Tardaron cuatro días en llegar a la villa. Matt pudo verla antes de divisar el camino, en lo alto del risco opuesto, al otro lado del estrecho río y más allá de los campos cuidadosamente cultivados. La falda de la colina se plegaba sobre sí misma, haciendo mucho más difícil llegar a la cima de lo que había considerado al principio. Los prados daban paso a olivares que se alzaban en retorcida confusión junto a filas de parras ya a punto para la vendimia, el mar de color vino oscuro alzándose contra una pared de ladrillo horneada por el sol que ocultaba un jardín. Todo lo que pudieron ver del jardín, mientras subían el camino que serpenteaba a su lado, fueron las ramas superiores de los árboles frutales y los veloces pájaros cantores que ignoraban su paso.
Llegaron a última hora de la tarde, después de que regresaran los cetreros y cazadores, y de que los caballos, tras ser limpiados, volvieran a los establos haciendo resonar sus cascos sobre el empedrado. La sencilla fachada neoclásica que los había saludado desde la falda de la colina enmascaraba el auténtico tamaño de la casa. El camino de tierra los condujo a un lateral, desviándose en una última curva alineada de chopos hasta el patio que quedaba oculto detrás. Los árboles contrastaban en los últimos centenares de metros con unas enormes urnas de mármol, agrietadas y mohosas, con enredaderas en sus bases. La pendiente se nivelaba, como tomando aliento antes de lanzarse en un último esfuerzo hacia la cima, dejando la casa en un suave promontorio. La villa, tres altas plantas de estuco con una terraza delante, quedaba flanqueada por un puñado de edificaciones más pequeñas, establos y almacenes. Habían dejado atrás a los soldados del duque, acampados en el valle de abajo, pero su guardia de honor estaba allí, sus altas picas apoyadas contra la pared del establo, los penachos colgando flácidos en el aire tranquilo.
El distante cántico de los servicios vespertinos subía y bajaba en la distancia mientras ellos se desperezaban, liberando los músculos doloridos tras un día entero de cabalgada. Las sombras se extendían sobre el patio, ofreciendo una refrescante bienvenida.
—Vamos a ver quién hay aquí —dijo Rodrigo cuando hubieron desmontado, y a continuación se dirigió a la cocina, situada en el ala derecha de la enorme villa.
La habitación era sorprendentemente grande, descubrió Matt mientras seguía a Rodrigo. Un fogón descubierto, lo bastante grande para llamar la atención, y dos hornos de tierra a ambos lados, ocupaban la mayor parte de una pared. La luz de la ventana situada enfrente quedaba equilibrada por el brillo de un fuego que ardía con fuerza a pesar del calor. Varias grandes ollas de bronce, suspendidas de ganchos, brillaban como adornos de un árbol de Navidad mientras tras ellos un cerdo con la piel de un rojo oscuro se asaba en un espetón, haciendo sisear los carbones con su grasa. Un puñado de hierbas secas colgaba de las vigas del techo como un mundo vuelto boca abajo: ramilletes de romero y tomillo, cabezas de ajo, guirnaldas de especias rojas brillando con un calor latente, como escorpiones dormidos. Una gruesa mesa ocupaba buena parte del centro de la sala; lo poco de su superficie que podía verse, aparecía chamuscado y oscurecido por innumerables años de uso. Una enorme rueda de queso pecorino, parcialmente excavado como un hueco de la montaña en Carrara, se alzaba junto a un montón de hogazas de pan, como troncos que hubieran traído de la montaña, cortados y listos para ser usados. Junto a ellos había cuencos de uvas y aceitunas, y vasijas de mayólica de brillantes colores con los nombres de sus contenidos inscritos, y delante una fila de aves desplumadas y sazonadas. Eran demasiado pequeñas para ser pollos y más grandes que perdices; Matt se preguntó qué podrían ser.
—Antonio, si dejas que ese fuego se apague, te haré creer que lo tienes en tus calzas —exclamó una mujer gruesa, la atención concentrada en la pala de madera con la que agitaba uno de los fogones. Su melodioso italiano, como un risotto que no hubiera sido adecuadamente movido, tenía un duro núcleo de inflexiones alemanas.
Antonio, un niño grandullón cuya boca abierta y expresión vacua indicaban que era tan inteligente como el cubo de carbón que tenía en las manos, se quedó mirando al bibliotecario. Rodrigo, con un dedo en los labios, tomó el cubo y se situó detrás de la mujer.
—Antonio —volvió a llamar ella bruscamente—. Maldito muchacho —dijo mientras sacaba la pala del horno. La sostuvo como una maza y se volvió para buscar al inepto muchacho, encontrándose a Rodrigo sonriendo a su lado—. ¡Ach! —exclamó—. ¿Os acordasteis de traerme clavo? —preguntó, recuperándose inmediatamente.
Rodrigo se echó a reír, le dio un abrazo y la besó en la mejilla.
—Lisl, meine Katzchen, por favor. ¿Por qué crees que he venido hasta aquí? —preguntó, alzando una bolsa de lino cerrada con un doble lazo.
—Sé a qué habéis venido. A por una buena comida —replicó la cocinera, apartando bruscamente su mano de su cintura y alisándose el grueso delantal que cubría su sencillo vestido azul.
—Ah, Lisl —suspiró Rodrigo—. La pasión no correspondida es un placer en sí misma. Lo que la separa de todas las otras penas del alma es que es la única que dura siempre. Cuando el deseo es el combustible, el fuego no se apaga nunca. Éste es Matteo —añadió, al ver que la aguda mirada de ella reparaba en su acompañante—. Ha venido de las más lejanas regiones del globo en una noble búsqueda. Diógenes buscó por todas partes esa rara avis, un hombre honrado. Mi buen amigo Matteo tiene un objetivo aún mayor, pues busca no sólo para sí mismo, sino para satisfacer las ansias de su pueblo. En los fríos y terribles inviernos de su desolada tierra natal, rodeada por los furiosos mares occidentales, se acurrucan en cavernas de turba en torno a fuegos humeantes, sacudidos por el viento...
—¿Sois irlandés? —preguntó Lisl.
—En espíritu —replicó Matt.
—... incluso el gran Helios —continuó Rodrigo—, en su dorado carro de fuego impide que esas almas rigurosas disfruten de climas más cálidos, apenas visibles en el horizonte a su paso, el amanecer emparejado con el crepúsculo como el frenético aparear de las luciérnagas. El dulce seno de la madre tierra que nos nutre a todos con su plenitud es allí una teta reseca. Subsisten a base de pescado seco y huevos crudos, robados a los pájaros dormidos en la oscuridad de la noche.
—¡Hah! —exclamó Lisl—. Escocés.
—Un poco de ambos —admitió Matt.
—Y sin embargo todavía tienen fe —continuó Rodrigo—. Sueñan. Y susurran con reverencia una leyenda transmitida a través de incontables generaciones, desde las nieblas remotas de tiempos pasados, desde que a su regreso los cruzados llevaron la noticia a las lejanas orillas de este dominio mortal. Dicen que tiene poderes mágicos para restaurar la juventud y la vitalidad, para hacer que los ciegos vean y los mudos canten. Naufragios, secuestros, piratas... ha sobrevivido a todo en su incansable búsqueda.
Antonio, los ojos tan grandes como la rueda de pecorino, miró a Matt con una mezcla de temor y respeto.
—No descansará hasta que lo encuentre —continuó Rodrigo—. ¿Y cuál es el objeto de su gloriosa búsqueda? —Hizo una pausa—. Los champiñones porcini. Cuando lo encontré, se dirigía a Siena.
—¡Oh, por favor! —Lisl, que estaba amasando pan, golpeó con fuerza la plancha de mármol.
—¡Exactamente! —exclamó Rodrigo—. En el último asedio, los florentinos catapultaron al interior de Siena los restos putrefactos de mulas muertas para esparcir peste y enfermedad — le explicó a Matt—. Una práctica común. Pero ¿qué hicieron los sieneses? ¡Se las comieron! Incluso hoy, el plato más apreciado en esa ciudad es la rata. Servida con guisantes y cebollas —añadió—. Mulas y roedores pero ni un solo porcini decente en todo el lugar. Le dije a Matteo que el verdadero norte era la única dirección en la brújula porcini, y así rescaté a nuestro peregrino itinerante del terrible destino de una indudable crucifixión culinaria.
Antonio sintió un estremecimiento y se santiguó.
—Tantas palabras —dijo Lisl, sus poderosos antebrazos flexionándose mientras trabajaba la masa. Se detuvo el tiempo suficiente para arreglar un mechón errante de pelo—. Son como harina para vos —continuó, mientras alzaba la masa y rociaba de harina la superficie de la mesa—. Pero cuando yo acabe, tendré una hogaza de pan. ¿Qué tendréis vos? Pastel.
Antonio asintió ansiosamente, con una gran sonrisa en el rostro.
—Los porcinis estarían bien —dijo Matt—. Pero yo daría mi alma por un strudel.
—Ach, un strudel —dijo Lisl, presionando la masa con el canto de la mano—. Manzanas. Mein Gott. Aquí no hay manzanas decentes.
—Tenemos las mejores manzanas del mundo —dijo un niño desde la puerta, detrás de Matt, corrigiéndola con completa seguridad, como si Lisl hubiera declarado que la tierra daba vueltas al sol.
Matt pensó que había algo familiar en aquel niño, que se acercó a la mesa a por un trozo de queso. ¿Qué podía ser? Su cara no, aunque había algo en la línea de su barbilla y en sus ojos almendrados que le recordaba a alguien conocido. Calculó que tendría unos diez años, pero su aire era confiado, como alguien a quien se suele tratar con respeto.
—Ahora no, Orlando, os quedaréis sin hambre —le advirtió Lisl.
—Pero eso es exactamente lo que quiero hacer —replicó Orlando—. Tengo hambre ahora. ¿Qué sentido tiene esperar? ¿Por qué comer a ciertas horas, algo que no tiene relación con nada que yo pueda ver, es bueno para el apetito, y en cualquier otro momento es malo? El queso es el mismo, yo soy el mismo, la única diferencia es dónde está el sol en el cielo, y no creo que al sol le importe. —Miró al niño más pequeño que le seguía y asintió vigorosamente—. Cosimo, ¿puedo ofrecerte un poco de queso? —preguntó Orlando.
El niño palideció, atrapado entre la Escila de lealtad a su amigo y la aterradora Caribdis de Lisl. Miró de uno a otra, incapaz de abrir la boca.
—Permíteme —dijo Orlando con exagerada cortesía, como un anfitrión que vuelve a llenar una copa de vino, y le tendió a Cosimo un trozo de queso que cortó con un rápido golpe de cuchillo antes de que el niño pudiera encontrar la voz. Cosimo lo aceptó dirigiendo una mirada cautelosa a Lisl. Matt vio que Rodrigo se esforzaba por mantener la cara seria.
—El invitado en mi casa tiene hambre —le anunció Orlando a Lisl—. Es mi deber como anfitrión atender sus necesidades y deseos. El padre Bonifacio me lo dijo ayer mismo cuando leíamos a Lúculo. «Es de principal importancia para el buen anfitrión atender las necesidades y deseos de su huésped antes que todas las demás obligaciones, pues la forma en que tratamos a aquellos que dependen de nuestra beneficencia es el más fiel reflejo de nuestra humanidad» —entonó, remedando a su tutor. Tomó un trozo de queso para sí—. Y por tanto sería igualmente grosero por mi parte no unirme a él. Después de todo es un invitado, no un peregrino mendicante. Vamos —le dijo a Cosimo, al oír la risa de un grupo que se acercaba a la cocina.
—... depende de a qué hora se levante todo el mundo —le decía una mujer joven al hombre que la seguía mientras entraban en la cocina.
La mujer, vivaracha, con el pelo marrón rojizo echado hacia atrás y recogido en un moño francés, llevaba un vestido rojo pálido por encima de una camisa blanca de cuello festoneado. Bordada en el hombro de su capa azul había una estrella dorada con lenguas curvadas de fuego. Su única joya, aparte de la fina banda de oro que rodeaba su frente, era un alfiler en el pecho de su vestido, tres lirios con capullos esmeralda y azules engarzados en oro y con tallos de plata.
Una villa, pensó Matt. Era lo que había dicho Rodrigo. Nos reuniremos con el duque camino de Mantua. Pero no había dicho qué villa, ni quién sería el propietario. Matt tendría que haberse dado cuenta al ver a Orlando, pues el parecido resultaba inconfundible. Era Anna, pero no como la había imaginado. Tenía una juventud, una animación y una viveza que eran atractivas e inquietantes a la vez, pues resultaban muy distintas de la reflexiva pose del cuadro que él había asumido como su naturaleza. Aunque Matt no tenía ninguna duda de que eran parte de ella, advirtió que no era su disposición habitual.
—¡Orlando! —dijo ella mientras los niños se escabullían entre las dos mujeres que también habían entrado—. El padre Bonifacio te está buscando...
Pero los niños ya habían desaparecido.
—¡Ese chiquillo! —exclamó ella, y se volvió hacia una de las mujeres.
La mujer, unos cuantos años mayor que Anna y con un tranquilo aire observador, vestía de azul oscuro, sin adornos, a excepción de una sencilla trenza de oro que rodeaba el corpiño cuadrado y el dobladillo. Matt advirtió que era la única del grupo que había reparado en él y en Rodrigo.
—Francesca —dijo Anna—. Quiero que el padre Bonifacio venga a verme inmediatamente después de cenar. Lisl —continuó, volviéndose hacia la cocinera—, el viernes vamos a ir a la Cueva de Virgilio. Seremos veinte. Al duque le gusta mucho tu trucha, ¿podremos disfrutarla? Saldremos a media mañana. Muy bien —añadió, saboreando la salsa de una de las ollas que colgaban a un lado del fuego—. Necesita un poco más de miel, ¿no te parece?
Su voz, vibrante y cargada de humor pero con una innegable base de autoridad, tampoco era como Matt la había imaginado.
—Al final —replicó Lisl, cortando la masa por la mitad con un cuchillo enorme que sujetaba con ambas manos, y partiéndola luego en cuatro partes, y después en otras cuatro—. Si la echo ahora, se vuelve espesa. Si la echo al final, le da mejor sabor pero no se apegotona. Si queréis, la añado ahora.
—En absoluto, tú eres la cocinera. También canela. Yo añadiría más canela. Te ha cundido un solo cabrito —dijo, soltando la cuchara.
—Tres, señora.
—¿Tres?
—Sí. Pero hice pasteles con las sobras —añadió, señalando con la barbilla el estante junto a la ventana.
Bueno, somos veinte —dijo Anna—. Es como dar de comer a un ejército.
El hombre que la acompañaba dejó escapar una risa atronadora.
—Es un ejército —dijo, con una voz que sonó como una pala mordiendo la grava.
El hombre se apoyó contra la mesa, los brazos cruzados, con el poder latente de un arco tensado. Era de fuerte constitución, poseía unos rasgos vigorosos, como de metal forjado, e iba vestido de negro desde la chaquetilla corta, cruzada con cinturones y con una ancha daga colgando del costado, hasta sus altas botas de cuero.