La mañana siguiente, después del desayuno, el capitán Perelló hizo justicia. La carroza se convirtió en una sala de juicio donde solo los oficiales estaban presentes. Interrogó a varios galeotes como testigos, uno a uno y por separado. Después a los dos acusados. Joan dijo, tal como le sugirió Carles, que quiso impedir la agresión de este al alguacil y que no pudo. No obstante, también insistió en que el chico no hizo más que defenderse de los sodomitas que trataban de violarlo.
—En mi barco no hay sodomitas —repuso el capitán.
El muchacho supo entonces lo que ya intuía. Al capitán no le importaba la justicia, sino mantener el orden en la galera y reafirmar el respeto a la autoridad. El oficial no ignoraba que, con toda probabilidad, se practicaba la sodomía en la nave, como en tantas otras. Pero prefería cerrar los ojos mientras se siguieran las reglas. Y el almirante Vilamarí, que contemplaba el juicio sentado en su lujosa silla plegable, aparte y sin intervenir aunque observándolo todo, era con toda seguridad quien establecía aquellas reglas.
Poco después los alguaciles llevaron a Carles, Joan y Sang a la crujía, al pie del palo mayor. Al oír los redobles del tambor, la tripulación acudió a cubierta y los galeotes se incorporaron para ser testigos del castigo ejemplar que se iba a impartir. El cómitre leyó la sentencia:
—Trescientos latigazos para el galeote Carles, que después será colgado por el cuello hasta su muerte, por atacar a un alguacil, dándole muerte, y por sedición. Diez latigazos para los galeotes Sang y Joan porque, a pesar de intentarlo, no lograron detenerle.
Carles miró a Joan, sereno.
—Gracias por ayudarme —le dijo—. Son solo diez latigazos, vivirás.
—Lo siento mucho —repuso Joan, apenado—. Es una gran injusticia.
—Ya te dije que no saldría vivo de aquí. —Y le abrazó.
Joan mantuvo el abrazo hasta que los separaron para atarle al palo mayor. Se sorprendió de que no hubiera ni pitos ni rechiflas ni risas. Todos aceptaron el abrazo en silencio. Tanto la chusma como el resto de la tripulación conocían lo ocurrido en realidad y Carles se había ganado su respeto.
—Has sido mi mejor amigo —dijo el chico.
Joan y Sang fueron los primeros en recibir los azotes, mientras Carles se confesaba y recibía la absolución del cura. Cuando le llegó el turno, con una serenidad admirable se plantó delante del mástil donde iba a ser atado y miró a los hombres con aquella sonrisa suya entre provocativa y trágica. Después le desnudaron y le ataron al palo de forma que diera la espalda al verdugo y empezó el castigo.
Carles tenía la piel muy blanca y formas redondeadas, y de no ser por su pelo rapado, de espaldas, se le hubiera podido tomar por una muchacha. Los primeros latigazos hicieron estragos en su fina piel. Pero al contrario de los aullidos que lanzó Sang cuando fue azotado o de los quejidos que se le escaparon a Joan, Carles, fuera de algún suspiro profundo, no dijo nada.
Era su última demostración de dignidad.
El destrozo que el látigo causaba era enorme, la carne se abría como si recibiera cuchilladas y la sangre de la espalda empezó a deslizarse por las piernas formando charcos a sus pies. El silencio era absoluto, solo se oían los trallazos. Joan, de pie en la crujía, a poca distancia del chico, tenía los ojos húmedos y se clavaba las uñas en las palmas de las manos lleno de rabia y pena.
Al poco, Carles quedó colgando de sus ataduras. No volvió a moverse y Joan supuso que estaba inconsciente y a punto de morir desangrado. Ni siquiera había recibido cincuenta latigazos, pero los alguaciles, que se turnaban en el castigo, continuaron golpeando aquel cuerpo inerte hasta alcanzar los trescientos. La carne abierta dejaba ver los huesos de la espalda.
Cuando le desataron, Carles se desplomó encima del charco de su propia sangre y los alguaciles le pusieron una soga al cuello. Obligaron a Joan, a Sang y a un par más de forzados a tirar de la cuerda hasta que el cadáver quedó colgado bien arriba del mástil. Lo mantendrían allí como ejemplo del castigo al galeote que se amotinara; no bastaba la muerte, sus restos serían pasto de las aves marinas y de su propia descomposición.
El cuerpo se balanceaba con el movimiento de la nave y con su bamboleo la sangre iba cayendo sobre la cubierta. Varias gotas de aquella lluvia púrpura alcanzaron a Joan, que rezaba por el alma de su amigo mientras tiraba de la soga que lo izaba; era una impresión horrible y el muchacho, con lágrimas en los ojos, interrumpía su oración para maldecir aquella injusticia.
D
espués de la ejecución, pusieron a remar donde Carles y Jerònim a un par de buenas boyas y la flota tomó rumbo sur hacia las islas de San Pietro y San Antioco con la intención de cruzar a Sicilia.
Al segundo día de navegación el cómitre en persona fue a buscar a Joan junto con un alguacil que le soltó los grilletes.
—El capitán quiere verte —le dijo.
Encontró al capitán Perelló junto al almirante y al piloto, sentados en la mesa frente a unas cartas de navegación. El oficial despidió con un gesto al cómitre y al alguacil y continuó conversando sobre vientos y rutas marítimas sin reparar en el muchacho. Joan permaneció de pie, en silencio, a la espera de que le hablaran, inquieto pero interesado en lo que decían. Había crecido en una barca y los principios de navegación para una galera no eran tan distintos. Al fin, terminada la charla, el capitán le habló:
—A partir de hoy ya no servirás en los remos —le dijo—. Lo harás aquí en la carroza.
Joan no pudo evitar una sonrisa, entre sorprendida y feliz.
—No creas que tratamos de aliviar tu pena —le aclaró el oficial—. Resulta que los alguaciles piensan que deberíamos haberte ejecutado por la muerte de Garau y están decididos a matarte en la primera oportunidad. Creen que fuiste colaborador necesario en el crimen, que ya antes mataste en Barcelona a otro alguacil y que ahora te toca morir a ti.
La sonrisa desapareció de la cara de Joan. Era cierto que sin su ayuda Carles no hubiera podido librarse de sus violadores y que nunca habría matado a Garau.
—Quizá tengan razón —continuó el capitán—, pero nos gustó tu manejo de las culebrinas y puedes sernos útil. Además, nuestro mejor artillero murió hace unos meses. A ti te queremos vivo.
—Esos hombres iban a violar a Carles y ya lo hicieron antes en Barcelona. —Joan no pudo contenerse—. Estaba ya desnudo cuando logró desembarazarse de ellos y mató a Garau; lo hizo en defensa propia.
El capitán Perelló le miró unos momentos antes de hablar, ponderando la respuesta.
—Te dije que en mi nave no hay sodomitas. —Arrastraba sus palabras—. Si te vuelvo a oír eso, te haré arrancar la piel de la espalda a latigazos.
—La muerte de Carles fue muy injusta —insistió Joan con una rabia que le costaba contener y le hacía perder el temor—. Y también fue injusta mi condena a galeras: maté a ese alguacil en defensa propia tal como declararon los testigos.
El capitán cruzó una mirada con el almirante y este habló a Joan por primera vez:
—Lo justo en una galera es lo que el capitán decide que es justo —le dijo Vilamarí con voz pausada—. Por lo tanto, la muerte de ese chico fue justa y también fue justo que a ti no se te ejecutara y que solo recibieras diez latigazos. El único que podría cuestionar esa justicia soy yo. Y no lo hago porque esa es mi voluntad.
Joan no se atrevió a responder y el almirante le miró fijamente a los ojos.
—Un capitán debe usar su poder para proteger su nave y hacer de ella la máquina de guerra perfecta —continuó Vilamarí—. Y la tripulación es lo más importante. Mantener la disciplina, la autoridad y el respeto a la jerarquía es fundamental. Así, tu amigo tenía que morir de forma ejemplar por matar a un alguacil. El galeote que se subleva muere. De igual modo, tú eres el ejemplo para que nadie se atreva a atacar a un marino nuestro en tierra, con razón o sin ella. Proteger a la tripulación es proteger la nave. —Vilamarí calló unos momentos y dirigió una mirada al capitán, que afirmó con la cabeza—. Los alguaciles tienen razón. Sin tu ayuda ese chico no habría podido matar a su colega. Y si estás vivo, es por tu acierto con la artillería. Tú mejoras la eficacia de la galera, luego es de justicia que el capitán decida que solo mereces diez azotes por no hacer lo suficiente para salvar al alguacil.
Volvió a hacer una pausa. El día era soleado y el almirante miró las velas, henchidas de viento favorable que empujaba la galera al sur, y continuó.
—Y te diré por qué en nuestras naves no hay sodomitas. —Se detuvo otra vez y contempló a Joan escrutando su expresión—. En mis galeras no hay Inquisición ni la quiero. Cada uno puede vivir como mejor sepa mientras no altere el orden y la disciplina. Pero si aparecen sodomitas, serán ejecutados, y aparecen cuando alguien es violado y se altera el orden.
—¿Entonces si hay violaciones y no se altera el orden, no hay sodomitas? —inquirió Joan, sorprendido.
—No vamos a juzgar sobre lo que desconocemos —intervino el capitán.
—Mira, muchacho —continuó el almirante—, me dijeron de ti que eres un chico listo. No solo sabes de artillería, sino que eres un buen amanuense y hablas varias lenguas. Nos puedes ser útil, cumplir tu condena sin pena excesiva y salir de aquí vivo. No cometas más estupideces.
El joven afirmó con la cabeza y dijo:
—Como ordenéis.
Joan escribió en su libro: «Será mejor obedecer al almirante». Y añadió: «Pero continúa siendo injusto».
E
l tiempo era bueno, el viento favorable y la mar tranquila. Joan ya no estaba encadenado a los remos, pero no era capaz de disfrutar de su relativa libertad y comodidades, ni del hermoso paisaje de la costa corsa. Su mirada iba una y otra vez hacia arriba, al final del palo mayor; al cadáver de Carles que colgaba como enseña funesta y a las gaviotas que se cebaban en él. Cada vez que oía un graznido se estremecía.
Precisó tiempo para sacar conclusiones del discurso de Vilamarí sobre la justicia.
Al final escribió en su libro: «Hace de la conveniencia del poderoso justicia. Pero Dios puso en nuestros corazones algo que nos permite distinguir lo bueno de lo malo. Eso es justicia».
El capitán le encontró pronto ocupación. La caligrafía de Joan era casi perfecta a pesar del vaivén del mar y superaba en mucho la del escribano de la galera. Así que pasaron a dictarle las cartas más importantes. De los oficiales de a bordo, solo el almirante, el capitán y el piloto sabían leer y escribir con soltura, los demás apenas eran capaces de leer. Así que Joan y el escribano debían ayudarles en informes y estadillos.
El muchacho descubrió que había algunos libros a bordo y se emocionó al encontrar entre ellos el primer tomo de
Orlando enamorado
de Matteo Maria Boiardo, en italiano, el mismo que Abdalá tradujo para Anna y que él copió y encuadernó.
Aquel libro fue su mensajero de amor, le unía a Anna y lo tomó emocionado entre sus manos; no era una edición de lujo, sino un simple libro impreso, aunque tenía unas buenas cubiertas de cuero. Nada que ver con el que él confeccionó con todo su cariño para su amada, pero aun así lo abrazó contra su pecho. Ella lo había leído, en su propia letra, y al tocar el libro imaginaba que la tocaba a ella. No importaba que no fuera el mismo objeto, contenía las mismas palabras, los mismos anhelos, deseos, sentimientos e ideas que ella había leído y por lo tanto, pensado, sentido y ansiado. Aquella era la magia de los libros.
Lo abrió y empezó a recitar en voz baja:
Ah, loco Orlando, ¿qué delirio es ese?
¿Consientes que una torpe fantasía
que ofende a Dios te turbe y te embelese?
¿Dónde está el valor, dónde la bizarría
que única en el mundo hiciste se dijese?
Por el orbe no dabas tú un ochavo...
y aquí de una mujer te hace esclavo.
Su emoción le impidió ver que el almirante se le acercaba por la espalda. Al percibir su presencia se sintió descubierto como monaguillo bebiendo vino de misa y cerró el libro.
—¿Lo entiendes? —le preguntó este a bocajarro.
—Sí, mi almirante.
—¿Serías capaz de traducirlo?
—Sin ningún problema.
—Hablo italiano del sur, pero está escrito en toscano, el llamado florentino antico, y no consigo descifrar algunos párrafos —confesó el almirante.
Parecía de buen humor y eso tranquilizó algo a Joan, que afirmó con la cabeza.
—Si puedo ayudaros, será un honor.
El hombre le miró pensativo y después dijo:
—Tengo una idea mejor. Lo leerás en la carroza en voz alta, durante la cena. Primero en italiano para que disfrutemos de la armonía de los versos y después los traducirás. Así gozaremos de la poesía, del relato y de paso mis oficiales aprenderán más italiano, que buena falta les hace.
Joan asintió, le encantaría cumplir con aquella orden.
Conocía casi de memoria la traducción de Abdalá, había párrafos que podía recitar sin leerlos y lo hacía con tanta emoción que esta se transmitía a su audiencia, que le oía declamar en italiano y traducir de inmediato sin vacilar. Para él era como hablarle a su amada y en varias ocasiones apenas pudo evitar un sollozo y tuvo que esforzarse para terminar disimulando las lágrimas. Si ya bastante pensaba en Anna, aquella lectura hacía que la sintiera junto a él. Pero el sueño se desvanecía demasiado pronto; se trataba de una quimera, no era cierto. Ella estaba en Nápoles, quizá ya casada con aquel viejo.
Su habilidad y su pasión impresionaron incluso a aquellos tipos curtidos en galeras, el peor lugar del mundo para muchos. Y aún más a los oficiales de alto rango que valoraban sobremanera el hombre renacentista que combinaba el amante, el guerrero y el intelectual; prototipo del cual era Orlando.
El propio capitán Perelló, al final de una de las lecturas y recogiéndose una lágrima, le dijo:
—Muy bien, muchacho. Nos sorprende que un tipo duro en apariencia y buen artillero como tú tenga un interior sensible y sepa idiomas y poesía. Me alegro de no haberte colgado en el mástil como a tu amigo.
Al fin Joan se sintió capaz de escribir a Anna. Le decía que su amor continuaba intacto, que la querría siempre y que tan pronto pudiera, iría a Nápoles.
Tendría que esperar a su llegada a Palermo para enviar la carta, y como desconocía la dirección de Anna o la del librero, debería mandarla a su amigo Bartomeu en Barcelona y este enviarla a Nápoles. Y allí, dado el carácter clandestino de su correspondencia, Anna la recogería cuando pudiera, en la librería del amigo de Bartomeu. Era un circuito larguísimo y solo Dios sabía cuándo ella recibiría su carta.