A pesar de su situación, Joan se emocionaba viendo con sus propios ojos aquellos sitios que le eran familiares por los relatos de los marinos en las tabernas y, cuando podía, se levantaba de su banco para ver mejor la línea de la costa.
Después apareció la amplia rada de Alguer, protegida de los vientos del norte y del oeste y que se cerraba al sur con un promontorio donde se encaramaba la ciudad fortificada del mismo nombre. Los navegantes apreciaban su puerto y la consideraban casi una ciudad catalana, puesto que a raíz de una revuelta sarda fue repoblada por gentes del campo de Tarragona y después por inmigrantes de Barcelona que huían de la guerra civil. Era la capital del norte de la isla y decían que era muy bella.
—¡Es Alguer! —le dijo emocionado a Carles. Y se levantó para ver mejor, lo que le valió que Garau le gritara y le lanzara un latigazo que no dolió porque dio en el banco—. Es Alguer —repitió más bajo para que no le oyeran desde la crujía—. Y es muy bonito.
Carles le miró con una sonrisa complaciente, algo burlona, como si tratara con un chiquillo ingenuo, ilusionado por una bobada.
—¿Y qué más nos da? Nos quedaremos aquí encadenados. Da igual remar hacia una ciudad bella que hacia otra fea.
—¡Cuánto me gustaría verla! —insistió Joan.
Carles movió su cabeza incrédulo.
—Continúas sin enterarte de dónde estás —le dijo.
La ciudad recibió a la flota con salvas de artillería, que esta respondió con los mismos honores. Una comitiva de notables acudió en chalupa a la nave capitana e informaron de ataques recientes de piratas berberiscos a barcos y aldeas costeras. El almirante no tenía prisa por llegar a Nápoles y pronto la noticia corrió de boca en boca entre las filas de galeotes; la flota emprendería una operación de limpieza hacia el sur, donde esperaba encontrar a los piratas. Además de señor de Palau, en Rosas, Vilamarí era barón de Bosa, una población situada al sur de Alguer, y tenía buenos motivos para terminar con los berberiscos.
Pasaron la noche en las aguas mansas de la rada de Alguer y el día siguiente repusieron agua y provisiones. Antes de iniciar su misión, el almirante ordenó maniobras en las que se debían efectuar virajes rápidos, paradas en seco y movimientos hacia atrás.
Joan comprendió que hasta el momento había experimentado solo una plácida boga, un viaje de placer. Pronto aprendió nuevas órdenes transmitidas por los toques de corneta y conoció los distintos ritmos de boga. La nave era una enorme máquina de guerra que se movía con precisión gracias a la asombrosa sincronía de sus casi doscientos remeros. Conseguir la coordinación no era fácil en aquellos navíos donde cada galeote tenía su propio remo; la preparación era esencial.
Cualquier descuido se pagaba caro. El cómitre era el responsable de la boga y se paseaba por la crujía dando instrucciones y asegurándose de que tanto alguaciles como remeros cumplieran estrictamente su función. Y la función del alguacil o subcómitre era castigar al galeote que se retrasaba en ejecutar una orden o no ponía la fuerza precisa.
Los capitanes competían haciendo carreras con sus naves y los galeotes tenían que remar a boga viva, que obligaba a los forzados a doblar la velocidad de remo dando cuatro paladas por minuto. Era un esfuerzo agotador y cuando al terminar aquellas competiciones los capitanes y oficiales celebraban su triunfo o maldecían su derrota, Joan, Carles y sus compañeros se derrumbaban agotados y cubiertos de sudor en sus bancos.
—Ya podrían competir los capitanes corriendo en la playa, en lugar de hacerlo deslomándonos a nosotros —se quejaba Carles.
Joan no podía evitar sonreír imaginándose la escena. Le preocupaba el chico, siempre parecía al borde de sus fuerzas y le sorprendía que pudiera mantener aquel ritmo. Aun así, desfallecía y por tres veces probó el látigo de Garau, que le increpaba llamándole niña. Parecía no darle fuerte, pero Joan se mordía los labios con rabia al pensar en las violaciones que el chico había sufrido y en su horrible injusticia.
Joan terminó el primer día de maniobras con dos latigazos a su espalda y los pies arrugados y helados. Los galeotes estaban en la parte más baja de cubierta y los virajes y la mar algo picada los tenían a merced de las olas, que los mojaban con frecuencia. Su recompensa por la dura jornada fue un plato adicional de estofado de garbanzos al mediodía y doble ración de agua.
Durante la cena la noticia llegó entre susurros de bancada a bancada: uno de los galeotes había muerto por el esfuerzo. Joan se estremeció pero continuó comiendo. Él quería sobrevivir.
Al atardecer recordó que durante las prácticas se escucharon pocos disparos de artillería. ¿Para qué reservaba el almirante los cañones y las culebrinas?
Cuando Vilamarí se sintió satisfecho con la maniobrabilidad de sus buques, se celebró una misa en tierra para los oficiales y las autoridades de la ciudad. La despedida fue con timbales, trompetas y salvas de cañón.
A menos de una jornada de navegación se detuvieron en la desembocadura del río Temo, donde esperaron un par de días a que el almirante resolviera sus asuntos como barón de Bosa, población situada a poca distancia río arriba.
La flota continuó después rumbo sur y avistó a varias naves comerciales a las que inspeccionaba, recabando noticias. Al segundo día de navegación, casi al extremo sur de Córcega, encontraron las islas de San Pietro y San Antioco, que estaban rodeadas de islillas menores ideales para ocultar naves piratas. Al llegar a la primera de ellas, isla Piana, al norte de San Pietro, el almirante ordenó que las dos galeras menores la bordearan por el este mientras que la
Santa Eulalia
lo hacía por el oeste. De pronto se oyeron los gritos del vigía. Una fusta sarracena, que estaba oculta tras las rocas, salió huyendo a fuerza de remos al tiempo que elevaba el mástil de su única vela, que había mantenido tumbada para no delatarse. Los oficiales gritaron sus órdenes y al toque de la corneta los galeotes se levantaron de sus bancos para impulsar con todas sus fuerzas los remos al ritmo de boga viva.
—No los alcanzaremos —murmuró entre dientes Jerònim a sus espaldas—. Son más ligeros.
En efecto, cada vez que giraba la cabeza cuando se ponía de pie para empujar el remo, Joan, situado en la zona de proa, podía ver que los musulmanes primero mantenían la distancia y después, lentamente, la ampliaban. El chico se preguntaba extrañado por qué la galera no usaba su artillería.
Al comprender que no la alcanzarían, vigiló el pasadizo de crujía y al ver a un par de oficiales que se dirigían a proa, gritó:
—¡Yo le puedo dar a esa fusta con una culebrina!
Vio que los oficiales se detenían y le miraban sorprendidos, pero continuaron su camino cuando Garau, con rapidez, le envió un latigazo que le cruzó la espalda, al tiempo que le ordenaba que remara y callara.
Aun así, Joan no calló. Repitió su grito al rato, cuando el propio Pau de Perelló, el capitán, cruzó hacia proa.
—Joan Serra, cinco latigazos! —bramó Garau.
Poco después el capitán ordenó detener la persecución. Los remeros se derrumbaron jadeantes, cubiertos de sudor sobre sus asientos y buscaron su pellejo de agua con ansiedad. Un sentimiento de derrota parecía haber caído sobre los tripulantes, incluidos los galeotes cristianos.
Con las naves fondeadas para pasar la noche y mientras el fogón funcionaba preparando la comida de los oficiales, llegó la hora de los castigos. Garau y otro alguacil soltaron los grilletes de Joan, le quitaron la camisa y le hicieron subir a crujía. Había dos penados a tres latigazos por lentitud en el remo y Joan recibiría cinco por desobediencia. Todos a bordo —oficiales, tripulantes, soldados y galeotes— debían contemplar el castigo. Al sonar el pitido de ordenanza, la chusma tuvo que ponerse de pie, pues bogaban por debajo del nivel de la crujía y sentados no verían. Por turnos ataban a los penados al mástil de la vela, el cómitre leía la sentencia y el motivo de esta, y un alguacil procedía a administrar la pena.
Aquellos azotes fueron muy distintos a los de Barcelona. Joan creyó que le arrancaban la carne y el dolor le hizo gritar e incluso perder pie en una ocasión, quedando colgando del mástil por sus ataduras.
—Pero ¿estás loco? —le reprochaba Carles mientras ya en el banco le administraba un ungüento sobre las heridas que le dio su madre antes de salir de Colliure—. Si el alguacil te ordena algo, lo haces. Además, ¿cómo te atreves a hablarle al propio capitán?
Joan no dijo nada, pero se quejó cuando el chico le puso ungüento en la siguiente línea de sangre que marcaba su espalda. Aquella sería una noche muy larga.
J
oan cenaba, dolorido, su potaje de habas cuando aparecieron Garau y otro alguacil y le quitaron las cadenas. Le ordenaron que se pusiera la camisa a pesar de las heridas del látigo en su espalda y que los siguiera por la crujía, hasta la carroza. Esta no era muy amplia, pero ocupaba el final de la popa de la galera, y, como ya le contó Carles, era el lugar más cómodo de la nave. Estaba elevada con respecto al resto de la estructura del buque, cubierta y cerrada por los lados que daban al mar, aunque abierta hacia la crujía y la proa. Desde allí se manejaba el timón y allí convivían los oficiales. El almirante tenía su propio camarote, bajo cubierta, pero era pequeño y las noches apacibles dormía también en la carroza.
Tenían dispuesta una mesa de la que ya se habían recogido los cacharros de la cena y sentados en sillas plegables departían el capitán, el piloto, el cómitre y el oficial al mando de la tropa de infantería. El almirante Vilamarí asistía a la conversación sentado en un banco a cierta distancia sin participar en ella. Un músico hacía sonar una viola y un intenso olor a rosas trataba, sin conseguirlo, de disimular el tufo que provenía de los galeotes.
—La artillería solo debe usarse a corta distancia antes del abordaje, cuando la sangre del enemigo nos salpique —decía Pere Torrent, el oficial de la tropa—. Ha de limpiar la cubierta contraria para eliminar la primera resistencia.
Joan se quedó de pie entre los alguaciles, que saludaron a los oficiales. Estos hicieron como si no los vieran y continuaron su conversación.
—También para blancos fijos como fortificaciones —añadió el piloto—. Y en el caso de que una galera nos llegue de frente.
—Ni así —afirmó el oficial de tropa—. Si el blanco está lejos, siempre se pierde el disparo y si hay poca distancia, no da tiempo a que se enfríen las piezas y nos exponemos a no poder recargar antes de que los otros nos caigan encima. Demasiado riesgo, prefiero disparar el último y a tiro fijo.
—¿Y qué me decís de una nave que huye como la de hoy? —inquirió el capitán Perelló.
—Hubiera sido pólvora perdida —repuso el cómitre—. Había mucha distancia y la mar estaba picada. Imposible darle.
—¿Qué dices a eso, galeote? —preguntó Pau de Perelló dirigiéndose a Joan, al tiempo que con un gesto ordenaba a los alguaciles que se retiraran.
Joan vio cómo todas las miradas se dirigían a él, incluida la del almirante, que observaba en silencio. Carraspeó nervioso antes de contestar, pero cuando lo hizo su voz sonó firme y segura. Aquella podía ser su única oportunidad de mejorar su situación.
—Yo le hubiera alcanzado con las culebrinas.
El oficial de tropa y el cómitre rieron a carcajadas.
—¡Qué bobada! —dijo el oficial—. Ni el mejor artillero lo conseguiría. No se puede precisar a esa distancia.
—¿Y entonces por qué la galera monta dos culebrinas y un cañón? —respondió Joan con viveza—. Si no creéis en el tiro lejano, quitad las culebrinas y poned cañones, que son más eficaces a corta distancia.
El oficial miró a Joan ceñudo, no le había hablado a él, sino que miraba al capitán, no esperaba que el galeote respondiera y menos con aquella contundencia. Hubo un silencio incómodo.
—Tenemos las culebrinas para bloquear puertos y asediar ciudades y fortalezas por mar —repuso al final el piloto.
—¡Vaya un necio fanfarrón! —le espetó el oficial Torrent a Joan—. ¿Quién te crees que eres?
—Esta galera fue construida en las atarazanas de Barcelona —contestó el muchacho—. ¿Me equivoco, mi capitán?
—No —repuso Pau de Perelló—. En Barcelona se hizo.
—Pues entonces yo soy quien fabricó esas culebrinas y quien las probó en las laderas de Montjuic.
Esa vez el silencio fue de asombro y los oficiales se miraron unos a otros extrañados. Joan observó al almirante, que continuaba callado; él no parecía sorprendido.
—¿Es eso cierto, muchacho? —inquirió el capitán aún incrédulo.
—Sí, mi capitán.
—¿Y aseguras que tú puedes alcanzar a una fusta en las condiciones de hoy?
—No al primer tiro, mi capitán —contestó Joan con humildad—. Pero tenemos dos culebrinas y durante el tiempo que estuvimos persiguiendo a la fusta hubo varias oportunidades de dispararle. Le hubiera dado al menos una vez.
—Tendrás que probarlo —le dijo Pau de Perelló.
—Con mucho gusto, mi capitán.
—Pero si nos engañas, te desollaremos a latigazos —le amenazó el oficial Torrent.
—Necesitaré verificar la pólvora, balas, el estado de las piezas y coordinarme con los marinos artilleros —repuso Joan sin inmutarse—. También practicar antes.
—De acuerdo —dijo el capitán—. Pero espero, por tu bien, que no te equivoques.
Al día siguiente, Joan pidió a Carles como ayudante para aliviar la pena del chico, y lo único que consiguió fue burlas por parte del cómitre. Todos sabían de su homosexualidad.
Tuvo que lidiar con los marinos a cargo de la artillería, que consideraban ofensivo recibir instrucciones de un galeote y respondían a sus preguntas de mala gana. Pero conocía a la perfección aquellas culebrinas, él las fabricó y probó; eran lo más moderno en artillería. Se hicieron con buen bronce, de una sola pieza y se cargaban por la boca, a diferencia de los modelos antiguos de varias piezas y carga trasera, fabricados en hierro, y que reventaban con frecuencia. Comprobó la correcta rotación de los muñones que apoyaban la pieza de metal en su base de madera, la cureña, y permitían la puntería por elevación. Después pidió al carpintero unas modificaciones para poder girar las piezas unos grados en paralelo a cubierta y asegurar la puntería horizontal.
Pronto los artilleros comprendieron que Joan sabía muy bien lo que hacía y empezaron a colaborar. Genís, el piloto, que parecía simpatizar con Joan, le acompañaba y sus gritos y amenazas hicieron que al fin los marinos obedecieran con la suficiente presteza.