El aplauso remitió. Petrocelli se enfrentó al público, con una mano sobre el atril.
—Como todos ustedes saben, sólo hay trece pinturas en la obra de Leonardo. Añadir otra al canon requiere algo más que mera erudición o intuición: exige pruebas más allá de la sombra de la duda. Y para ofrecerles eso, me gustaría presentarles al miembro de nuestro personal que hizo este notable descubrimiento. Matteo O'Brien.
Lanza una pelota al aire con todas tus fuerzas, pensó Matt. Mírala subir, más y más alto, tan alto como pueda. Hay un momento en que se detiene, capturada entre el ascenso y el descenso. Pero el mundo sigue moviéndose. Matt vio de nuevo el biplano blanco, las alas caídas como un halcón en el mismo momento en que despegaba, y en ese momento de equilibrio entre un mundo y el siguiente, un hombre de pie a un lado. ¿Dónde aterrizará, y qué ha pasado con el mundo que ha dejado?, se preguntó.
—¿Matt? —Charles le tocó el brazo.
—¿Sí? —Matt lo miró—. Oh, Leonardo fue uno de los primeros artistas de Italia que utilizó el nuevo medio del óleo —empezó a decir.
—Más fuerte —pidió alguien. Charles colocó su micrófono delante de Matt.
—¿Pueden oírme ahora? El óleo es maravilloso. La témpera se seca muy rápido. No se puede hacer gran cosa con ella. En cambio el óleo es un mundo completamente nuevo. Es mucho más maleable. Se puede acumular, mezclar, extender. Ni siquiera hace falta un pincel. A veces Leonardo usó los dedos. Dejó algunas huellas dactilares. ¿Podríamos contar con los proyectores, por favor?
Dos imágenes, una al lado de la otra, aparecieron en las pantallas que tenía detrás.
—Gracias —dijo Matt, colocándose de lado para ver las pantallas mientras dirigía la voz al micrófono—. Huellas dactilares, como pueden ver. Ninguna está completa, pero se las mostré a un teniente del Departamento de Policía de Nueva York y me dijo que eso es lo que normalmente consiguen ellos. La gente no coge un vaso y luego lo deja, procurando no emborronar las huellas. Dijo que lo que yo tenía era más que suficiente para hacer una identificación positiva. Usé una luz especial que permite ver las pinceladas, que son como una firma. La de la derecha es del cuadro que tenemos aquí en el museo.
—Anna —añadió Petrocelli.
—Sí. Al principio pensé que había dejado una de mis propias huellas en una de las microfotografías que había tomado. Pero estaba en el cuadro, y bajo una capa original de esmalte, así que no podía ser de un restaurador ni de nadie que hubiera manipulado el cuadro más tarde. La que están ustedes viendo a la izquierda es del retrato de Ginevra di Benci, en la Galería Nacional.
—La Galería Nacional de Arte, en Washington D. C, una división del Instituto Smithsoniano —interrumpió de nuevo Petrocelli—. Y debemos expresar nuestra gratitud a nuestros colegas por la inestimable y valiosísima generosidad y cooperación que nos han ofrecido en los laboriosos y exhaustivos análisis e investigaciones aplicados a este proyecto.
— Es un trabajo primerizo —continuó Matt—, así que no estaba seguro de si Leonardo se habría sentido lo bastante cómodo con el nuevo medio para haberlo trabajado con esa libertad, pero al parecer así fue, porque encontré ése. Yo, nosotros, las enviamos al FBI sólo para asegurarnos, y ellos dijeron que eran iguales. El cuadrante izquierdo del índice izquierdo. El mismo ángulo de impresión. O como lo expresó el teniente: «Es el mismo modus operandi, lo tienen pillado. Un fiscal lo haría enchironar sólo con esto.»
»¿Podría...? —preguntó Matt, dirigiéndose al técnico que manejaba el proyector detrás del público—. Gracias —añadió, mientras las dos imágenes empezaban a acercarse, chocaban en una confusión de líneas, y entonces se convertían milagrosamente en una sola huella, atrevida, claramente esbozada en negro contra el fondo blanco, como el boceto de una pintura.
Hubo otra salva de aplausos. Las azafatas fueron repartiendo por el pasillo copias del recién impreso Boletín del Museo. Centenares de Annas, buscando un nuevo hogar: de lado, boca abajo, un destello de un ojo sujeto bajo un brazo, una mano sobre su mejilla, mirada con curiosidad antes de ser arrojada a un bolso. Montones de ellas, y millones por venir. Pósters y tazas y salvamanteles. ¿Por qué debería Matt sentirse vacío? Había hecho su trabajo. Su futuro estaba asegurado, sería famoso; ya lo trataban con deferencia. El avión despegó al frío aire de un día de marzo, volando hacia el distante rugido de la marea... Tenía que escapar. Se levantó.
—¿Adonde vas? —preguntó Charles con un susurro, agarrándolo por el brazo.
—Al servicio de caballeros —dijo Matt, y se abrió paso tras las otras personas sentadas a la mesa.
Se detuvo fuera de la sala, las cadencias metálicas de la voz ampliada de Petrocelli resonando al fondo, y trató de no pensar en las entrevistas que vendrían en cuanto terminara la conferencia de prensa. El acontecimiento había sido orquestado en la misma sala que había sido utilizada para la recepción del studiolo, usando como fondo la majestuosa visión de los caballeros de la galería de armas y armaduras. Al lado de Matt estaba la enorme entrada al studiolo. Fue como ver a un viejo amigo en una ciudad extraña. Estaba cansado, tan agotado como si hubiera corrido una maratón durante días. No podía recordar la última vez que había dormido toda la noche de un tirón. El studiolo lo llamaba, un refugio tranquilo de un futuro que Matt siempre había soñado como restaurador e historiador del arte, pero que ahora temía, una vez conseguido.
Al entrar en el studiolo sintió el aliento familiar del aire contra su mejilla, el cálido aroma de la madera vieja. ¿Cuándo fue la última vez que estuvo aquí? Trató de pensar por qué había dejado de venir, pero ahora que había vuelto era difícil imaginar que hubiera salido jamás, y mucho menos por qué. El loro seguía en su jaula, la puerta abierta. La armadura apoyada contra los estantes, los instrumentos preparados para ser afinados y tocados; los libros abiertos, esperando a ser leídos. Recorrió la sala, feliz por ver las familiares imágenes, tratando de vaciar su mente y dejar que el silencio y la tranquilidad se apoderaran de él, pero la voz amplificada seguía zumbando en la distancia. Pasó de un panel a otro, como un nadador que avanza en el agua mientras la corriente lo arrastra hacia la playa. Había algo tan familiar en la sala, en aquella forma extrañamente desproporcionada... ¿Dónde la había visto? Aquí no. Había una luz en lo alto, en la ventana de iglesia que tenía detrás, que nunca había advertido antes. Quizá sea nueva, pensó. ¿Qué podría ser nuevo en una sala que tiene quinientos años? Yo no, decidió. No soy nuevo. Soy viejo, las paredes son viejas, y mientras se movía por la sala, su sombra le seguía, deslizándose por los armarios. Vio cómo la forma redonda de su cabeza era atraída más y más hacia los círculos gemelos de la pared, la Jarretera y su propia sombra, el corazón y centro de la sala. Sintió la luz ingrávida de la ventana a su espalda, sosteniéndolo, acercándolo al punto focal, y al aproximarse fue consciente por primera vez de la vibración. ¿Era por la luz? La sintió apoderándose de él desde el aire, alzándose desde el suelo, un latido como el de un profundo generador subterráneo, tan regular como la sangre que fluía por sus venas.
Matt observó, fascinado, mientras las dos sombras, la de su cabeza y la de la Jarretera, se fundían lentamente, un doble eclipse, y al hacerlo, la lenta vibración se hizo más y más pronunciada hasta que no estuvo seguro de oírla, además de sentirla. Miró la pared, abierta ante él, y vio el pájaro blanco de alas dobles en el momento en que despegaba, oyó el claro chirrido de un loro tras él, sintió el calor de la brisa de verano, cargada de olor a romero y caballos, a través de una ventana abierta, el calor del sol a la espalda. La vibración era casi abrumadora, hipnotizante. El anillo negro de la sombra de la Jarretera flotaba ante él, penumbra de un fuego no visto, creciendo y expandiéndose, pero mientras Matt caía hacia él, el zumbido amplificado de fuera se hizo más insistente, un gruñido discordante que lo perseguía, y por delante pudo ver, en la negrura, los ojos rojos del lobo, esperando...
9
Matt, de pie en la sala, sintió el calor del sol de mediodía en la nuca. Alzó la mano a la lanzada de luz, viendo cómo moldeaba las venas y dedos en un paisaje desértico de sombras peladas. Le dio la vuelta a la mano, sopesando la luz en la palma.
El clip clop de cascos sobre el pavimento de piedras resonó en la alta ventana del studiolo, interrumpido por el agudo relincho de un caballo.
— Ercole —llamó una voz en la distancia.
Matt palpó el tejido del jubón que llevaba. Lino. Suave. Debajo una camisa de seda, y en sus piernas, calzas. Extraño, pensó. Esto es muy extraño. No las ropas, sino lo naturales que parecían. Los colores eran brillantes. Esto es índigo, pensó mirando el jubón; me pregunto de dónde es. Acarició el alfiler de plata que abrochaba la capa. Estoy en una sala, pensó, mirando en derredor. Estaba en una sala, y sigo en una sala. Se miró los pies, sobre las mismas losas octogonales de terrazo, pero ahora calzados con botas de cuero, con suaves cañas de fieltro marrón que se alzaban en ángulo hasta la mitad de sus pantorrillas.
El studiolo era como lo había conocido siempre. Los mismos paneles tallados, las armas, los instrumentos, el banco con el mazzochio. Y la Jarretera encima. Una sombra cruzó su mente, un eco de oscuridad, como un lento trueno en la noche, que crecía mientras contemplaba el negro círculo vacío tras la Jarretera. Un recuerdo, algo que había conocido una vez, pero la sensación pasó mientras trataba de recordarlo, y el círculo se convirtió sólo en una sombra de madera tallada.
Matt siguió mirando, por encima de la inscripción en latín que corría como un friso por toda la sala, por encima de los paneles tallados. El studiolo no había cambiado, pero era diferente. Una serie de pinturas alegóricas colgaban de las altas paredes por encima del friso, un círculo completo representando las Artes Liberales. Dos de ellas, la Música y la Retórica, las había visto en su último viaje a Londres. Y allí, sobre la puerta, estaba la Astronomía (Ptolomeo arrodillado mientras le tendían un astrolabio), aunque Matt sabía que sólo era una fotografía, pues el original, en el Museo Kaiser Freidrich, había sido destruido durante la guerra. El studiolo también tenía muebles.
Junto a Matt había una mesita, al lado de una silla de tijera de pesada madera tallada, con brazos que se curvaban hacia arriba en un semicírculo a partir de las patas entrecruzadas. Pasó la mano por la superficie de la mesa, suave y pulimentada, y entonces tomó el globo de bucles de latón que había en un rincón, tras un grueso libro de tapas de cuero repujado. Un astrolabio, como el que había en el cuadro, o en la escena grabada en la pared detrás de él, con los ámbitos del sol y la luna marcados. El astrolabio, que brillaba a la luz, proyectaba círculos giratorios de sombra negra sobre el suelo de terrazo. Matt soltó el astrolabio y abrió el libro. Una miniatura del sol, con rayos como espadas curvas, alegraba el grueso pergamino con su brillo. Geografía, proclamaba el título con elegantes letras negras, inscritas a mano. Matt cerró el libro.
Miró de nuevo la puerta cerrada. Podía quedarse allí. Podía sentarse: no tenía que ir a ninguna parte. La idea le pareció atractiva, porque estaba cansado, pero la puerta lo llamaba. ¿Qué había más allá? Le pareció extraño no sentir ninguna urgencia, ni siquiera ninguna sensación de peligro, sino tan sólo una curiosidad expectante, como si ya supiera lo que iba a encontrar. Se acercó a la puerta, bajo el techo de la entrada, grabado con el escudo de armas del duque de Urbino, la abrió decidido y entró.
Ante él se extendía la larga sala de la biblioteca ducal, que abarcaba toda la anchura del palazzo. Amueblada, parecía aún más grande que cuando Matt la había visto años atrás, desnuda, en su viaje a Gubbio. Estantes de libros, interrumpidos por tapices y cuadros, cubrían la alta sala del suelo al techo. Dos enormes mesas, cargadas con gruesos tomos y esculturas de bronce de heroicas luchas mitológicas, ocupaban el centro de la sala. Matt se acercó al cuadro más cercano, una escena de bosque con una mujer bañándose, mientras un hombre que había tras ella se convertía en ciervo y era atacado por una jauría de perros.
Aunque absorto en la pintura, Matt se dio cuenta de que no estaba solo. Había alguien en la entrada de la biblioteca. Al volverse vio a un hombre vestido con la larga túnica roja de los eruditos, aunque tenía la complexión de un luchador, hombros anchos y las piernas cortas y fornidas. Su cara mostraba unos ojos profundos y una nariz que había sido larga antes de ser aplastada, como una pared de roca derribada por una nevada y que nunca ha sido reparada.
—Acteón y Diana —dijo Matt, acercándose a él—. Van Eyck. Lo vi en Bruselas.
—El duque acaba de recibirlo. Soy Rodrigo de Aranjuez, el bibliotecario del duque. ¿Y vos...?
—Matt. Matt O'Brien.
—¿Puedo preguntaros de dónde sois? No logro situar vuestro acento. ¿Irlanda? —preguntó, mirando el anillo que Matt tenía en el dedo. Un regalo de sus padres, que había pasado de generación en generación, con un rubí engarzado en un dorado nudo céltico.
—No —dijo Matt—. De una isla al oeste.
—Interesante —comentó Rodrigo—. No sabía que hubiera ninguna.
—Los colores son tan frescos y claros... —dijo Matt, mirando de nuevo el cuadro. Ni siquiera restaurado podía acercarse a la riqueza y transparencia de lo que ahora veía.
—El secreto de Van Eyck, o eso dicen.
—No. Es lo que todos pensaban, pero era un mito. Era la técnica. El óleo, y la forma en que construía los brillos.
El hombre pasó su mirada del cuadro a Matt.
—¿Entendéis de óleo?
—Por supuesto. Como todo el mundo.
—No exactamente —dijo Rodrigo. Se quedó un instante pensativo y añadió—: Me marcho hoy para reunirme con el duque. Creo que deberíais acompañarme. ¿Os gustaría conocerlo?
—¿A Federico?
—Es el único duque de Urbino que conozco. ¿Os encontráis bien?
Matt, sostenido por Rodrigo, recuperó el equilibrio. Las ropas, las pinturas, hablar italiano... había estudiado este período tan bien y había pasado tanto tiempo en el país que eran como una segunda naturaleza para él. Pero conocer a Federico, el gran duque. Cómo o por qué había sucedido, no tenía ni idea: pero había pasado, eso era innegable. Y lo más extraño de todo, advirtió Matt, es que hasta que Rodrigo no mencionó al duque no advirtió de verdad dónde estaba. Era como si hubiera despertado de un sueño para encontrarse no en casa, sino en un lugar que conocía igual de bien.