguntó Joan, esperanzado.

—Los remensas de Pere Joan no tenían nada que perder salvo la vida, eran los más pobres y desesperados. Eran muy radicales y por eso se atrevieron a atacar Barcelona. El principal líder remensa se llama Verntallat y está bien protegido en sus plazas fuertes del norte. Mantendrá la revuelta hasta lograr un acuerdo.

Cuando llegó la noticia de la ejecución de Pere Joan Sala, todos dijeron que querían ver el espectáculo. Seguiría el llamado «camino de la vergüenza» hasta la playa donde sería descuartizado conforme al ritual de la muerte cruel.

mosén Corró les advirtió que el suplicio de aquel hombre se alargaría mucho, que solo retrasaría la comida una hora y que quien quisiera ver la ejecución entera se quedaba sin comer.

Cuando el chico informó a Abdalá, este dijo que él ya había visto demasiadas muertes, que se quedaba en el taller, y añadió:

—Hasta la agonía entiende de clases. Al tratarse de un pobre payés darán un espectáculo público con su muerte. Para que aprendan los pobres. Si el condenado hubiera sido uno de los otros, un señor, le habrían ejecutado en privado y de forma rápida.

El espectáculo de la muerte se inició al mediodía en la plaza del Blat, donde se encontraba la prisión de la ciudad. La gente se agolpaba tanto que los soldados tenían que empujar para evitar que el gentío aplastara a la comitiva. Joan aprovechó su pequeño tamaño y la fuerza de sus codos para colarse entre los resquicios que dejaba la multitud y conseguir un lugar en primera fila.

En el centro sobre un carretón se alzaba un poste y en él ataron al hombre. Tendría unos cuarenta años, era delgado, fibroso, con barba y ojos oscuros hundidos. El día era desapacible y frío, pero él estaba desnudo a excepción de un escueto taparrabos. Su cuerpo mostraba las múltiples heridas de las torturas sufridas en los últimos días, pero aun así se esforzaba en erguirse y alzar la cabeza. La gente gritaba, le insultaba y le tiraba inmundicias. En un momento determinado el hombre escupió con tal fuerza y acierto que alcanzó en la cara a uno de los que más le increpaban en primera fila. Hubo risas y alguna maldición.

—¡Menudo tipo ese remensa! —oyó exclamar Joan.

Y se alegró de que Pere Joan Sala se mostrara aún valiente y combativo en sus últimos momentos. La agresividad de la multitud contra el payés se redujo y el chico pensó que el reo no solo le había impresionado a él.

En aquel instante un redoble de tambor acalló a la masa; se iba a leer la sentencia.

—Pere Joan Sala —gritó el alguacil—. Se te condena por ladrón, por asesino, por traidor y por atacar a Barcelona… —Hizo una pausa—. ¡A la muerte cruel! Tu cuerpo será descuartizado y sus trozos expuestos como ejemplo.

El gentío saludó la sentencia con una aclamación, pero el condenado no dio muestras de inmutarse. Entonces subieron al carro un sacerdote, el verdugo y su ayudante. Y los sicarios empezaron a mostrar sus utensilios a la muchedumbre. El verdugo alzó un hacha que luego pasó a su ayudante. Después algunos cuchillos grandes, una sierra, varios tipos de tenazas y unos hierros que mantenían al rojo en un fogón. La gente gritaba y aplaudía al ver cada uno de ellos; mientras, el clérigo hablaba con Pere Joan y le daba a besar un crucifijo.

El verdugo esperó respetuoso a que terminara el sacerdote. Y entonces, asegurándose de que el cuerpo continuaba bien amarrado al poste, el ayudante desató el brazo derecho del campesino y lo sujetó con fuerza mientras el verdugo colocaba un soporte de madera bajo la muñeca. Luego alzó el hacha y se hizo el silencio.

—¡Libertad para los remensas! —clamó Pere Joan justo antes de que el primer golpe cercenara su mano.

La multitud soltó un grito. Todos miraban la cara del reo, que se retorcía de dolor y dejaba escapar un gemido contenido. El verdugo levantó la mano cercenada para que todos la vieran y la echó a un cesto, mientras el ayudante taponaba como podía la sangre del muñón. Debían conservar a la víctima viva el mayor tiempo posible. Entonces sonaron los tambores y la comitiva se puso en marcha con el carretón traqueteando y el reo moviéndose desmadejado con las sacudidas de este. Enfilaron la calle de Boria, donde todas las ventanas estaban llenas de curiosos y los soldados tenían que esforzarse para apartar al gentío. No se detendrían en las estrechas callejas hasta llegar a la plazoleta de Marcús. Las paradas estaban estipuladas en los espacios del recorrido más amplios para que la mayor cantidad de gente posible presenciara cada uno de los actos de la tragedia. Allí el verdugo le arrancó un pecho con las tenazas al rojo vivo entre aclamaciones del gentío. Joan no quiso ver más y regresó a la librería; era la hora de la comida pero no pudo comer.

Al día siguiente, pedazos del cuerpo de Pere Joan Sala se exponían en todas las entradas a la ciudad. La cabeza se clavó en una pica en el Portal Nou.

28

F
elip le increpó cuando supo que trabajaba con Abdalá, pero Joan le dijo que eran órdenes del amo y que hablara con él si tenía algún problema. mosén Corró era una de las dos personas a las que el grandullón parecía respetar y temer. Y con motivo. Fue camarada de su padre, le acogió en la librería de muy joven, a la muerte de su madre, y a pesar de su temperamento difícil le trataba como a un hijo. Además, era el librero quien debía recomendar a la cofradía que le aceptara para el examen de maestro encuadernador. El título requería no solo habilidad y conocimientos, sino dignidad y categoría moral. Y mosén Corró dudaba del pelirrojo en esos aspectos.

Joan continuaba en la banda, donde todos apreciaban su buena puntería con las piedras. Eran los mismos que asistían a las prédicas de los nuevos inquisidores y que a veces atacaban a los judíos. Al chico le disgustaba aquello e intuía que Bartomeu, Abdalá y los Corró le censurarían de saberlo, pero el grandullón y su pandilla lo consideraban una prueba de valor y era lo que esperaban de él.

La otra persona a la que Felip temía era la bruja del Raval. La mujer vivía en una casa en una zona deshabitada, llena de árboles y malezas, en equilibrio sobre una riera, al final de un camino llamado Peu de la Creu. Se decía que la vieja era ciega pero que le vendió su alma al diablo a cambio de un ojo de cristal con el que podía ver. Si miraba con él a un muchacho, este perdía su virilidad. La prueba de valor definitiva era golpear en la puerta de la casa de la bruja. La banda esperaba que Joan se sometiera a ella y lo hizo, pues no tenía noticias de nadie a quien la bruja hubiera desgraciado mientras que conocía los nombres de varios muchachos muertos o lisiados por una mala pedrada.

La pandilla se quedó a la entrada de la vereda que conducía a la casa, que era recta y permitía visibilidad, observando a Joan. Este se acercó con cautela. Era una tarde desapacible de invierno, la chimenea humeaba y supuso que la mujer estaría en casa. Tomó una piedra de buen tamaño, por si tenía que defenderse, y con ella golpeó dos veces la puerta con la suficiente fuerza para que sus camaradas lo oyeran. Después se unió a ellos andando rápido en lugar de correr como hacían todos. Cuando llegó al final de la calle sus colegas le esperaban escondidos para que no les viera la bruja, que ni siquiera abrió la puerta. Aquello hizo que Felip, impresionado con la serenidad mostrada por Joan al andar y no correr, le empezara a tratar con respeto y que este, halagado y feliz, confiara en él hasta el extremo de contarle, una semana después, el problema con fray Nicolau.

El pelirrojo le escuchó muy interesado y dijo que no permitiría que el hermano de uno de los suyos sufriera por culpa de un degenerado. Había que hacer salir a la rata de su madriguera y para ello se precisaba de un cebo.

Y ese cebo sería uno de los de la banda: un chico solo un poco mayor que el propio Joan, pero de facciones angelicales. Acudía a misa de Santa Anna los domingos y miraba con descaro a veces, con timidez otras, a fray Nicolau. Este advirtió el interés que despertaba en aquel ángel, pero no hizo otra cosa que mirar y sonreír. Felip, a una distancia prudencial, no se perdía detalle del intercambio y a partir de la tercera misa empezó a impacientarse ante la inactividad del fraile. Así que al finalizar el siguiente oficio, Cara de Ángel se acercó al monje para pedirle confesión. Este le miró sorprendido y repuso que él no era confesor. Pero el chico le dijo que le esperaba en el callejón que iba desde la plaza de Santa Anna a la muralla detrás de la iglesia.

La calleja se retorcía cambiando de dirección cuatro veces, por lo que era imposible ver desde su entrada lo que escondía. Uno de sus lados seguía la tapia del convento y en el otro había corrales y un par de casas deshabitadas. Iba a morir a la ronda de la muralla, un callejón de uso militar y poco frecuentado. La trampa perfecta. Y el infeliz cayó en ella. No encontró al ángel, pero sí al diablo. Cuando fray Nicolau vio a varios muchachos con las caras cubiertas bloqueándole el paso, supo lo que iba a ocurrir y no trató de escapar. Solo se giró para comprobar que detrás de él había unos cuantos más. No dijo nada. Se cubrió la cabeza con la capucha del hábito, se arrodilló y empezó a rezar, casi hecho un ovillo. Al poco, de una primera patada, Felip le partía los dientes. Al principio solo se oían los golpes y los jadeos, después el fraile empezó a quejarse y a musitar:

—¡Virgen María! ¡Santa Anna! ¡Tened piedad!

Aquello no detuvo las patadas.

—¡Para que aprendas a no molestar a los niños! —le dijo Felip.

Y continuó golpeándole.

—Déjalo ya —dijo al rato Joan a la vez que le agarraba de un brazo—. ¡Lo vamos a matar!

Pero este se lo sacudió de encima y tomando una piedra del tamaño de su mano empezó a golpear el cuerpo caído con saña. Los quejidos y las invocaciones se hicieron más débiles.

—¡Basta! —suplicó Joan—. Déjalo.

Quiso pararle, pero Felip le apartó de un empujón. Joan miró a los demás, habían dejado de golpear al fraile y silenciosos contemplaban cómo el grandullón se ensañaba con él.

—Ayudadme. Hay que detenerle. ¡Lo va a matar!

Aun así, nadie hizo nada. Era como si todos supieran lo que iba a ocurrir y observaran pasmados, con una mezcla de morbosidad y horror, el espectáculo. Joan hizo un último intento, pero Felip le amenazó con la piedra y los demás le retuvieron mientras su jefe continuaba machacando aquel bulto inerte y silencioso.

Cuando soltó la piedra tenía la mano manchada de sangre y la mostró a cada uno de los muchachos. Al llegar a Joan le descargó con ella un bofetón que hizo que el chico se golpeara contra la tapia del convento.

—Nunca más.
Nunca
trates de detenerme —le dijo—. Debes estarme agradecido. Lo he hecho por ti. Tu hermano ya no tiene problemas y tú me debes una. Cuando un hombre empieza algo ha de terminarlo, apréndelo. Pero claro, tú, remensa, eres aún solo un niño.

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