—Lo siento —dijo él, advirtiendo que ella estaba de pie a su lado—. ¿Habéis hecho esto? Es soberbio. Habría jurado que era del mismísimo Masaccio.
—Lo hizo él. Me halagáis al pensar que yo podría dibujar algo así.
—Pero eso es imposible —replicó Matt—. Ninguno de sus dibujos ha sobrevivido.
—Éstos son suyos.
—No puedo creerlo.
—Yo tampoco pude. Oí hablar de ellos por pura casualidad. Y luego hicieron falta muchos esfuerzos para localizarlo. Fue el nieto del hermano de Masaccio...
—Lo Scheggio —dijo Matt. El Astillero, lo llamaban. También artista. Se había especializado en cassone y desci da parto, los platos ceremoniales para celebrar los nacimientos.
—Sí. El nieto era un viejo borracho, un abogado en las circunstancias más miserables. Pero fue difícil negociar con él. No fui muy buena a la hora de disimular cuánto quería los dibujos.
Dibujos. Ella había usado el plural. Matt, sin apenas atreverse a esperar nada, contuvo la respiración mientras sacaba el dibujo del cajón. No pudo dar crédito a sus ojos.
—La distribución de los bienes —dijo.
—¿Lo habéis visto? —preguntó Anna.
—Me he pasado horas allí. Sería incapaz de contar cuántas. Mirar los frescos, dibujarlos él mismo... como habían hecho generaciones de artistas que habían peregrinado hasta la capilla para ver la sorprendente obra que estaba creando aquel joven. Algo como nunca antes se había visto; Masaccio había continuado donde lo había dejado Giotto. En las paredes de aquella pequeña capilla había nacido el Renacimiento.
—La iglesia del Carmine era nuestra parroquia —dijo Anna—. Veía estas pinturas a diario. Los Brancacci eran amigos de la familia. Hasta que Felice fue desterrado, claro.
—Los evangelistas deben de seguir allí todavía —dijo Matt—. En el techo. Y los laterales, con Cristo caminando sobre las aguas y la llamada de san Pedro.
—Bueno, por supuesto —dijo Anna, levemente sorprendida—. ¿Por qué no iban a estarlo? ¿Cuándo estuvisteis allí por última vez?
—Hace diez años, al menos.
— Puede que os viera.
—Posiblemente —dijo Matt, pensando que diez años antes para él eran quinientos años en el futuro para ella. Alzó el dibujo reverentemente, colocándolo en lo alto del mueble—. Excelente —dijo, al ver el que había debajo.
—Ése es mío.
—Sí, lo sé —dijo él—. Realmente habéis captado la sensación. Y lo había hecho: el neófito, esperando su turno para ser bautizado, parecía tener frío, realmente.
Anna se encogió de hombros y apartó el dibujo de la vista.
—No, lo digo en serio. Es un don, y vos también lo tenéis. ¿Por qué os molesta?
—Él era un gran artista.
—Y eso significa que vos no podríais serlo jamás. Ya veo. Oh, Dios mío —exclamó emocionado al ver el dibujo que había debajo. La expulsión. Adán, cubriéndose el rostro con las manos, lleno de remordimiento. Y Eva. Se podía oír su quejido de angustia. ¿Era posible? Seguía sin dar crédito a sus ojos, pero en su mente no había ninguna duda. Al mirar el dibujo supo que era el estudio del propio Masaccio para la pintura más celebrada de los principios del Renacimiento. Matt tocó el papel. Era bastante real.
—En esas paredes es donde vi por primera vez el rostro de Dios —dijo Anna—. ¿Sabíais que Filippino las está terminando? —añadió, como cohibida por su momento de candor.
—Alguien me preguntó una vez adónde iría si supiera que me quedaban sólo veinticuatro horas de vida —dijo Matt—. No lo dudé. La capilla Brancacci, contesté al instante, sin vacilación.
—¿De verdad?
—Sí, aunque de todas formas partí al día siguiente. Sólo para ver las pinturas. Sé qué queréis decir al hablar del rostro de Dios. —Matt la miró—. ¿Conocéis a Filippino?
Cincuenta años después de la muerte de Masaccio, Filippino Lippi había empezado a completar las paredes de la capilla.
—Hizo una Madonna para la capilla de nuestra casa —respondió ella—. Es muy bonita.
Pero no como esto, pensó Matt, mirando de nuevo el boceto.
—No como esto, naturalmente —dijo Anna.
Una semana más tarde, la pintura de Anna estaba casi terminada, y las flores de Matt ya tomaban forma en el pequeño plato de cobre.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Anna.
—Ensombreciéndolo —replicó Matt, pasando el pincel sobre uno de los tallos.
—Pero eso es rojo, no negro —dijo ella, apoyando la mano en el banco mientras permanecía de pie junto a él. La fina seda de su vestido, un amarillo azafrán casi anaranjado, titilaba a la luz de los altos ventanales.
—El negro lo estropeará. Acabará pareciendo sucio. Tomad, probadlo vos misma —dijo él, y le tendió a Anna el pincel y se hizo a un lado. Ella lo humedeció en la vasija, refrescando la pintura y haciendo que calara en el pelo, para luego afinar la punta contra el borde. El esmalte rojo, transparente y brillante, resbaló hacia el interior de la jarra. Con mano firme, ella empezó a aplicar el color en pequeñas pinceladas.
—Así no —dijo Matt—. ¿Puedo?
Tomó el pincel y se inclinó delante de ella. Anna se quedó donde estaba, lo bastante cerca para que los pliegues sueltos de su vestido le rozaran la pierna. Matt se apoyó en la mano izquierda y alzó el pincel, preparado para colocarlo en la tabla, y entonces se detuvo, súbitamente, consciente de la mano de ella apoyada en su hombro mientras se inclinaba para ver lo que hacía. Pensó en otro día, un avión ascendiendo hacia el cielo gris ante el sonido de la marea lejana y en un hombre así, inclinado hacia delante, la mano extendida, en equilibrio entre dos mundos. Mientras sostenía el pincel, Matt supo que era decisión suya, que la mano de Anna sobre su hombro era una piedra angular entre ellos, entre un mundo y otro. Podía ignorarlo, o podía mirarla.
Apenas tuvo que mover la cabeza. Absorta en el pincel y el cuadro y en lo que estaba a punto de suceder, Anna no advirtió su mirada. Y allí estaba, aquella mirada de contemplación, como la primera vez que la vio, cuando lo único que sabía de ella era el cuadro. ¿Cómo podía haber parecido tan completo? Dentro de cada mundo hay otro, pensó, todos esperando a ser descubiertos.
—¿Preparada? —preguntó.
Anna lo miró. Sus ojos, de un verde profundo, eran como jade entremezclado con el más fino bermellón. Pero mucho más que eso, pensó él; ningún pintor podría captar jamás lo que él veía, un mundo sin nombre. Cuando ella asintió, Matt volvió a mirar el cuadro. La mano de ella permanecía en su hombro.
El pincel fue descendiendo y terminó en un trazo largo.
—¿Veis? —dijo—. El óleo es diferente. Trazos largos.
—Me muero de ganas de probarlo —dijo ella, mientras se separaban de la mesa—. Creo que ahora mismo voy a empezar el siguiente.
La tabla que Matt había preparado con cuatro piezas de chopo lombardo cuidadosamente unidos, con un nudo lleno en la superficie con plomo blanco, estaba apoyada contra la pared, en el borde de la mesa. La composición, dibujada con punta de plata ya estaba esbozada: el pájaro alzando el vuelo contra las nubes.
—Tenéis que terminar el que estáis trabajando —dijo Matt.
—¿Tengo? ¿Es una orden?
—Una petición —dijo Matt—. Pero lo suficientemente sincera para tener el peso de una orden.
—¿Qué os importa si la termino o no?
—Dentro de treinta años, cuando lo miréis, desearéis haberlo hecho.
—¿Eso? —preguntó Anna con una carcajada, mirando el cuadro—. Sinceramente, dudo que dentro de treinta años lo esté mirando.
—Yo sí.
—¿Vos? ¿Y cómo lo tendréis?
—Vos me lo daréis.
—¿Esperáis que os lo dé? ¿No es correr demasiado?
—Acabáis de decir que no lo queréis. Yo sí.
—Muy bien. Lo terminaré. —Anna recogió su pincel y añadió una gota de verde al blanco, y lo agitó—. ¿Por qué os marchasteis de casa? —preguntó mientras empezaba a dar sombra a la parte inferior de las nubes.
—No había ningún motivo para quedarme —respondió Matt, limpiando el esmalte rojo de su pincel—. ¿De dónde sacáis este amarillo? —preguntó, recogiendo uno de los platos que ella tenía delante.
—Es sólo plomo y estaño.
—¿Tan vívido? No lo creo. Mirad eso —dijo él, ladeando el plato para que el color corriera a un lado y a otro—. Es maravilloso.
—Es de un fabricante de vidrio de Murano.
—Para esmaltar cerámica —dijo Matt.
—No. Dejé de usarlo hace tiempo. El color es demasiado débil e insípido. Éste es el que se usa para hacer cristal. —Me pregunto si funcionaría con óleo.
—¿Por qué no intentarlo?
—Se vería magnífico, junto al ultramarino...
—¿Os referís al ultramarino especial para suelos? —preguntó ella, tendiéndole una vasija del estante.
—Un secreto que aprendí de Van Eyck —dijo Matt. Vertió parte del polvillo blanco en el gran plato de cristal usado para moler colores.
—¿A qué os referís con eso de que no había ningún motivo para quedaros?
—Mis padres han muerto, mi hermana tiene una familia propia.
—Pero es vuestro hogar. ¿No lo echáis de menos?
—En realidad, no.
Al decirlo, Matt advirtió que no lo echaba de menos en absoluto. El mundo que había dejado atrás le parecía ahora completamente irreal, como un sueño que alguna casualidad le hubiera hecho recordar días más tarde. Ahora era un mundo velado en una bruma que lo oscurecía todo menos algún detalle vívido y ocasional, aislado y curiosamente desproporcionado.
—Así que no tenéis raíces.
—No soy una planta, ¿por qué habría de tener raíces? Lo sé, lo sé... otro no —dijo, levantando la mano antes de que ella pudiera hablar—. Pero los seres humanos están dotados de pies, no de raíces. Nos diseñaron para ser nómadas. Esta idea de quedarse en un solo sitio es un invento reciente.
Empezó a añadir aceite de linaza al color, y el denso y viscoso líquido brotó de la esbelta botella como miel fría. El aceite de color paja cayó como las primeras gotas de lluvia tras una tormenta, cada una aplastando levemente el montoncillo de polvo amarillo antes de correr a un lado y fundirse lentamente con las demás.
—Hay demasiadas cosas en el mundo para que yo me sienta atado a un lugar —añadió, usando la espátula adelante y atrás, con naturalidad, como si estuviera untando una tostada de mantequilla, para mezclar los dos en una pasta aceitosa y abultada.
Anna alzó la punta del pincel de la tabla e hizo una pausa.
—Quiero ver el Partenón —dijo—. He estado en Venecia. Hace mucho tiempo, cuando no era más que una niña, vi al dux lanzar su anillo al mar desde el Bucentauro el día de la Ascensión. El Partenón... algún día. Puedo verlo, casi como si ya hubiese estado allí.
—Espero que lo hagáis. Es una de las pocas cosas que veréis que es más real de lo que podáis imaginar. La gente habla sobre la música de las esferas. No sé mucho de eso, pero sí sé que ver la luna alzarse sobre el Partenón es lo más cercano que se puede estar de escucharla.
—Y Alejandría, y las grandes pirámides, y el Nilo. ¡Sería tan sorprendente! Pero al mismo tiempo no creo que pudiera dejar todo esto. Es mi hogar. Curioso, ¿no? Ansío ver todos esos lugares de los que he oído hablar. Llegan viajeros, o comerciantes de Florencia y Venecia, o alguien como Kamal, y no me harto de las historias que cuentan. ¡Las maravillas que hay por ver! He oído hablar de desiertos más grandes que océanos y de montañas tan altas que nadie ha visto su cima. Pero sé que si estuviera allí, soñaría con este sitio. Y lo echaría terriblemente de menos. Puedo imaginar todos esos lugares, y más, pero lo único que no puedo imaginar es no tener un hogar. Incluso el águila salvaje tiene un nido en alguna parte.
—Entonces algún día yo encontraré el mío —dijo Matt.
Tomó la moleta, un pesado champiñón de cristal con el fondo plano. Se inclinó sobre la superficie de la mesa, y la movió en lentos círculos regulares para moler el pigmento cada vez más y más fino hasta que pareció como si estuviera agitando un plato de girasoles líquidos. Mientras lo hacía añadió el cristal que había pulverizado en un mortero a partir de los añicos de una copa de Murano. Lisl había sacudido exasperada la cabeza ante su insistencia, pero no valía cualquier copa: era el plomo en el cristal lo que necesitaba como secante para el óleo. Matt usó la paleta para recoger la densa pasta, vertiéndola con cuidado en una jarra que luego puso junto a las demás.
—¿Qué os llevó a hacer esto? —preguntó.
Agitó los hombros para desperezarse, tratando de relajar los músculos agarrotados. Había olvidado la pesada carga física que suponía el acto de pintar. Cuánta concentración y control hacía falta para que el pincel se convirtiera en una extensión de su mano y de sus ojos, cuánto esfuerzo muscular requería permanecer de pie quieto, hora tras hora. Tomó un papel que había usado para hacer un boceto de las flores y empezó a doblarlo.
—La iglesia no se utilizaba desde hacía años —dijo Anna—, y quería intimidad.
—Me refiero a pintar —precisó él, doblando el papel por la mitad. Hizo otro pliegue, éste en diagonal, y luego uno más grande, primero a un lado y luego a otro—. No es algo...
—... ¿que hagan las damas? —preguntó Anna, terminando la frase por él.
—Bueno, ¿lo es?
—No, no lo es.
Matt se encogió de hombros, su atención en el papel. Hizo un pliegue más largo, primero a un lado y luego a otro, y luego alzó la cabeza cuando quedó claro que ella no iba a continuar hablando.
—Por mí no hay problema —dijo, abriendo las manos—. Creo que es maravilloso.
—Sois de mentalidad muy abierta.
—Viajar ensancha las miras. De donde soy yo, hay montones de mujeres que pintan. Sólo sentía curiosidad por ver qué os impulsó. —La miró, y de pronto comprendió algo—. Veréis, creo que no os dais cuenta de lo buena que sois.
—¿Pensáis que soy buena?
—¿Habláis en serio? —preguntó Matt. Extendió la mano y cogió la tabla de la golondrina y se la tendió—. Esto habla por sí mismo. Vos lo creasteis, pero ahora existe por su cuenta. Lo que vos penséis o lo que yo piense no crea ninguna diferencia. Como el Partenón. ¿Importa lo que piense nadie?