Pero unos clavos, aunque fueran miles, no serían suficientes para crear un efecto semejante. ¿Qué más, entonces? Matt se devanó los sesos mientras tamborileaba los dedos sobre el teclado, pero no se le ocurrió nada. Se levantó, lleno de frustración. Tomó el globo de cristal de nieve y lo sacudió; el violinista agitó los brazos como un trapecista durante un terremoto cuando su mundo se volvió de repente del revés.
—¿Tú qué crees, Buster? —preguntó Matt—. Tal vez fue de verdad agotamiento. O fue sólo un sueño.
Ni idea, pareció responder el violinista, los brazos desplegados; sabes tanto como yo. Las manchas rojas alegraban sus mejillas, su brillante abrigo verde resplandecía alegremente. Matt lo soltó. Las notas revoloteantes se fundieron en un arco iris de colores. Colores, pensó Matt. Madera. Los clavos son magnéticos, el pegamento es un conductor, eso deja la madera. ¿Madera eléctrica? Imposible. Se sentía igual que las notas, flotando sin rumbo en el diminuto mundo del globo de cristal. Rojo y amarillo, verde y azul, una nevada de color.
Colores. Diminutas piezas de madera, decenas de miles. Todas ellas teñidas, dispuestas en pautas. Charles había tenido la precaución de analizar los tintes y recrearlos con el máximo parecido posible para las piezas de recambio. Matt lo había ayudado a completar el proceso. La fuente del color, raíces cortadas o remolacha, o incluso paja, se hervía con agua. La madera se hervía también, pero con lejía para hacerla más receptiva al tinte. Jabón de afeitar, normalmente. Y luego llegaba la parte más importante, fijar el color a la madera. Para eso era necesario un mordiente, como el fundente en la soldadura. Cinc o cloruro de estaño, o cromo, o acetato férrico... sales metálicas, las llamaban los químicos. Y Faraday ya se había establecido como el principal químico de la época cuando un amigo le pidió que escribiera un artículo sobre el magnetismo, dirigiendo su atención a la física.
Matt había usado todos los mordientes conocidos por los teñidores desde tiempos remotos. Con guantes, pues algunos eran corrosivos, como el ácido. Acido y base, pensó. Las sales metálicas transportaban pesadas cargas eléctricas. Colores alternos, cargas alternas. El mayor descubrimiento de Faraday fue el electromagnetismo.
Magnetismo en los clavos, pegamento como conductor, y madera cargada eléctricamente. Los paneles eran baterías.
¿Y qué? Su júbilo desapareció rápidamente. Seguía sin ser suficiente. Una batería no era un motor. Era un campo de fuerza, como un imán, pero latente. Y la fuerza que atravesó a Matt fue dinámica.
Todavía faltaba algo. ¿Qué era? Había algo más, algo gravitando en las sombras más allá del filo de la memoria. Cerró los ojos y pensó en el día de la conferencia de prensa. Se fue y entró en el studiolo. Deambuló. Estaba el zumbido de la voz amplificada de Petrocelli. El suave suspiro, apenas sentido, del aire circulando. Llegó a la pared más larga, se acercaba a la Jarretera y el punto de fuga. Su sombra se había movido por la pared, encontrando el círculo negro de la sombra grabada de la Jarretera. Empezó la vibración, un leve estremecimiento no en sus pies sino en sus huesos. Como un tren que se acercara, sentido antes que oído, fue creciendo, hinchándose, atravesándolo, mezclándose por fin con la brusca disonancia de la voz amplificada y convirtiéndose en la nota, la nota del lobo. Y eso era lo último que recordaba.
No. Había vuelto a pasar por alto algo importante. Atrás. Caminaba: la pared, el punto de fuga, su sombra deslizándose por la pared...
La sombra, delante y detrás de él...
Luz. La había sentido en la nuca, tan leve como el roce del aire circulando. No era de la ventana, en el hueco, que era la única fuente de iluminación del studiolo, sino una lanzada de luz desde la ventana de la iglesia. No tan fuerte como el sol de Umbría, pero luz de todas formas. A través de una hoja de vidrio.
El índice de refracción, pensó Matt. ¿Era eso lo que había intentado decirle Klein con la vara de cristal dentro del florero? En su más famoso experimento, Faraday hizo pasar un rayo de luz a través de un cristal con un alto índice de refracción y descubrió el diamagnetismo. Una fuente dinámica de energía, la luz, interactuando con otra latente, el campo electromagnético creado por la intarsia y los clavos. Un campo de fuerza.
Pero la luz no era débil. Matt alzó su mano derecha, la estudió, la volvió a un lado y a otro. Recordaba haberla tenido delante. Cuando el tono del lobo se detuvo, cuando el silencio regresó al studiolo, cuando el único sonido fue el del polvo flotando silencioso a través de la lanzada de sol que entraba por la alta ventana tras él, Matt alzó la mano a la luz. Sintió el peso de la luz y el calor al volverla, y contempló las sombras de las venas y los tendones, las arrugas de sus dedos, las profundas líneas en su palma inundada de luz que escapaba por los bordes. De algún lugar fuera de la ventana abierta llegó el regular clip clop de los cascos de un caballo sobre las piedras del pavimento, y luego un agudo relincho.
— Ercole —había llamado una voz desde abajo.
22
La hoja, inmóvil, se extendía delante de Matt como un reflejo de la luna alzándose sobre aguas quietas. Con la mirada fija en la punta, mantuvo el control de la respiración, traicionando sólo con los rígidos músculos de sus brazos y hombros la tensión de sujetar el largo espadón. A medida que la luz de la tarde se fue encaminando hacia el crepúsculo, las sombras crecieron y se posaron en el equipo destrozado y los proyectos sin terminar que rodeaban las paredes del viejo desván, dejado por el antiguo inquilino, un soldador de esculturas abstractas y heroinómano que echó la llave un día para nunca más volver. Cuando el casero le dijo a Matt que sería responsabilidad suya eliminar la basura, no le dijo que ésa era una de las principales razones por las que aceptaba el sitio. Sintió que era un refugio inmediato con su aire de tiempo suspendido, un Éfeso no descubierto de silencio y polvo, donde sólo vivían las sombras.
—Cincuenta —dijo Matt en voz alta, y lentamente bajó la ancha punta de la espada hasta que tocó el áspero suelo de hormigón. Relajó los hombros, rotándolos como un gimnasta, y se inclinó hacia delante, apoyando la frente en el acero trenzado de la empuñadura, cálida por el contacto de su mano. Podría no funcionar; tal vez no funcionara nunca. Se sentía como un ciego que trata de salir a tientas de un laberinto. Pero al menos ahora sabía que había una salida. Anna se lo había dicho. Le había enviado un mensaje de fe.
Al sortear la basura que quedaba en el desván, Matt chocó accidentalmente con una oxidada barra de acero apoyada contra un viejo torno en un rincón. La barra cayó al suelo y resonó con un tono que lo atravesó al instante, un fantasma de lo último que había oído cuando estaba en el studiolo, y de nuevo en el mundo en sombras del bosque. El tono del lobo.
Después de colgar la barra de un gancho del techo, Matt se encontró una y otra vez, en los días siguientes, delante de ella, golpeándola. Mientras sentía la vibración entrar en él dejó que la vaga imagen de su mente fuera creciendo y desarrollara su propia voluntad sin tratar de forzarla. Sabía que podía leer sobre Faraday y sobre la historia de la física, pero eso no le acercaría a comprender cómo había salido de una habitación de un museo a un mundo que de algún modo existía... ¿Dónde? ¿En el pasado? ¿Dentro de la propia habitación? No era un científico, ni lo sería nunca. Pero gracias a sus lecturas sacó en claro que sólo había una ley fundamental en la naturaleza: no hay nada único. De hecho, ningún fenómeno o acontecimiento de los que leyó era aceptado como auténtico hasta que se reproducía. Por tanto era simple lógica: sabía que lo que le había sucedido había ocurrido de verdad. Por tanto, todo lo que tenía que hacer era reproducir las condiciones, y volvería a suceder. No importaba si lo comprendía o no. El studiolo podría haber desaparecido pero ¿qué había sido? Un conjunto de condiciones, y éstas podían ser reproducidas.
La imagen en su mente cuajó por fin en una idea definida. Se puso a trabajar con decisión creciente y un sentido del propósito hasta que sólo paraba para comer o para robar unas cuantas horas de sueño cuando ya no podía esquivar la necesidad. Y ahora estaba preparado, y él también, si su plan funcionaba como esperaba. Había llegado el momento.
Matt se enderezó, alzando la cabeza de la empuñadura de la espada. Encendió un interruptor situado en el lado de la puerta que daba al espacio cerrado que había construido con madera prensada, con las dimensiones exactas del desaparecido studiolo que había sacado del plano del palacio Ducal, y a continuación entró y se detuvo en el punto exacto donde los octógonos convergían en la sombra de la Jarretera. El punto de fuga. Contempló la pared, cubierta de cuadrados de papel que había sacado por impresora, una imagen pixelada hasta el punto de que era más bien una insinuación, una ola que todavía no había roto, hecha real, fija en el tiempo. Vibración, le había dicho Klein; todo es vibración, un continuum que servía de puente entre lo visto y lo invisible, lo oído y lo inaudito, el mundo conocido y el cosmos infinitamente vasto de materia y energía, del cual el tiempo era sólo un aspecto, como la sombra que Anna había añadido para dar sustancia y peso a las nubes, para hacerlas reales.
Matt había abandonado rápidamente la idea de intentar recrear las intrincadas pautas e imágenes de las paredes originales, sabiendo que nunca podría recordarlas con suficiente detalle para resultar convincente. Para cuando construyó las paredes y estuvo dispuesto a terminarlas con una imagen, la elección de lo que había que hacer estaba clara: como la solución a una ecuación, había algo inevitable en todo ello, como si existiera antes que el propio problema. Escaneó uno de los cuadros de la golondrina (eligió el que Anna había hecho para él, el óleo sobre tabla), y después de ampliarlo en el ordenador lo imprimió cuadrado a cuadrado para volver a montarlo en la pared.
Matt despejó su mente y contempló la pared. Sintió en la nuca el sol de agosto que entraba por la parte cuidadosamente limpiada de la ventana, en lo alto, que había dejado sin cubrir mientras enmascaraba todo el resto. Era como la mano de un amigo, reposando en sus hombros, diciéndole que no se rindiera; un recordatorio de que no estaba buscando una salida sino un retorno.
Sonó el metrónomo y comenzó la vibración, generada a través de las paredes y el suelo por el transmisor de inducción que Matt había unido a la barra de acero. Creció lentamente, ascendiendo a través de Matt, extendiéndose y envolviéndolo como el agua que trepa por un árbol, y al hacerlo cambió lentamente de tono, alcanzando su máxima intensidad justo cuando encontró la frecuencia del tono del lobo. Resistiendo el impulso de tensar su cuerpo, lleno de esperanza o de temor; Matt se obligó a relajarse y dejarse ir, a sentir cómo la vibración lo atravesaba, mientras se concentraba en la sugestión de movimiento en la pared, de alas vistas y no vistas, de nubes que estaban y no estaban allí.
Nada. Matt sintió deslizarse el sol por su cuello; la vibración se difuminó como una puesta de sol y desapareció el calor. La imagen que tenía delante se convirtió en una colección aleatoria de cuadrados. No había funcionado. Salió lentamente de la habitación, tratando de liberarse de la decepción que había sustituido a la vibración, y recogió de nuevo la espada, diciéndose que funcionaría, que encontraría el modo y, cuando lo hiciera, estaría preparado. Pero su mente se rebeló. Ahora, pensó, ahora, no mañana. No hay ningún mañana, ningún futuro, no hay tiempo que perder, nada que esperar... Y mientras lo recorría la furia, alzó la espada y descargó un golpe y otro golpe contra la barra, sintiendo un placer salvaje al verla recibir los impactos y resonar con los golpes. El tono del lobo, bajo al principio, fue haciéndose un gruñido más fuerte con cada golpe sañudo, como si con cada golpe pudiera cortar la barra en dos y salir por la fuerza del limbo en sombras hasta llegar al lugar donde pertenecía. Una y otra vez, más y más fuerte, hasta que con un terrible golpe retrocedió tambaleándose, agotado, la pesada punta de la espada trazando una línea pálida en el sucio suelo de madera.
Sin darse cuenta chocó contra un pedestal, y se volvió justo a tiempo para ver cómo el viejo jarrón se movía adelante y atrás en cámara lenta y luego, tras resbalar por el borde, navegaba por el aire hasta estrellarse en el suelo. Los lirios quedaron desperdigados en un montón, los pétalos brillando azules y amarillos a la luz de la lámpara y los últimos rayos de sol. Te está bien empleado, se dijo, toda su furia agotada, y soltó la espada para recoger las flores del amasijo de agua y cristales rotos. También habían caído al suelo un montón de libros entre el pedestal y la vieja silla, y ahora estaban dispersos en el charco de agua. Se arrodilló, recogió el que estaba encima y secó el agua de la portada. Al ver que todos los libros se habían mojado, los secó con una camisa vieja.
Se detuvo, la mano alzada con la camisa arrugada, al sentir una leve caricia de aire contra su rostro. Al instante se puso alerta y concentró todos sus sentidos. Allí, junto a la puerta... el roce de cuero sobre el suelo. Escrutó la oscuridad. Se movió una sombra. Leandro, pensó. ¡Después de todo, había funcionado! Con un salto convulsivo apartó de una patada los libros y las flores, echó mano a la espada y trató de ponerse en pie en medio del charco resbaladizo.
—¿Matt? —dijo Sally, avanzando hacia la luz—. ¿Estás...? —Su voz se apagó mientras lo miraba.
Matt se detuvo, a medio levantarse, apoyado en una rodilla como un caballero templario en medio de un rezo. Se echó a reír. La espada cayó con un sonoro retumbar metálico mientras volvía a sentarse en el suelo, riéndose cada vez con más fuerza.
—No pasa nada —dijo—. Decidí hacerme artista. Es lo que siempre me aconsejabas que hiciera.
—Esto no es exactamente lo que tenía en mente —dijo ella, apartando la mirada para contemplar la gran caja que él había construido—. Te has dejado el pelo largo —dijo, volviendo a mirarlo—. Me gusta.
—Me alegro de verte —dijo Matt. Al ver su vientre grande y redondo bajo el abrigo abierto, comprendió por qué andaba tan pesadamente. Llevaba un anillo de oro en el dedo.
—Charles llamó, estaba preocupado por ti. Dijo que hace más de una semana que no te ve, e imaginé dónde estarías. Pensé en llamarte cuando volviera de Japón, pero he estado muy ocupada, y la semana que viene empiezo la baja por maternidad. Antes tengo muchas cosas que hacer.