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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (20 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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Joan corrió a la fuente a lavarse la sangre de la cara, pero el agua no tranquilizó su espíritu, no limpió su culpa. Hubo un tiempo en que deseaba matar al fraile, pero era muy distinto pensarlo que hacerlo. Él solo quería que fray Nicolau recibiera una lección y dejara a su hermano en paz. No quería aquello, el monje era un pobre infeliz y ya no deseaba su muerte.

La comunidad detectó la desaparición del fraile a la hora de la cena, empezaron a buscarlo en el convento, después por los alrededores y allí encontraron el cuerpo. Estaba inconsciente, pero para asombro de todos, aún vivo. La comunidad rezó por él y Joan el que más. Y el milagro ocurrió. No recobró la consciencia hasta pasados unos días y después tardó en hablar. Dijo que no recordaba nada, que no había visto a sus agresores, hubo que esperar meses para que pudiera andar y jamás se recuperó. Sin embargo, rezaba más que nunca. Joan se dijo que los caminos del Señor eran misteriosos, se había valido de un niño con cara de ángel y de un demonio como Felip para concederle al fraile lo que este le suplicaba al disciplinarse en su celda con el látigo. Su estado de atonía y estupidez le apartaba definitivamente de los niños y le libraba de su pena.

29

E
l momento más esperado, el más emocionante del día, era el de la fuente. Dos esquinas antes el corazón de Joan batía desbocado y aceleraba el paso inquieto. Quería verla, era una necesidad, y si no la encontraba, volvía al taller desconsolado. Si ella aparecía cuando Joan aguardaba en la cola, él le cedía su turno. Los primeros días ella aceptó con una sonrisa, pero después negaba con la cabeza aunque manteniendo su gesto amable. Aquello era incluso mejor. Joan abandonaba su puesto para colocarse detrás de ella y esforzándose por dominar su timidez, le hablaba del tiempo o de algún suceso de los comentados en la fuente. Al principio la voz le salía ahogada como si una gran mano le sujetara del gaznate. Ella, en cambio, respondía tranquila y risueña. Llenaba su cántaro y se despedía con aquel gesto tan especial de su mano. Joan regresaba al trabajo con el corazón henchido de alegría y después la recordaba anticipando con ansia su siguiente encuentro. Ya sabía su nombre: Anna. Como el de la santa patrona del convento.

Anna era la única mujer del universo de Joan. En el convento las mujeres solo eran imágenes en el altar y jamás las hubiera podido haber en la banda del pelirrojo. En la librería, la señora Corró era como una madre y las criadas tenían bastantes más años que él. En las calles veía a otras muchachas pero apenas reparaba en ellas. Anna representaba todo lo femenino. Sus gestos, su forma de mirar, aquellos movimientos gráciles tan propios de ella. Era un hermoso misterio.

Sus recuerdos de Elisenda eran cada vez más lejanos y molestos. Un día se arrodilló en la iglesia y rezó por ella.

—Lo siento —murmuró al final despidiéndose—. Pero amo a Anna.

La vida en el taller siguió su curso y Felip se mostró indiferente cuando supo que fray Nicolau sobrevivió; dominaba de tal forma a los de su pandilla que estaba seguro de que nadie le denunciaría. Después de lo sucedido en el callejón volvía a tratar a Joan con menosprecio a pesar de que el chico participaba en las batallas de su banda. Joan se alegraba de trabajar la mayor parte de su tiempo en el último piso y verle poco.

Por el contrario, Abdalá demostraba ser un maestro paciente y cariñoso. Ello no le quitaba rigor e inspeccionaba el trabajo del muchacho con ojos críticos. Lo hacía con una varilla metálica larga y apuntada con la que señalaba los trazos y las curvas de las letras apoyándola en el papel sin mancharlo con la grasa de las manos. Cuando alguna letra estaba por debajo del nivel que Abdalá esperaba de Joan, le golpeaba con ella la mano izquierda, la que sujetaba el cuchillo. Nunca lo hacía en la derecha para evitar que se derramara la tinta de la pluma. Aquellos golpes no le producían daño físico, pero le mortificaban al advertirle que su trabajo no era digno para su maestro.

—Vigila tu letra, controla sus trazos y vencerás tus pasiones —le repetía el musulmán—. La caligrafía es uno de los caminos místicos hacia el Señor. Los ojos y las manos son las herramientas más precisas que posee el hombre, la cúspide de la creación divina. Si consigues vencer la tendencia a lo zafio, a lo descuidado, a lo perezoso en tu letra, dominarás tus vicios, tus pecados, serás alguien mejor. La caligrafía de las personas habla de ellas, viendo sus letras puedes saber cómo son. Cuando el ser humano mejora su letra, también lo hace como individuo, se acerca a Dios.

El chico le escuchaba impresionado preguntándose qué pasaba con la gente que no sabía escribir. No dudaba de las palabras de su maestro, aunque sus pensamientos iban a veces más allá, por delante de ellas.

—Pero ¿no creéis, maestro Abdalá, que cuando el escriba deja su letra sobre el papel, esta adquiere vida propia?

Y le explicó lo que él veía en las letras. No comprendía el significado de las palabras que formaban, pero a él le hablaban por gestos.

Abdalá rio y Joan se dijo que había hecho mal en contarle su secreto.

—Dios te bendiga, Joan —le dijo después—. A mí también me hablaban las letras cuando era niño. Aunque eran muy distintas. Mira.

Tomó una cánula, una especie de caña afilada, hundió su punta en la tinta y empezó a dibujar unos símbolos de izquierda a derecha, en sentido contrario a la escritura que Joan había aprendido. Eran trazos y curvas alargados de una estética desconocida pero armoniosa.

—¿Qué es? —inquirió Joan, impresionado.

—Es escritura árabe andalusí —repuso—. Representa una frase llamada «Basmala» y dice «En el nombre de Dios, el clemente, el misericordioso».

—¿Todo eso dice?

—Sí, Joan. A mí las letras también me contaban cosas como ahora te ocurre a ti. Me hablaban sobre quién escribió aquello, sobre mí mismo. Eran como los seres del cielo que tu padre te mostraba. Era esa chispa creativa que viene de la imaginación, ese algo que Dios dio al ser humano y que le hace distinto de los animales.

Después, con el paso del tiempo, perdemos parte de esa frescura… Consérvala cuanto puedas, Joan.

El chico se quedó mirando a su maestro, perplejo. Dudaba haber comprendido lo que le contaba. Abdalá le puso la mano en el hombro y sus ojos azules se clavaron en los suyos. Su aspecto solemne impresionó tanto a Joan que contuvo la respiración.

—Escúchame bien, hijo —le dijo en tono suave aunque firme—. Quizá no me entiendas del todo ahora, pero quiero que sepas el sentido último de lo que hacemos, su significado profundo.

»Los comerciantes inventaron los números para contar el ganado. Las letras las crearon los sacerdotes para hablar de Dios. Por eso la escritura es sagrada. La revelación divina se convirtió en signos para transmitirla generación tras generación y plasmarla en libros sagrados. Así nació la escritura, que es el arte de los sacerdotes. Y cuando me esfuerzo en dibujar letras perfectas estoy rezando, trato de someter mis vicios, hablo con el Señor y Él me habla a mí.

Joan le escuchaba boquiabierto, jamás había sospechado nada de aquello.

—El Evangelio de san Juan se inicia con la frase «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios», otros lo traducen como «Al principio era la Palabra y la Palabra era Dios». Los primeros libros eran eso, la fijación de la palabra de Dios en algo sólido para que el hombre la recordara siempre. Por eso al Dios cristiano se le representaba en la antigüedad con un libro en su mano y por eso nuestro profeta Mohamed ordena respetar a las religiones «del Libro», esto es, a los cristianos y a los hebreos que creen en la Biblia. Los musulmanes tenemos prohibida la representación pictórica de Dios. Pero lo hacemos a través de su palabra. De ahí que desarrollemos múltiples tipos de bellas caligrafías para honrar al Señor, para acercarnos en lo posible a lo divino. El arte de las letras es el arte del que reza, del que busca al Ser Supremo.

El chico trataba de captarlo todo aunque se sabía incapaz. Estaba impresionado, asustado.

—Un ángel le ordenó a nuestro profeta Mohamed «Lee», y cuando le dijo que no sabía, insistió: «Lee en nombre de tu Señor que ha creado al hombre» —concluyó Abdalá.

Joan entendió aquello al instante.

—Entonces, ¿por qué no puedo aprender yo a leer?

Abdalá le miró sorprendido. Como si no le hubiera estado hablando a Joan, como si no supiera que el chico estaba allí mirándole a los ojos, como si regresara de un mundo sagrado muy distante. El viejo parpadeó, parecía despertar. Después se echó a reír. Joan le miró con desagrado.

—Mira que eres terco, Joan —le dijo al fin—. De acuerdo, me has pillado, eres listo. Pero tú sabes la respuesta tan bien como yo. No puedes aprender a leer porque has prometido no hacerlo. Esfuérzate en tu trabajo, mejora como copista y como persona, reza al Señor dibujando letras. Y no te impacientes porque ya llegará tu hora de leer cuando sea el momento.

30

C
on la invalidez de fray Nicolau, la vida cambió en el convento. Fray Jaume se hizo responsable del huerto además de la cocina. Decía que dándoles instrucciones al cocinero y al hortelano también rezaba, que al Señor le complacía el trabajo. Como los demás frailes opinaban distinto, no hubo disputas, ninguno quería aquellas tareas.

Fray Nicolau andaba con mucha dificultad y le costaba hablar o razonar, aunque era capaz de repetir los rezos en la iglesia y participaba en todas las funciones religiosas. El novicio o Gabriel se encargaban de acompañarlo.

—Gracias, hijo —trataba de articular el monje continuamente.

Los miraba con una sonrisa dulce y era capaz de pasarse horas contemplando embobado las facciones de los chicos.

—Pobre hombre —se compadecía Gabriel—. Mira cómo le han dejado.

—Pero no era bueno contigo —le dijo un día Joan.

El hermano pequeño se encogió de hombros antes de responder:

—Ahora es otra persona. Necesita ayuda.

Joan se asombraba de los cuidados que su hermano le procuraba al hombre. Por la mañana limpiaba los orines de su bacina y le hablaba cariñoso cuando le acompañaba a la iglesia o le acercaba el plato y el pan en la mesa.

Joan se decía que eran muy distintos y que Gabriel era mucho mejor que él. Su hermano no guardaba rencor y él tenía mucha rabia en su corazón. Recordaba a aquel hombre, al tuerto que mató a su padre; lo veía golpear a su madre y crispaba los puños ansiando venganza, sangre. Sentía odio, y como desconocía el origen de los piratas, no sabía dónde dirigir su rencor.

Gabriel continuaba diciendo que se haría soldado y que juntos partirían al rescate de su madre y hermana para regresar con ellas y un tesoro moro. Pero Joan sabía que eso nunca ocurriría. Su hermano, al contrario que él, no deseaba matar a nadie. Gabriel era mejor persona, estaba más cerca de Dios.

Y por eso creía que él nunca iba a ser un buen copista al estilo de Abdalá. Dudaba de que alguna vez pudiera librarse del coraje, del odio y temía que, igual que a un cojo se le identifica al andar, sus letras delataran la rabia de su corazón.

Aun así, la escritura de Joan mejoraba día a día y el viejo le enseñaba nuevos trucos. Las copias se hacían en letra gótica, pero el musulmán le decía que en el futuro se impondría el tipo de letra italiano inventado recientemente en Venecia. La cercanía entre las letras permitía identificar sin problemas las palabras, separadas por espacios, y el uso de mayúsculas y minúsculas mejoraba la comprensión de las frases; era mucho más fácil de leer. También le hizo practicar ese tipo de caligrafía.

No obstante, Joan quería ser librero y sabía que la venta de libros escritos, ya fueran impresos o copiados, era escasa y que el negocio se sostenía por los libros en blanco y el material de escritura. Pocas librerías poseían imprenta y casi ninguna un
scriptorium
, en cambio, todas tenían un taller de encuadernación. Debía aprender el oficio y recibió el permiso del amo para trabajar a ratos en el taller.

Para obtener el grado de maestro encuadernador había que presentar primero el proyecto de un libro de cuidada elaboración a una comisión de maestros que tenían el derecho de hacer modificaciones. Solo una vez aceptado el proyecto podía el aprendiz fabricarlo. El resultado debía impresionar por su calidad al comité y si era aprobado por unanimidad, el aprendiz recibía el título de maestro.

La obra que permitía superar el riguroso examen se llamaba «obra maestra». El procedimiento de obras maestras era muy semejante en todos los gremios. Estos controlaban la calidad de la producción de sus agremiados hasta el punto de que si un cliente reclamaba y el gremio consideraba que tenía razón, el objeto en cuestión era destruido en público. El agremiado debía devolver el dinero y se arriesgaba a ser expulsado, en cuyo caso no podría trabajar más en aquella actividad.

Joan sabía que estaba muy lejos de una obra maestra, ni siquiera era aún aprendiz; pero quería fabricar su primer libro. Le pidió permiso al maestro Guillem y este le dijo que era muy pronto, que apenas tenía experiencia, pero que, mientras utilizara solo restos de papel sin valor, podía intentarlo. Necesariamente había de ser un libro pequeño, ya que no había materiales sobrantes de grandes dimensiones, así que lo hizo del tamaño de su mano. Por la misma razón las hojas debían ser individuales. Recogiendo pedazos, al cabo de quince días tenía veinte hojas para encuadernar. El primer paso fue alinearlas y cortarlas con la cizalla a un mismo tamaño y después sujetarlas con un torniquete y coser el lomo con varias puntadas. Las cosió en grupos de diez para atarlos después a unas cubiertas de pergamino. Usó tres pedazos de cuero para fabricar las tapas y el lomo. Con ellas forró la cubierta encolando cuero y pergamino de forma que no se vieran los cosidos del espinazo, que además se reforzaba con la cola. Una vez estuvo seco, revisó con cuidado su obra antes de enseñarla al maestro. Joan se sentía satisfecho con el resultado, pero Guillem, después de observar el libro, le mostró un buen número de defectos, explicándole qué debía hacer para evitarlos en el futuro. Pero al final le dijo sonriendo:

—Muy bien, Joan. Es un excelente trabajo viniendo de un principiante, si continúas así, algún día harás tu obra maestra.

Joan se sintió orgulloso de su trabajo. No era frecuente recibir la felicitación de un maestro. Guillem dijo que le pediría al amo que le permitiera a Joan quedarse con su obra. Era su primer trabajo, lo hizo con materiales desechados y el libro no alcanzaba la calidad mínima para que la tienda de los Corró lo vendiera. Al día siguiente el maestro le dijo que el libro era suyo. Joan lo llevó al convento y allí le pidió al novicio que le enseñara a escribir su nombre. Anotó en su libro «Joan Serra» con unas elegantes letras góticas; aquello le hizo feliz y decidió guardarlo. No quería que nadie supiera que poco a poco, sílaba a sílaba, iba entendiendo lo que escribía.

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