—... un poco más y llegaremos tarde.
Era Anna. La respuesta se perdió mientras ella y su acompañante doblaban la esquina y desaparecían. Momentos después volvieron a asomar, a caballo ya, Anna delante seguida de Francesca. Partieron al trote.
Consciente de que el árbol no era más grande que él, Matt se concentró en pasar lo más inadvertido posible. Las mujeres continuaron cabalgando sin reparar en él. ¿Por qué camino se iría Leandro? Si giraba a la derecha, por donde ellas se habían marchado, tendría una posibilidad de no ser detectado. Pero si se dirigía a la izquierda, pasaría junto a los árboles, y Matt quedaría tan expuesto y vulnerable como el faisán de la caza ante el halcón del duque.
Contuvo el impulso de echar a correr, consciente de que sus pisadas en la tierra reseca sonarían demasiado fuertes y que la cobertura del bosque estaba demasiado lejana. ¿Cuánto tendría que esperar? Ya parecía una eternidad. La brisa tiraba de él, agitando las secas ramas de las higueras. La puerta chirrió, y Matt se quedó rígido, agarrando la áspera corteza hasta que le dolieron los dedos. No apareció nadie. No oyó el ruido de ninguna pesada bota.
La puerta volvió a quejarse; el agudo chirrido terminó entrecortadamente y empezó de nuevo. Seguía sin aparecer nadie. Pasaron los minutos, y la brisa jugueteó entre los árboles, la luz del sol chispeó entre las hojas, dibujando ondas sobre la hierba, hasta que incluso la presencia de Anna empezó a parecer un sueño. Oculto tras el árbol, Matt empezó a sentirse impaciente, y luego ridículo. Leandro no podía estar dentro. No sería capaz de pasar ni cinco minutos en una iglesia desierta. Además, habría sido el primero en marchase. Matt se soltó del árbol y se apoyó contra él, preguntándose qué habría estado haciendo Anna puesto que Leandro no estaba allí. Leandro había faltado a la cita. Eso era: no tenían forma de comunicarse, no podía hacerle saber que había sucedido algo que impedía acudir a su encuentro regular.
Se acercó con cautela a la iglesia, subió los pocos escalones y empujó la puerta, medio entornada. El viejo cerrojo, oxidado casi por completo, no estaba encajado en su sitio, y la puerta chirriaba. Había sido el viento. Matt cruzó el umbral y se detuvo, conteniendo la respiración mientras esperaba en medio del silencio a que sus ojos se acostumbraran a las sombras. Las estrechas ventanas, apenas rendijas, dejaban entrar finas lanzadas de luz que marcaban el suelo de piedra y las sólidas columnas que flanqueaban la nave. El aire, fresco después del calor de la tarde, olía a ladrillo antiguo y a cedro, con un leve aroma de incienso. No había nadie.
No era un gran sitio de encuentro para amantes, pensó Matt. En la nave sólo había un viejo banco polvoriento junto a una columna, como si alguien hubiera empezado a arrastrarlo y luego se lo hubiera pensado mejor. El altar estaba desnudo, el burdo granito desprovisto de cualquier adorno. Tras el altar, en torno a la curva de la nave, Matt encontró una abertura en la piedra con estrechos escalones que se perdían en la negrura. La cripta, pensó, o la sacristía original, pero su curiosidad quedó superada por un miedo infantil a los espacios cerrados y oscuros que nunca había desaparecido del todo. ¿Y por qué debería haberlo hecho? Recelaba de los adultos que decían haber desterrado todos sus terrores infantiles.
¿Dónde estaban los frescos de los que le había hablado Rodrigo? En ningún lugar de la nave. Matt se asomó a una entrada, esperando que condujera a una capilla, pero descubrió que era el pasadizo hasta un pequeño claustro. El jardín desatendido, ahogado de flores y hierbas altas, estaba lleno de cigarras y saltamontes. Las golondrinas habían anidado en los voladizos de los hermosos arcos, apoyados por finas columnas de granito gastado. Matt dobló la esquina y se detuvo en seco, sorprendido al descubrir la pequeña habitación, separada de la arcada por una muralla baja y columnas, y oculta a la vista por el jardín. Dos columnas en el centro sostenían las bóvedas gemelas, cruzadas por estrechas aristas de piedra, y a lo largo de la pared del fondo una fila de altas ventanas, abiertas al cielo, dejaban entrar la suficiente luz para dar al lugar un brillante calor. Al contrario que la iglesia, la cámara estaba totalmente amueblada. Así que aquí es donde ella viene todos los días, pensó Matt, que seguía aturdido ante la visión que tenía delante. Éste era el secreto de Anna, su refugio privado, el lugar donde desaparecía con sólo su más íntima sirvienta como compañía, cuando todos los demás se retiraban a dormir la siesta.
Los muebles eran sencillos, no tan ricos como Matt habría esperado de una mujer del refinamiento y la posición de Anna. Un taburete, una larga mesa bajo las ventanas, un amplio anaquel a un lado, sobre una fila de cajones, y una silla. En el anaquel había un arco iris de colores en jarras de vidrio, junto a altos escanciadores de aceite, claros y amarillos, y pequeños tarritos. Matt tomó uno que contenía un líquido incoloro y le quitó el corcho. De inmediato advirtió el dulce olor mentolado del aceite de lavanda. Bajo el anaquel, apoyado contra la pared, había brillantes tablas blancas de distintos tamaños, sin pintar, con superficies tan lisas e inmaculadas como el más fino mármol pulido de Carrara. Matt contempló la tabla que había en el banco, boca arriba. Sólo una parte era aún blanca, el resto estaba lleno de cielo azul, y la blancura más oscura de una nube, y en el centro, con las alas arqueadas en pleno vuelo, la esbelta forma de una golondrina.
En la mesa había una fila de pequeños cuencos, cada uno lleno con los brillantes colores de la témpera, y un puñado de pinceles, el pelo aún mojado, de haber sido usados recientemente. Matt dejó la tabla y tomó el boceto que estaba apoyado contra la pared. Una serie de pájaros, realizados con punta de plata sobre papel grueso, volaban en una hoja repleta de rápidos estudios y detalles terminados. Anna no era ninguna de esas aficionadas que se dedican a reproducir agradables escenas bucólicas; ésta era la obra de una artista seria. Matt recordó su insistencia en que explicara más detalles cuando el duque le preguntó por la pintura al óleo, los vívidos recuerdos de su niñez, cuando pintaron un fresco en la casa de sus padres.
Tras estudiar la habitación, Matt descubrió un puñado de tablas sin terminar entre los cajones y la pared. Los revisó rápidamente, dirigiéndoles apenas una mirada (ángeles, alegorías, escenas del bosque, un retrato sin terminar) antes de encontrar las dos que estaba buscando. Las sacó y las colocó una al lado de la otra contra la pared del anaquel. Sí. Tomó la tabla del banco y la puso a la derecha de las demás. Eso es, pensó, contemplando satisfecho los tres cuadros. De izquierda a derecha, de un panel a otro, igual que tenía en su despacho del museo, una golondrina se alzaba en el claro cielo azul.
15
He llegado por fin al corto día, pensó Matt mientras caminaba por el sendero, sus zapatos aplastando la grava. Y a la larga sombra cuando las colinas se vuelven blancas y la hierba palidece. Aún ansiando... ¿qué? Buscó en vano en su memoria. Proyectar su hechizo... no. Aún ansiando... imposible. Su mente estaba vacía. Se detuvo, frustrado, y abrió el delgado volumen que tenía en las manos. Aún ansiando seguir verde. Por supuesto. Larga sombra, colinas blancas, hierba pálida, aún ansiando... seguir verde. Bastante fácil de recordar. Lo intentó de nuevo, recitando entre dientes mientras continuaba caminando, sólo para detenerse de nuevo al doblar la esquina del seto, recortado para representar a los animales saliendo del arca, de dos en dos.
Anna estaba allí, leyendo, sentada en un banco de piedra a la sombra de los altos chopos del parque. Botticelli podría haberla pintado, vestida de blanco a la luz de la mañana, todavía dorada por el sol madrugador. El suave aire estaba cargado del rico olor del romero y la lavanda, del melocotón y el limón de los árboles junto a la alta muralla de ladrillo que bordeaba el jardín por la cara norte. Su vestido de seda, rematado en el cuello por una fina trenza de oro revestida de negro y plata, tenía anchas mangas abiertas, atadas para mostrar la blanca camisola de debajo.
Matt empezó a caminar de nuevo, fingiendo estar enfrascado en la lectura del libro.
—¿Qué estáis leyendo? —le preguntó Anna cuando se acercó.
Francesca, sentada en un banco cercano, con la aguja haciendo guiños al sol mientras bordaba un cuadrado de seda, alzó la cabeza.
—Contessa —dijo Matt con una profunda reverencia—. Dante —respondió— , la gran Canzone. —Empezó a leer en voz alta—: «He llegado por fin al corto día y a las sombras cuando las colinas se vuelven blancas y la hierba palidece...»
—Tristes pensamientos para un hermoso día de verano —comentó Anna.
—Pero un poema maravilloso —replicó él—. «Aún ansiando seguir verde —continuó—, atrapado en esta dura piedra que habla y oye como si fuera una mujer...»
Su voz se apagó. Había parecido una buena idea; así se hacían las cosas. En el fértil suelo de una hermosa mañana de verano, regada por la bruma de la fuente, acompañada de su dulce música, nutrida por los cálidos rayos de un sol benevolente, la semilla de la poesía debería echar raíces y germinar, ofreciendo los tiernos, vulnerables frutos de un amor naciente. ¿Y qué podía ser mejor que la Canzone? La complejidad, ése era el problema. Definitivamente enviaba un mensaje confuso, cosa que estaba bien para un poema pero que simplemente enturbiaba el tema. Tendría que haber elegido Miracolo d'Amore, pensó, aunque no sepa cantar. El mensaje estaría entonces claro.
—Tenéis razón, es una obra soberbia —reconoció Anna—. Mucho mejor que esa estúpida canción sobre el milagro del amor a la que hemos estado sometidos últimamente. Pero siendo mujer, siempre me parece que ese verso que acabáis de leer es un poco extraño —añadió—. Dura piedra. ¿Quién quiere ser comparado con una dura piedra?
—Buen argumento —respondió Matt—. Pero no creo que se refiera a una mujer. Creo que está hablando del invierno.
—Eso es una perspectiva norteña. ¿Todo os hace pensar en el hielo y la nieve? ¿Os recuerda mi vestido a una nevada?
Matt estuvo tentado de decir que, ahora que lo mencionaba, su muslo, silueteado por la pura seda, recordaba una suave pendiente bajo la nieve fresca.
—Me hace pensar en Fra Angélico —dijo en cambio.
—¿Os recuerdo a un monje?
—A un cuadro suyo —respondió él, advirtiendo mientras lo hacía que estaba empeorando las cosas. Pero Anna no pareció tomarse a mal el comentario.
—¿A cuál?
—El ángel, en una de las celdas de San Marco.
—No lo he visto.
—¿Por qué no le pedís a Lorenzo que os lo muestre? Podrá hacerlo sin problemas. Tiene una celda propia.
—Se lo pedí. Pero son dominicos. Cuando dicen que las mujeres tienen prohibido el acceso, hablan en serio.
—Entonces, si no es el invierno, ¿cómo entendéis el significado de Dante?
—Creo que está describiendo el corazón humano.
—No había pensado en eso —dijo Matt.
—No estáis hecho de dura piedra.
—Eso me gusta, ¿sabéis? Tiene sentido —dijo Matt, consultando el poema—. Esta parte de aquí: «Ahora cuando la sombra de las colinas es más negra, bajo el hermoso verde, esta hermosa mujer hace que desaparezca por fin, como si ocultara una piedra en la hierba.»
—¿Queréis sentaros? —preguntó Anna.
—Gracias —respondió Matt, tomando asiento en el banco junto a ella. El perfume que llevaba Anna, familiar y no demasiado dulzón, como rosas silvestres o madreselva a la vera de un arroyo, se mezclaba con el de las flores y el olor a almizcle del seto. Pudo ver la finura de su pelo, pudo sentir lo cerca que estaba su pierna de la suya. No podía evitar sus ojos, pero tenía miedo de mirarlos.
—¿Qué estáis leyendo? —preguntó él, mirando el pequeño volumen que ella tenía en las manos, encuadernado en piel blanca de ternera—. ¿Algo más moderno?
Anna abrió el libro:
—«Soy una joven doncella, y disfruto y canto en la nueva estación» — recitó.
—«... gracias al amor y a mis dulces pensamientos» —concluyó Matt—. ¿Es así como sigue?
—Sí. ¿Lo conocéis?
—La novena jornada. Es una de mis partes favoritas. Aprendí el toscano con el Decamerón. Acabo de releerlo. Pero ahora he olvidado cómo sigue el resto.
—«Camino por verdes prados contemplando las flores blancas y rojas y bermejas, y las rosas sobre sus espinas y las blancas azucenas...»
—¿Qué hay de las flores azules? —interrumpió él.
—Demasiado tristes.
—Miradlas —dijo Matt, señalando el lecho de lirios que tenían delante—. Son azules. ¿Parecen tristes? A mí me parecen bastante felices.
—Eso es el amarillo que hay en ellas.
—Me rindo a una autoridad superior —dijo Matt—. Conocéis los lirios mejor que yo.
—¿Por qué lo decís?
—Vuestra compresa. —Matt indicó el alfiler que ella, como muchos hombres jóvenes y muchas mujeres, llevaba en el pecho de su vestido como símbolo personal. El de Anna, que había advertido el primer día que la vio, eran tres lirios, flores de azurita y topacio engarzadas en oro con tallos de plata.
»Tres flores, cada una con tres pétalos —dijo Matt—. Simbolizan la sagrada trinidad. Pero también los tres significados del lirio: valor, sabiduría y fe.
—Sabéis mucho sobre el tema. ¿Sois jardinero?
—No. No tengo ni el tiempo ni la paciencia necesarios. Un jardín bien atendido es una obra de arte.
Matt se estremeció por dentro: ¿de verdad había dicho eso? Por ese motivo nunca hablaba de arte con nadie. Sus ideas, que le parecían tan naturales (más una manera de ver cosas que ideas), inevitablemente parecían banales y pretenciosas cuando las expresaba en voz alta. Anna, que no había respondido, era evidentemente de igual parecer. Matt trató de pensar en algo que mitigara la observación.
—Tenéis razón —dijo Anna antes de que él retomara la palabra—. Una de las mayores formas de arte, podríamos decir, porque combina elementos de todos los demás.
—Es cierto —respondió Matt, dirigiendo una rápida mirada a su rostro. ¿Se estaba burlando de él, o realmente hablaba en serio?—. Como la pintura, se basa en el color y la composición.
—Y como la escultura, en el volumen y el espacio.