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Authors: Jorge Molist

Tags: #Histórica

Prométeme que serás libre (53 page)

BOOK: Prométeme que serás libre
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Vilamarí se levantó sin despedirse y se fue hacia popa. Por unos momentos Joan pudo oír sus pasos firmes haciendo gruñir el maderamen de la crujía. Dejó que su vista se perdiera en la contemplación del mar, de las nubes, de la luna y sus juegos de luz y sombras. Una nube empezó a tomar la forma amenazante de lo que parecía un león agazapado para el salto. Su corazón se llenó de angustia, la luz del astro no podía cruzar más allá de sus retinas y su interior se inundó de tinieblas. ¿Tendría razón el almirante?

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U
nos días más tarde la flotilla llegó a Reggio, casi en la punta de la bota que forma la península italiana, donde se detuvo solo unas horas para repostar agua y víveres. Después pasaron el estrecho de Mesina, que separa Sicilia del continente, para seguir hacia el norte en paralelo a la costa calabresa. A la mañana del cuarto día rebasaron la punta Campanella, dejando a su izquierda la isla de Capri, y se abrió ante ellos la gran bahía de Nápoles.

Joan se encontraba en la arrumbada de la galera, emocionado. ¡Al fin Nápoles! A pesar del calor húmedo de agosto había buena visibilidad y su amigo el piloto Genís le señalaba en el horizonte los lugares relevantes.

—Justo al norte de la bahía se encuentra la ciudad de Nápoles, la capital del reino —le explicó.

Solo oír el nombre, el corazón de Joan, ya acelerado, le dio un vuelco. Se moría de impaciencia por encontrar a Anna, ver de nuevo su rostro, su sonrisa.

—A la izquierda de la ciudad están las islas de Ischia y Procida —continuaba el piloto señalando con el dedo al frente—. Y cuando entremos un poco más en la bahía... ¡Ahí! —dijo señalando a la derecha—. Aquel monte es el Vesubio. Es un volcán.

El mar estaba muy azul, el día era claro y el paisaje hermoso, pero a Joan le costaba seguir las indicaciones del piloto. Su mente trazaba un plan tras otro para encontrar a su amada. La librería era la clave. Sin duda el librero era buen amigo de Bartomeu, y Anna debía de tener una excelente relación con el hombre, ya que este era su correo clandestino.

No tenía aún respuesta de Bartomeu a su carta, ignoraba el nombre del librero y en Nápoles habría bastantes librerías. No sabía cómo localizarla, tampoco podía preguntar por Anna directamente e ignoraba cuánto tiempo iba a detenerse la flota de Vilamarí en la ciudad. Temía no encontrar a su amada.

Pronto Nápoles se presentó con toda su belleza. La ciudad miraba al sur de la bahía y estaba resguardada por unos montes suaves al norte con verdes arboledas y protegida por una muralla de aspecto sólido. En la parte este, entre los muros y el mar había una playa que permitía varar naves de pequeño calado, pero en la oeste los muros caían directamente sobre las aguas. En esa zona se alzaba el imponente Castel Nuovo, residencia de la dinastía aragonesa que reinaba en Nápoles. De la fortaleza partía un amplio muelle en forma de ele que, adentrándose en el mar, proporcionaba a las naves protección y puntos de atraque. Más al este, sobre una isleta, se encontraba el poderoso Castel dell'Ovo y en plena bahía, en un punto intermedio entre ambos castillos, dentro del mar, se alzaba una torre fortificada que hacía de faro. El piloto señalaba los campanarios de las iglesias y grandes edificios dándoles nombre. Joan se sorprendió de que en el oeste, hacia el interior, la ciudad tuviera aún otra fortaleza, la Capuana, antiguo palacio real. Sin duda aquella era una ciudad rica y próspera.

La escuadra disparó sus salvas de honor, que Castel Nuovo respondió y tan pronto la
Santa Eulalia
hubo atracado, el almirante bajó a tierra, donde le esperaba un comité de recepción. Vilamarí sabía que el rey Fernando de Nápoles, también llamado Ferrante de

Aragón, había muerto hacía ya más de seis meses y que su hijo Alfonso, su compañero de armas en la reconquista de Otranto, era el nuevo rey.

Alfonso II recibió con grandes muestras de cariño a su antiguo camarada y le puso al corriente de la situación. El rey Carlos VIII de Francia se proponía entrar en Italia, cruzándola de norte a sur con un enorme ejército. Decía querer situar sus tropas cerca de los turcos para combatirlos, pero era obvio que ambicionaba el reino de Nápoles, sobre el que reclamaba derechos hereditarios provenientes de la dinastía Anjou.

Anticipándose a su ataque, Alfonso II envió una escuadra de treinta y seis galeras, dieciocho grandes naves a vela y multitud de otras menores al puerto de Livorno en Pisa para detener a la flota francesa. Agradeció el ofrecimiento de Vilamarí, pero no se habían iniciado aún las hostilidades y de momento no precisaba de su ayuda.

Mientras, Joan deambulaba por una alegre ciudad de Nápoles que, ajena a la guerra que se avecinaba, rebosaba de vida en sus calles y en sus mercados. Se dijo que la prosperidad se notaba en mil y un detalles y que así debió de ser Barcelona antes de la guerra civil según relataban los que la conocieron en su esplendor.

Necesitaban reponer solo pequeñas cantidades de pólvora, ya que desde que abandonaron Palermo las naves solo la habían gastado en salvas y en algunas prácticas de tiro. A pesar de ello visitó varios proveedores, revisando su proceso de fabricación para asegurar la calidad adecuada.

Al regresar a la
Santa Eulalia
en la noche recibió la mala noticia. El reino de Nápoles no precisaba de la flotilla, pero el Papa reclamaba sus servicios y zarparían tan pronto las naves se avituallaran. En todo caso, tampoco les hacían falta grandes provisiones, puesto que la travesía hasta Ostia, el puerto de Roma, solo requería dos días.

Sintió que algo se desgarraba en su interior. Tendría a lo sumo dos días. ¿Cómo encontrar la librería? No podía preguntar por Anna sin más. Sería ya una mujer casada, conocida por el apellido del marido, que él ignoraba. Además, que un desconocido preguntara por una mujer casada no era correcto, perjudicaría su reputación y pondría sobre aviso al esposo. ¿Qué hacer?

Aquella noche apenas pudo dormir pensando en cuán cerca estaba de Anna y la gran distancia que los separaba, que no era más que su ignorancia de cómo encontrarla. Era casi imposible que se toparan en la calle; las esposas de los ricos apenas salían y cuando eso ocurría, iban siempre acompañadas.

En la madrugada creyó hallar la solución. Había inventariado los libros que se encontraban en cada nave. Además del primero de los libros de
Orlando enamorado
, leído ya un par de veces en voz alta para los oficiales de la
Santa Eulalia
, solo tenían cuatro títulos profanos entre los que destacaba
El arte de amar
, de Ovidio, escrito en latín. El resto eran libros de oraciones que no resultaban muy apetecibles para los oficiales. En la mañana habló con Vilamarí; no fue difícil convencerle para que mejorara su biblioteca con lecturas más amenas y obtuvo autorización para hacer un pedido.

Joan se sintió feliz, tenía ya una buena excusa para recorrer las librerías de la ciudad en busca del misterioso librero. Pero no sabía aún qué hacer para identificarle sin mencionar a Anna. Al fin se le ocurrió la gran idea; preguntaría por la traducción del
Orlando enamorado
al catalán. Solo un librero en Nápoles conocía de su existencia, pues fue él quien la encargó en exclusiva para Anna. ¡Al fin la encontraría!

Sonaba la hora tercia en los campanarios de Nápoles cuando, después de recibir el perceptivo permiso, Joan saltaba a tierra con el corazón lleno de gozo. El sol iluminaba ya las torres, la ciudad le parecía aún más hermosa y se permitió el lujo de emplear unos minutos en la contemplación del arco de triunfo que daba entrada a Castel Nuovo, situado justo al final del espigón donde estaba atracada la
Santa Eulalia
. Joan se quedó prendado de su belleza y armonía, y aunque llevara ya cincuenta años construido, era de aquel estilo nuevo completamente distinto a lo que Joan había visto antes. «Renacimiento», se dijo; como el nuevo tiempo que él empezaba a vivir.

81

J
oan se dirigió a la calle de los libreros, cercana a la catedral. En la tercera librería, el librero le miró extrañado y le dijo con cierta hostilidad:

—¿Es que creéis que porque nuestros reyes sean aragoneses, vamos a tener libros italianos traducidos al catalán? Aquí entendemos el
Orlando enamorado
bastante bien aunque esté escrito en florentino. ¡Qué petición tan ridícula! Si no lo hemos traducido al napolitano, ¿cómo vamos a tenerlo en catalán?

Joan dio las gracias y se disponía a salir cuando el hombre añadió:

—Además, los reyes aragoneses no durarán. Dentro de poco serán franceses. Venid dentro de un año y lo tendré en francés.

Y rio a carcajadas.

Joan siguió su ruta por las librerías, que, a semejanza de lo que ocurría en Barcelona, parecían tener mayor actividad en la venta de libros en blanco que escritos o impresos. Todas tenían taller de encuadernación y Joan aspiraba el olor del papel, del cuero y de la tinta con deleite, rememorando los años junto a su maestro Abdala en la casa de los Corró.

Recibía una negativa tras otra y cuando regresó a la
Santa Eulalia
para el almuerzo se sentía desanimado. Continuó su búsqueda por la tarde y al preguntar en una librería de un tamaño mayor al habitual, situada en la calle del Doumo, le atendió una mujer de unos cuarenta años, redondeada, de ojos claros y con bucles rubios que se escapaban de la toca con la que se cubría. Sonrió picara al oír la extraña petición de Joan y llamó al que debía de ser el propietario.

El hombre tenía ojos castaños, pero el mismo aspecto orondo y agradable que su mujer y al entrar en la tienda se apresuró a cubrir su calva con un gran gorro.

Escuchó con atención la inusual petición de Joan, sonrió irónico, hizo un gesto teatral y se puso a declamar:

—«Averiguar quién es la dama quiero, responde el mago, y qué designio tiene»; «Angélica es su nombre verdadero, dice el demonio: a destruiros viene».

Joan reconoció de inmediato los versos de
Orlando enamorado
.

—¡Sois vos! —exclamó Joan emocionado—. ¡Vos sois el librero!

El hombre le hizo pasar a un despacho en la trastienda, situado antes de la entrada de lo que parecían unos grandes talleres. Estaba amueblado con una mesa y dos sillas y a excepción de una ventana, cubierta por un visillo que filtraba la luz, todas las paredes estaban revestidas de anaqueles llenos de libros.

—Antonello de Errico, para serviros —se presentó el hombre con una pequeña reverencia.

—Joan Serra de Llafranc —dijo el muchacho devolviéndole el gesto cortés.

—Supe quién erais desde el momento en que oí vuestro acento y escuché vuestra pregunta —dijo con una sonrisa—. mosén Bartomeu Sastre me envió una carta y dinero alertándome de vuestra llegada. En ella dice que enviaba otra a la galera, pero que dudaba que alcanzara a la
Santa Eulalia
antes de que me encontrarais.

—¡Bendito sea! —exclamó Joan, aliviado—. ¿Dónde está ella?

Antonello rió alegre:

—¡Ah, el amor impaciente! —repuso con tranquilidad—.
Orlando enamorado
, me temo que os tendréis que contener. Vuestra Angélica es una dama casada.

—¡Lo sé!

—Su marido es buen cliente, no estaría bien que yo le traicionara.

Joan se sobresaltó al tiempo que notaba, angustiado, que un sudor frío le invadía en pleno agosto. ¡Había recorrido un camino tan largo hasta llegar allí! ¿Y si ese hombre se negaba a decirle dónde encontrar a Anna? Por un momento pensó en abalanzarse sobre él y obligarle a hablar a punta de daga. Pero se dijo que ese sería su último recurso y entonces recordó el encargo del almirante.

—¡Yo puedo ser mejor cliente! —exclamó—. ¡Os compraré muchos libros!

Antonello volvió a reír.

—Está bien, hablemos de negocios.

El hombre tenía una gran selección de volúmenes tanto manuscritos como impresos, algunos editados por él mismo, ya que, aparte del taller de encuadernación, poseía una imprenta. Entre los libros almacenados tenía, para sorpresa de Joan, un ejemplar impreso de la edición de 1492 de
Tirant lo Blanc
, pero no el segundo libro de
Orlando enamorado
. Aunque le dijo que en unas horas lo tendría en la tienda, ya que sabía de un colega que almacenaba ejemplares. Joan encargó otros cuatro libros, interesado más en que el pedido fuera lo suficientemente goloso para el librero que en la calidad de los textos. Este hizo sus cuentas y dijo:

—Son veinticinco ducados.

Con excepción del
Orlando
, Joan había revisado con cuidado los libros. Eran impresos, lo que los hacía mucho más baratos, aunque tenían una excelente encuadernación de cuero que les daría larga vida. Calculó que veinticinco ducados napolitanos representaban veintiséis libras barcelonesas y cinco sueldos. Aún recordaba los precios de cuando él fabricaba libros, le parecía que el librero pedía mucho, pero tampoco quería regatearle demasiado. Deseaba mantenerle contento.

—Que sean veintitrés.

—No os conviene bajar —repuso el napolitano sin perder la sonrisa—. El almirante querrá también reducir el precio y al final se puede estropear el negocio. Veinticuatro y me planto ahí.

—De acuerdo, pero decidme dónde vive Anna.

—Ahora es la
signora
Anna di Lucca —repuso el hombre.

—¡Anna di Lucca!

—Vive en un palacio dos esquinas más arriba en esta calle. —El librero compuso una expresión compungida—. Pero en agosto
il signore
Lucca abandona la ciudad para veranear en la isla de Ischia. Lo siento: ella no volverá a Nápoles hasta septiembre.

Todo el júbilo que Joan sentía al hallar al librero se esfumó de repente junto a la esperanza de ver a Anna. ¡No regresaba hasta septiembre! Solo Dios sabía dónde se encontraría la flota entonces. Joan buscó apoyo en uno de los estantes de libros, estaba aturdido como si le hubieran golpeado, era una tremenda desilusión.

—Salimos pasado mañana hacia Roma —dijo a media voz—. Y no sé cuándo regresaremos.

—Le puedo dejar una nota vuestra —se ofreció Antonello.

Al llegar a la galera, Joan trató de ver la isla de Ischia. Recordaba que el piloto se la mostró al entrar en la bahía, pero no se divisaba desde el puerto de Nápoles. Después fue a informar al almirante de los libros que pensaba comprar y este estuvo de acuerdo con el lote, aunque no con el precio.

—Dale veintidós ducados —dijo con una sonrisa maliciosa—. Si no acepta, no se compran los libros.

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