—Ha sido usted de gran ayuda, profesor Kalil —dijo Matt—. Me resulta imposible expresarle todo mi agradecimiento.
—Si me permite que se lo pregunte, señor O'Brien, ¿por qué es tan imperativo que encuentre a nuestro común amigo?
—Profesor, ¿cree usted en los viajes en el tiempo?
—¿No es eso lo que estamos haciendo ahora mismo? ¿Viajar en el tiempo?
—Sí, pero me refiero hacia atrás, hacia el pasado.
—Viajó usted en el tiempo para llegar hasta aquí. El mundo que dejó, Nueva York, está seis horas detrás de nosotros.
—Pero eso es sólo cuestión de conveniencia. Si llamara a un amigo mío por teléfono puede que allí fuese medianoche y aquí la madrugada, pero estaríamos hablando al mismo tiempo. Seguimos estando en el mismo mundo.
—¿De veras? Cuelgue el teléfono, ¿y dónde estará? No en mitad de la noche en Manhattan. Manhattan deja de existir. Está usted aquí, no importa lo que esté sucediendo allí. El tiempo es sólo un aspecto de las cosas. La menos importante. Esta idea suya de viajar adelante y atrás en el tiempo es hermosa, pero completamente confusa. Si quiere comprender lo que ha experimentado, hay que dejar atrás esta idea de que el tiempo es secuencial, como las estaciones de una línea de trenes.
—¿Cómo sabe usted lo que he experimentado?
—Señor O'Brien, puede que yo sea viejo, pero no he perdido por completo mis sentidos. Está claro por su pregunta que viene a hablarme de viajar entre mundos.
—Sí —admitió Matt, y le contó lo sucedido con el studiolo y todos los acontecimientos sucedidos desde entonces.
—¿Ve? —dijo Kalil—. No he perdido mis sentidos, ni usted tampoco. Pero ése es precisamente nuestro problema, que somos cautivos de nuestros sentidos. De eso tratamos en Copenhague: la conducta de la materia a nivel subatómico no se corresponde con nuestra experiencia del mundo físico. La física de Newton es perfecta para nosotros. Vemos a un tigre corriendo hacia nosotros y huimos. Mi coche choca contra el suyo, el mío es más grande, usted muere. Si disparamos un cañón, la bala sube y luego baja. Pero esto no tiene ninguna relación con la forma en que realmente se comporta la materia. Lo que nos dicen nuestros sentidos no tiene ninguna relación con la manera en que el mundo funciona o está construido. Excepto una cosa, claro: nuestro sentido del humor. Es la única aprehensión directa del mundo real que tenemos.
»La materia es energía. Es una partícula y una onda, todo al mismo tiempo; está en todas partes y en ninguna, es todo y nada. Y la realidad subyacente es que no existe sólo el mundo que conocemos, sino un número infinito, todos ellos existiendo simultáneamente. Eso no es una teoría, señor O'Brien, es la verdadera naturaleza de las cosas, independientemente de lo que veamos o pensemos.
—Como el Partenón.
—Si usted quiere. Pero sería un grave error pensar en esos mundos como universos paralelos, como libros en un estante. Son las facetas de una joya. Cada una distinta e igualmente real, pero cada una refractando la misma realidad esencial. Un hombre camina por la calle un día soleado. Mira un escaparate, un gran escaparate de vidrio perfectamente pulido. Lo ha hecho usted muchas veces, ¿verdad? En el escaparate ve usted un mundo de infinitos detalles. Brillante, tan real como puede serlo. Pero entonces advierte sombras moviéndose al fondo. Ajusta su mirada, y de repente el mundo brillante y soleado que parecía tan real se convierte sólo en un reflejo, una ilusión que ahora ve más allá de lo que hay realmente.
Kalil sacó un cigarrillo del paquete, lo encendió tras varios intentos frustrados y exhaló el humo, sacudiendo la cerilla.
—El aire, señor O'Brien —dijo—, es el mar en el que nadamos. Y es invisible para nosotros, como el agua. Pero piense en los mundos que encontramos, aquí mismo... —Hizo un gesto con la mano y preguntó—: ¿Qué hora es ?
—Las cinco.
—¡Ah, la hora de mi programa!
Kalil tomó el mando a distancia que tenía al lado y lo pulsó. Una televisión de pantalla grande cobró vida en medio del jardín mientras el familiar tema de South Park resonaba en el patio. Kalil se moría de risa, temblando como un árbol viejo en una tormenta. Considerando que su entrevista había acabado, Matt se levantó discretamente.
—Quédese, quédese —le pidió Kalil—. Tome —dijo, tendiéndole el mando a distancia—. Elija algo que quiera ver. Antena parabólica. —Se acomodó en la silla de enea mientras Matt, reacio, volvía a sentarse—. Ni siquiera sé cuántos canales hay. Adelante.
Matt cambió de canal. Un noticiario en turco fue sustituido por un culebrón en español. Rostros fruncidos que discutían de política fueron reemplazados en un instante por un pelotón de hombres, en blanco y negro, que patrullaban cautelosos un campo de altas hierbas. Ballenas, dinosaurios, imágenes tomadas desde satélites meteorológicos... Luego fue zapeando más y más rápido, hipnotizado, imagen tras imagen con velocidad creciente hasta que todas se fundieron. Levantó el dedo del mando y el borrón se aclaró, con una lenta ruleta, en la pauta aleatoria de varas y palos multicolores que le trajo a la mente un recuerdo antes de que el reconocimiento se hiciera cargo y la rueda se detuviera: el studiolo, los bordes de los armarios interiores. La pauta se disolvió en una escena de prosaica sencillez: una calle, con carruajes, y gente paseando por las aceras. Por algún motivo (los cafés, las farolas, las piedras del pavimento) pensó que debía de tratarse de algún lugar de Europa. Escandinavia, tal vez, a juzgar por la claridad de la luz, o el norte de Alemania.
Matt cambió de canal. La misma calle, la misma gente. Un tranvía doblaba la esquina, una mujer con un cochecito de bebé charlaba con una amiga, la sombra de una nube cruzaba una fachada. Cambió de canal y otra vez encontró la misma escena: el tranvía estaba más lejos. Al cambiar de canal avanzó por la calle como en una película antigua, saltando un poco entre fotogramas, pero por lo demás igual. ¿O no? Se detuvo. La mujer del cochecito de bebé no estaba. Volvió atrás. Estaba allí. Retrocedió otra vez. Había un hombre agarrado al tranvía, a punto de bajarse, que antes no estaba. El hombre se apeó y se fue caminando despreocupadamente por el lugar donde había estado la mujer charlando. Matt fue adelante y atrás, un canal tras otro, comparando detalles. La luz era diferente: no la hora del día o las sombras, sino la cualidad de la luz en sí. El tranvía había llegado a su parada y se detenía, los pasajeros bajaban y esperaban para subir, y un camarero limpiaba la mesa en el café. Matt avanzó varios canales, deteniéndose lo suficiente para que se formara la imagen. Siempre la misma calle y siempre la misma escena, pero ligeramente distinta cada vez.
Volvió a aparecer la criada de Kalil, que le dirigió una severa mirada como si se hubiera aprovechado de su recibimiento. El viejo profesor estaba profundamente dormido en su silla. Matt dejó el mando a distancia sobre las fotografías que le había mostrado a Kalil y siguió a la mujer escaleras arriba, atravesando el pasillo oscuro y silencioso hasta llegar a la ruidosa calle.
24
El edificio no era lo que Matt esperaba cuando reservó habitación en el hotel y le mostró la dirección a la recepcionista.
—Esta calle no está lejos —le dijo a Matt en un cuidadoso inglés, señalando en un mapa el trayecto desde el Hotel Europa— . Creo que lo mejor sería ir andando, si no le importa.
A Matt no le importaba, desde luego. Después de los interminables retrasos en lo que debería haber sido un vuelo corto entre Estambul y Praga, estaba más que dispuesto a caminar. Al igual que con Kalil, no quiso llamar con antelación: si había algo que encontrar en la Fundación Fleigander, lo mejor sería averiguarlo en persona. Por irracional que pudiera ser, sentía que estaba en la pista del elusivo científico, quien había resucitado del recuerdo para convertirse en una imagen borrosa en una fotografía, y ahora en una persona real. Klein estaba de algún modo conectado íntimamente con la Fundación, y era la mejor posibilidad que tenía Matt de encontrar el camino de regreso al Quattrocento. No tenía ni idea de cómo conseguirlo, pero Klein lo sabría. Todo esto había sucedido por su causa. Desde la restauración del studiolo a la serie de cuadros de golondrinas, Klein había jugado un papel clave. La respuesta estaba en él, y él estaba aquí, en alguna parte.
Se detuvo en la tranquila calle del extremo sur del distrito de Nove Mesto, más allá del verde oasis del parque de la plaza de Charles, y contempló la sencilla fachada cubista del edificio, o todo lo que podía ver detrás de la brumosa cortina de andamios. Las casas a cada lado eran blandos pastiches barrocos de color rosa pastel que a la luz de la tarde gris se veían ajados, como los decorados de una fiesta inacabable. El directorio del vestíbulo incluía a Fleigander (el nombre únicamente) en la planta superior. Matt subió las escaleras, dando vueltas al atrio central, dejando atrás puertas de cristal ahumado que sólo le devolvían una versión atenuada de sí mismo. La puerta, con el nombre Fleigander de nuevo en una pequeña placa a un lado, se abrió cuando probó el pomo: casi esperaba que estuviera cerrada con llave y que no hubiera nadie. Dentro encontró una oficina moderna, estilizados muebles tubulares y una mesa, detrás de la cual estaba sentada una muchacha de pelo corto y negro, teñido de plata en las puntas. Dejó de teclear y lo miró.
—He venido a ver al doctor Klein —dijo él.
—¿Su nombre?
—Matt O'Brien... Nos hemos visto antes —añadió, recordando por qué le había parecido familiar. Era la chica que tocaba el clavecín en el apartamento de Klein, cuando vio el dibujo de Leonardo.
—¿Sí? ¿Cuándo?
—Hace algún tiempo —dijo Matt. ¿Cuándo? Buena pregunta, desde luego. ¿En otra vida?
—Lo siento pero no lo recuerdo... Un momento —añadió, y salió por la puerta que había detrás de la mesa.
Mientras esperaba, Matt echó una ojeada a la recepción. Estaba decorada con monotipias abstractas en papel fabricado a mano, y podría haber sido la consulta de un psiquiatra muy famoso y exclusivo. En una mesa, bajo uno de los cuadros, había un jarrón con lirios, altos y frescos. Matt advirtió que el sencillo jarrón de vidrio era igual que el que había visto al despertar en el hospital.
—¿Ha preguntado usted por el doctor Klein?
Un hombre esbelto, no mucho mayor que él y vestido con un traje gris oscuro y un pañuelo en el bolsillo del pecho, tan pulcramente arreglado como su pelo, se acercó a Matt desde detrás de la mesa. La mujer volvió a sentarse y continuó tecleando.
—Sí —respondió Matt. También había visto a ese hombre con anterioridad. En la recepción para la inauguración del studiolo, cuando por error creyó que era Klein.
—¿Puedo preguntar con qué motivo? —El hombre se comportaba amablemente pero con frialdad, como un banquero que entrevista a un cliente que solicita un préstamo.
—Soy del Metropolitan. Recibimos un cuadro de ustedes.
—Sí. Confío en que fuera satisfactorio.
—Era exactamente lo que esperábamos encontrar.
—Muy bien.
—¿Y el doctor Klein? —preguntó Matt. En ese momento empezó a sonar un teléfono en la mesa de la secretaria, un suave tono doble.
—No está disponible —respondió el hombre. El teléfono dejó de sonar, sin ser atendido.
—¿Cuándo puedo verlo?
—No lo sé.
—Me gustaría hablar con él personalmente.
—Me temo que eso no va a ser posible.
—Es un amigo. Sé que querrá saber de mí.
—Incluso así. Por desgracia, no tenemos forma de contactar con él.
—Pero ésta es su oficina, ¿no?
—Ojalá pudiera servirle de ayuda.
—Lo sé, y se lo agradezco, pero si no está disponible, no está disponible. Permítame preguntarle una cosa más —dijo Matt, sacando el prisma de cristal que colgaba en la ventana del hospital—. ¿Qué piensa de esto?
—Es hermoso —respondió el hombre, alzándolo mientras Matt sujetaba la cadena—. Un trabajo excelente. Parece muy antiguo. Interesante detalle —añadió, acariciando uno de los rayos curvos.
—¿Verdad que sí? Pensé que tal vez lo hubiera visto antes.
—No. No que yo recuerde.
Matt volvió a guardar el prisma en el bolsillo interior de su chaqueta.
—Ya le he molestado demasiado —dijo—. Gracias.
Matt se abrió paso por entre la multitud que circulaba por el puente de Charles, ajeno al ambiente de carnaval, mientras pensaba en lo que había descubierto y en qué hacer seguidamente. Dejó atrás las guitarras y los mimos, los suaves coros de «all we are saying...», y las falsas maletas Prada expuestas sobre mantas, y se internó en los estrechos y serpenteantes callejones que subían la cuesta al otro lado del río. Había llegado a un callejón sin salida. Su entrevista en la Fundación confirmaba que Klein existía, ¿pero cómo podía encontrarlo? No había ningún Johannes Klein en el directorio de la ciudad, ni en la república checa. Pero cuando regresó al hotel y buscó en su ordenador portátil por Internet, la sequía se convirtió en diluvio: encontró cientos por toda Europa. Pudo verse a sí mismo convertido en el Diógenes que Rodrigo había mencionado en su broma, buscando no un hombre honrado sino al auténtico doctor Klein.
Matt subió la cuesta mientras la luz decrecía y el gentío iba desapareciendo hasta que sólo alguna ocasional figura solitaria pasaba en las sombras. Al llegar a lo alto contempló la ciudad, ensombrecida en un crepúsculo púrpura mientras el sol, que asomó entre las nubes para un último momento de gloria, tocaba el horizonte. Torres de cuento de hadas —imposible que fueran reales—, se alzaban hacia las nubes que flotaban sobre la ciudad, su suave tono gris brillando con un arco iris de colores, resplandeciendo con los últimos rayos del sol poniente. Caras facetadas de una joya, imaginó Matt, pensando en lo que Kalil había dicho, y sacó el prisma. Lo sostuvo por la cadena; las puntas en forma de llama de la estrella de cristal chispearon mientras la luz, menguante, era incapaz de liberarse en un arco iris propio. Pensó en la televisión de Kalil, en todas las diferentes versiones del tranvía y la escena callejera que había visto al cambiar de canales, todas distintas y todas casi idénticas. Pero, como los colores cautivos ocultos dentro del prisma, todas estaban allí, en el aire que vibraba a su alrededor.