Los labios del hombre dibujaron una leve sonrisa de triunfo a través del espejo y Joan sintió que aún le odiaba más.
—No. Puedes retirarte.
Cuando salió al pasillo, Joan temblaba de pies a cabeza y un sudor frío le hacía estremecer en pleno verano. El almirante conocía muy bien sus motivos, sabía que le odiaba, que deseaba venganza. Joan no podía, ni quería, disimularlo más y Vilamarí lo leía cada día en sus ojos, pero por alguna razón desconocida parecía sentir placer teniéndole cerca, notando ese rencor, ese peligro latente.
El marino jugaba con él. Pero Joan vivía con la esperanza de que algún día cometiera un error, rezaba por ello. Entonces cambiarían los papeles, la presa se convertiría en cazador y aquel sería el último día del almirante.
—
H
abladme sobre Otranto y su mercado de esclavos —le pidió Joan a Genís.
La
Santa Eulalia
navegaba a vela y los galeotes se alternaban al remo. Era un día algo desapacible con el mar picado y viento fresco. Estaban sentados en un extremo de la carroza, con los pies apoyados en la crujía; nadie podía oírlos, con el sonido del tambor marcando el ritmo de boga, el viento, las voces de los oficiales en el interior de la carroza y los gritos de los alguaciles fuera.
Joan quería recabar la información que le permitiera dar con el paradero de su familia. Y aunque el tema de los asaltos a poblaciones cristianas era muy delicado, y fuera de lo estrictamente necesario no se hablaba de él, en aquel momento era inevitable hacerlo.
El piloto tendría unos treinta años y Joan se preguntaba si estaba en la galera de Vilamarí cuando asaltaron su aldea. Sin embargo, temía interrogarle directamente, que percibiera un interés extraño, que se pusiera en alerta y se cerrara a la conversación, tal como ocurrió con el Tuerto en la taberna.
El oficial hizo una pausa antes de contestar, como si la respuesta fuera larga y prolija, miró al mar y al fin habló.
Quiso contarle primero la heroica campaña en la que Vilamarí, al mando de una flota aragonesa y napolitana, consiguió romper el asedio al que los turcos sometían a la isla de Rodas, cuartel general de los caballeros hospitalarios. Le relató emocionado que la flota turca era de ciento cincuenta buques, cinco veces mayor que la suya. Y cómo la galera capitana del almirante junto a un par más entraron en el puerto de Rodas ondeando los gallardetes de Aragón entre vítores de los asediados. Los otomanos se vieron obligados a retirarse poco después.
—Nosotros fuimos definitivos en la victoria cristiana en Rodas —decía Genís, emocionado—. Y yo estuve allí, Joan. No sabes lo que fue aquello.
Joan contempló la sonrisa feliz en el rostro del piloto y sus ojos húmedos al rememorar la hazaña y comprendió la profunda admiración que sentía por el almirante. Había percibido aquello antes en la tripulación de la
Santa Eulalia
, pero no dejaba de sorprenderle. Debían de estar ciegos para no ver cómo el almirante se ensañaba con los pobres pescadores. Era cruel con los débiles.
Joan meneó la cabeza disgustado antes de preguntar:
—¿Y Otranto?
—Otranto pertenece al reino de Nápoles, pero está situada a la entrada del mar Adriático. Se precisan más de ocho días de navegación desde Otranto a la ciudad de Nápoles, pero se encuentra en la ruta comercial de Venecia al resto del Mediterráneo y solo a un día de las costas albanesas, parte de las cuales ya estaban por entonces dominadas por el Imperio turco.
»Ante el fracaso de Rodas, los turcos lanzaron un ataque sorpresa como represalia sobre Otranto, también con fuerzas muy superiores, y la conquistaron. Vilamarí, por orden del rey de Aragón, se puso al servicio del rey Fernando I de Nápoles, y al mando de sus propias naves y de la flota napolitana asedió la ciudad por mar. Mientras, Alfonso de Calabria, heredero del trono de Nápoles, reforzado por tropas de otros estados italianos y húngaras, cercó la ciudad por tierra y entre ambos obligaron a los turcos a rendirse.
»Y ahora Otranto es un puerto franco codiciado por los venecianos, demasiado cerca del Imperio otomano, del que le protege una paz precaria y demasiado lejos de la capital del reino. Tiene un floreciente mercado de esclavos que provienen de los asaltos de corsarios y piratas.
—¡Pero los esclavos que nosotros traemos son cristianos! —exclamó Joan—. ¿Es que no va a hacer nada el gobernador?
El piloto sonrió moviendo la cabeza negativamente.
—El gobernador es amigo de Vilamarí desde los tiempos de la reconquista de la ciudad y obtiene pingües beneficios del tráfico de cautivos. Ha conseguido una relativa independencia de Nápoles y todo el mundo que paga impuestos es bienvenido aquí, ya sea veneciano, turco o berberisco. No hace preguntas a quienes traen buenos negocios. Los esclavos musulmanes los compran tratantes que los venden en países cristianos y los cristianos se destinan al Imperio turco e incluso a algunas zonas cristianas más lejanas, como la isla de Creta.
Joan se dijo que Otranto estaba demasiado lejos de Llafranc, que aquel no podía haber sido el destino de su familia.
A Joan se le permitió bajar a tierra y acudió, junto al piloto, a la subasta de esclavos que tenía lugar en un gran recinto encalado que también se usaba en las ferias de reses y caballos. Allí tanto mujeres como hombres eran exhibidos desnudos para su humillación y deleite de curiosos. Algunos lloraban en silencio, mientras cubrían su desnudez con las manos. Mostraban la mirada huidiza del miedo. Porque cualquier desobediencia era castigada de inmediato con azotes. Se les trataba como mercancía y solo las mujeres más bellas recibían alguna consideración, aunque los traficantes las manoseaban e inspeccionaban como si estuvieran comprando muías. Allí, siempre bajo la atenta anotación de los escribanos, se recibían las ofertas, estableciéndose los precios sobre los que el gobernador cargaba sus impuestos y los comerciantes ponían sus márgenes.
Joan no vio en el mercado ni al almirante ni al capitán y aquella mercancía humana, solo días antes personas libres y ahora encadenadas, fue entregada por el oficial Torrent acompañado por un pelotón de tropa, de escribanos y de alguaciles de las galeras. Algunas de las muchachas eran hermosas y estaban muy bien formadas, pero Joan no se entretuvo en su contemplación y se despidió del piloto tan pronto hubo echado un vistazo. No podía dejar de pensar en su madre, su hermana y Elisenda, y ser testigo de aquel proceso denigrante le revolvía las tripas. Temía terminar golpeando a alguno de los mirones que gritaban lascivos a las esclavas e intentaban tocarlas cuando se las hacía entrar o salir.
Se repetía que aquello era injusto y que el almirante no tenía ningún derecho a hacer tan infelices a aquellas gentes.
Cuando llegó a la galera sacó el libro de su escondite, bajo un pequeño tablón que mantenía desclavado de forma que nadie percibiera su movilidad.
«¿Qué precio tiene una vida? —anotó—. ¿Qué precio tiene la libertad? Vilamarí es un ladrón de vidas y de libertades. Algún día pagará por sus crímenes.»
L
a flota navegaba a vela aquella noche apacible y cálida frente al golfo de Tarento. Los galeotes descansaban y, fuera del timonel y los vigías, todos dormían en la
Santa Eulalia
; pero Joan no podía conciliar el sueño por la impaciencia.
Al fin se dirigían a Nápoles, donde vivía su amada. La ciudad era tres veces mayor que Barcelona, no sería fácil encontrarla. Anna era ya una mujer casada y Joan se preguntaba entre temeroso y esperanzado si ella le continuaría amando.
En la carroza, las hamacas de los oficiales se balanceaban suavemente, Joan no contaba con el privilegio de una, pero se sentía feliz con el jergón que extendía en el suelo por las noches. Aún recordaba la dura cubierta sobre la que trataban de dormir los galeotes y, en comparación, su camastro le parecía un lujo.
Era una noche de luna creciente cercana a llena y el cielo estaba cubierto de pequeñas nubes que se deslizaban dando la impresión de que el astro era la cara sonriente de una doncella que coqueteaba cubriéndose la faz y destapándola con distintos velos. Inquieto, Joan se levantó y anduvo cuidadoso por la crujía hacia proa. Era difícil evitar el ruido sobre el maderamen de aquel pasadizo central cuyo nombre provenía precisamente de los crujidos que producía al pisarlo. No quería perturbar el sueño de los galeotes que dormían tumbados a uno y otro lado de la crujía. Muchos roncaban, alguno tosía, otro hablaba en sueños y a cada movimiento sonaban las cadenas que los unían a la nave. Llegó a la arrumbada en proa, aquel era el dominio de sus cañones y acarició el bronce frío de una de las culebrinas. Después fue al espolón que se alzaba en el extremo de la galera y que servía para abordar las naves enemigas. Se sentó allí, contemplando cómo la proa abría las aguas oscuras coronadas en ocasiones por destellos plateados. Alzó la vista hacia el horizonte del lado de la luna y vio cómo su luz trazaba un camino plateado en el mar que se dirigía a la nave sobre las olas. El astro iluminaba las nubecillas tal como pudiera hacerlo el sol, pero su menor luz convertía su empeño en lucha constante contra las tinieblas.
Eran el mismo tipo de nubes en las que, tantos años antes, su padre le enseñó a reconocer aquellos seres ingrávidos del cielo. Solo que estos eran mucho más oscuros. Como el tiempo que ahora le tocaba vivir. ¡De qué forma tan trágica había cambiado su vida! Sacudió la cabeza para desechar los pensamientos tristes y las añoranzas que tanto dolían, y se concentró en leer aquellas formas celestes oscuras y plateadas. Un caballo, un duende de orejas apuntadas... Entonces la luna se cubrió por unos momentos para asomar de nuevo sonriente. Aquella parecía la cabeza de un turco con un gran turbante, la otra una muchacha... El corazón le dio un vuelco. «¡Anna!», se dijo en un susurro.
—Buenas noches, Joan Serra de Llafranc.
El joven se sobresaltó. Había reconocido la voz y al girarse vio a quien le contemplaba, de pie, a escasa distancia.
—Buenas noches, almirante.
El hombre se acomodó en un banquillo situado en la arrumbada, de cara al espolón, y después de respirar hondo y contemplar el mar, las nubes y la luna, dijo:
—Es hermoso.
—Sí, señor.
Vilamarí se mantuvo en silencio mientras su mirada recorría las aguas, el cielo y el horizonte. Joan le imitó.
—¿Sabes, muchacho? —dijo el hombre al rato—. No puedes acusar al león de crueldad cuando mata a una oveja o a una gacela.
Joan le miró sorprendido, pero calló a la espera de que el propio almirante se explicara.
—El león debe sobrevivir y hacer que sus cachorros sobrevivan. Dios le ha dado garras, dientes y un estómago que solo admite carne. Cuando mata no es por odio y no siente placer con el sufrimiento de la gacela; su gozo está en conseguir el alimento que le permitirá ser fuerte, seguir viviendo. El león no es sádico ni cruel, solo cumple la voluntad de Dios. La gacela no tiene garras ni dientes con que defenderse. Cuando muere para alimentar al león, también cumple la voluntad de Dios.
El almirante calló para continuar contemplando el mar, las nubes y la luna. Joan permaneció en silencio tratando de recuperarse de la sorpresa que le causaba Vilamarí. ¿Qué historia era aquella? Al muchacho no se le escapaba el doble sentido de aquel discurso. Hablaba de su propio padre y de su familia, del asalto a su aldea. Le estaba diciendo que él era el león, su familia su presa natural y que actuó en justicia porque era la voluntad de Dios que se alimentara de ella. ¿De verdad pretendía convencerle?
También le decía que no disfrutaba con el sufrimiento de sus presas y que mataba, robaba y esclavizaba solo para sobrevivir.
Entonces intuyó que aquel hombre de apariencia altanera y distante le pedía comprensión, casi disculpas. Ese entendimiento llenó de asombro a Joan. ¡El almirante tenía conciencia! Debía de sentir remordimientos y para aplacarlos quería convencerle precisamente a él, su víctima.
Se dijo que no le daría ese placer. Juró matarlo en cuanto pudiera hacerlo de forma impune y no le concedería ni esa pequeña tregua dándole la razón.
—Los hombres no somos animales, almirante —repuso con voz firme. Le miraba a la cara, aunque la oscuridad ocultaba sus rasgos—. Dios nos dijo que nos amáramos los unos a los otros y que no hiciéramos a los demás lo que no quisiéramos que nos hicieran a nosotros mismos.
Calló temiendo que el almirante interpretara sus últimas palabras como una amenaza. No quería alertarle, quería que se confiara lo suficiente para que le diera la oportunidad de vengarse.
—No, muchacho, te equivocas —repuso el almirante después de ponderar sus palabras—. Entre los hombres hay muchas especies; hay leones, gacelas y corderos. Y la misma ley divina de supervivencia se aplica a los humanos. No somos iguales los que viajamos en la carroza que la chusma que rema. El noble no nace igual que el payés de remensa. El remensa es el cordero y el noble, que es el león, le protege de otros leones a cambio de comida.
—Pues debéis saber que los remensas se sublevaron y que uno de ellos casi mata al rey. ¿Era ese un cordero?
—Conozco bien esa historia. Joan de Canyamars no era un cordero. Ni tampoco tú lo eres, Joan Serra de Llafranc, y por eso duermes en la carroza con los leones y no con los corderos que reman en la galera.
—¿Cómo es eso, almirante? —repuso Joan, exaltado—. ¿Somos leones sin haber nacido nobles? ¿No es la voluntad de Dios que seamos corderos proviniendo de padres villanos?
—Eso es lo que nos diferencia a los humanos de los animales —repuso el almirante—. Los animales nacen con garras o sin ellas y nunca podrán cambiar. Serán cazador o presa. Pero yo admito que hay dos tipos de nobleza: la de nacimiento y la de corazón. Quien ha nacido entre corderos pero tiene corazón de león se procura las garras. E incluso hay casos en que gracias a esas garras, que en el hombre son las armas, pobres villanos llegaron a nobles. También es la voluntad de Dios.
Joan calló desconcertado. El almirante tenía su discurso bien elaborado, habría pensado mucho para acallar su conciencia. Sin embargo, le vinieron las imágenes de su padre cayendo de espaldas con la herida en el pecho y la de las mujeres en el mercado de Otranto intentando tapar su desnudez con las manos, temblando de miedo y vergüenza. Dios no podía justificar aquello.
—Tú también has usado tus garras para matar, muchacho —continuó Vilamarí ante su silencio—. Mataste al alguacil que le disparó a tu padre y colaboraste con el asesinato de Garau, que también estuvo en la partida de Llafranc. Incluso mataste a un pescador que protegía a su familia en Sicilia. Gracias a ello comes cada día y viajas cómodamente en la carroza mientras otros reman por ti. Por eso duermes con los leones, porque eres uno de ellos. Y comes con el mismo apetito que ellos sin importarte que la comida llegue de la venta de esclavos. No te quieras creer ni más víctima ni más puro, Joan Serra de Llafranc. Porque no lo eres.