Quattrocento (31 page)

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Authors: James McKean

Tags: #Fiction, #Literary

BOOK: Quattrocento
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Matt se abrió paso en la oscuridad casi completa hasta el pasillo derecho y recorrió la larga nave, aliviado de ver que eran al menos como los recordaba. Se detuvo en el altar lateral y encendió una vela con la diminuta y única llama que ardía delante de una Madonna llorosa, y luego continuó hacia la capilla, esperando contra toda esperanza que estuviese todavía allí. Al acercarse, las paredes de la capilla fueron tomando forma bajo la luz ondulante, una de ellas parcialmente oscurecida por un burdo andamio.
Aparecieron unas figuras: Adán y Eva en el Paraíso. En la pared opuesta, eran expulsados de él, desnudos y llorosos, por un ángel con una espada. Matt entró en la capilla y se dio la vuelta, mirando las escenas una a una, su alivio al encontrar la capilla intacta fue superado por la emoción de ver de nuevo a sus viejos amigos. Había hombres hablando, escuchando, durmiendo, agrupados en dos filas de escenas. Pensó en las incontables horas que había pasado allí abocetando, estudiando, a veces tan sólo dejando ir todo pensamiento consciente mientras las formas, los colores y las personas de las paredes cobraban vida, rodeándolo con su calor. Allí estaba el propio Masaccio, en el rincón, extendiendo la mano para tocar a san Pedro en el trono. Y allí, cerca, Alberti y Brunelleschi, arquitectos de la época. Brunelleschi, pensó Matt, quien al enterarse de la aciaga muerte de Masaccio a los veintiocho años repitió una y otra vez: «Hemos sufrido una gran pérdida, hemos sufrido una gran pérdida, hemos...»
Matt se volvió hacia la otra pared. Allí estaba Botticelli, mirando entre la multitud que contemplaba la crucifixión de san Pedro. Y allí estaba también, en el mismo filo del último panel, Filippino Lippi, con un gesto interrogante en el rostro, como si estuviera preguntando: «¿Os gusta?» Matt alzó la vela. En el mismo momento en que estas figuras habían cobrado vida, el color fluyendo de la paleta de Filippino al yeso húmedo de la nueva capilla, Matt estaba con Anna. Y allí estaba el neófito que ella había dibujado, de pie con los otros a la orilla del río, inseguro y torpe, todos esperando a que san Pedro les rociara la cabeza con agua bendita. Era el siguiente en la fila, cruzado de brazos, temblando, desnudo con tan sólo un pequeño taparrabos. ¿Por qué no reparé antes en él? Había renunciado a todo, se había abandonado a merced de un futuro incierto, pero míralo: su rostro está vivo con el radiante asombro del hombre que ha viajado hasta los extremos de la Tierra y por fin ha visto el hogar que no creía que fuera a encontrar jamás.
La vela chisporroteó, y las figuras de la pared se difuminaron cuando murió la luz. Agotado por todo lo que había experimentado en los últimos días, Matt pensó en la capilla que había al otro lado de la nave. Estaba apartada y tenía un amplio banco de piedra a lo largo de la pared donde a menudo había dormido en las largas tardes, sin que nadie lo viera. Tal vez aún estuviera allí. Cruzó la nave en la oscuridad, viéndola mentalmente, y encontró el escalón que conducía a la capilla. Se detuvo con un grito de dolor cuando se dio con la espinilla contra un inesperado reborde de piedra.
Matt volvió cojeando hasta el altar para tomar otra vela y descubrir con qué había chocado. Debía de ser material para la reconstrucción de la iglesia, pensó, pues la capilla estaba vacía cuando la conoció. Al regresar con la vela encontró una cripta familiar, con una Madonna de Delia Robbia en la pared del fondo y, delante, dos sarcófagos tallados en alabastro. Un Delia Robbia original, advirtió, no una de las chillonas confecciones producidas más tarde por el taller. Los grandes catafalcos no tenían inscrito ningún nombre familiar, pero en el de la derecha había una cabeza de león tallada en la piedra, observando la iglesia con ojos ciegos. La tapa de la derecha tenía grabada una intrincada pauta en pórfido de rectas y curvas, y encima...
Matt sintió que se le detenía el corazón. Esculpidas en la piedra blanca había tres lirios, atados por un lazo, con pétalos tan finos y delicados que la luz brillaba a través de ellos. Por fin había encontrado a Anna.
¿Cómo puede ser?, pensó Matt. Hace tan sólo unas semanas que le tomé la mano. Lanzó un diminuto avión de papel. Yo lo doblé mientras hablaba con ella... ¿de qué? ¿Qué era lo que había estado diciendo ella? Recordó el papel, podía sentir lo grueso y rígido que era, cómo tuvo que doblarlo y plegarlo. Podía verla a ella junto a él, sentir su mano en la suya, incluso oír su risa. Pero no podía recordar lo que había dicho.
Ésta era Anna, pensó Matt. Esto es todo lo que queda. Polvo y aire. De una ola de posibilidades a un recuerdo, y luego a nada. Todo se desvanece y desaparece. El tiempo, no el amor, lo conquista todo.
Matt acarició los lirios, tan suaves como la seda de los vestidos que ella llevaba. Eternamente frescos y sin marchitarse nunca, bien podrían haber sido colocados sobre la tumba la semana anterior. Fe. ¿De qué sirve ahora la fe? El acorde era eterno, pero la música no. Tenía un principio y un final, y él sabía que allí, bajo su mano, estaba el final.
Pero algo en él se negaba a aceptar la fría evidencia que tenía delante, por tangible y real que fuera. Sabía que aquello era el final, pero ¿qué significaba? Saber era lo que me hizo perder a Anna y el mundo que encontré, pensó. Mientras contemplaba el liso mármol blanco, la imagen de un dibujo iluminó su mente. Pudo verse a sí mismo, sacándolo del cajón. El dibujo de un hombre. El penitente, esperando a ser bautizado. «Ése es mío», le había respondido Anna, cuando él comentó que era muy bueno. Pero ya sabía que era suyo. Igual que el mismo hombre, desnudo y helado, sabía sin saber qué iba a encontrar. Un tipo diferente de conocimiento.
—Un hombre pasa junto a un escaparate...
Recordó las palabras de Kalil. Esto es el escaparate, pensó Matt. No la tapa de mármol, ni el sarcófago, sino la iglesia, el mundo a su alrededor. Por real que parezca, no es más que un reflejo de lo que sé. Vacía tu mente de lo que sepas, se dijo, y encuentra el mundo que se extiende más allá.
Matt depositó la vela sobre la tapa de mármol. Regresó al altar, recogió todas las velas que pudo encontrar y las apiló en el suelo, junto al sarcófago. Tomó una y la alzó, el pabilo a pocos centímetros de la llama que ardía firmemente sobre el sarcófago, y recordó el día en que llegó a la villa. Pudo verlo con perfecta claridad: la gran cocina, la mesa llena, Rodrigo tonteando con Lisl. Sintió el calor del horno abierto y olió el cerdo asándose en el espetón y las hierbas que colgaban del techo, y oyó el chisporroteo del fuego y luego risas, entrando por la puerta, y allí estaba ella. Y al ver a Anna tal como la vio aquella primera vez, su mirada apenas rozando la suya, encendió la vela y la colocó sobre la tapa.
Una a una, momento a momento y día a día, todas las formas diferentes en que había llegado a conocerla, encendió las velas y las fue poniendo una al lado de la otra, hasta que hubo una fila y luego otra fila más y otra, un brillante mar de Anna tal como la conocía.
Cuando hubo terminado, permaneció al pie del sarcófago.
— Soy un león de las montañas —dijo—, y os suplico piedad.
Se subió al otro sarcófago y se sentó, con las piernas cruzadas, la capa sobre los hombros. Más allá de la memoria o el pensamiento, en un mundo incluso más allá de la fe, su ser estaba lleno de la presencia de Anna, la mujer que amaba, en la constelación de llamas que danzaban ante él, silenciosas en la noche.
Matt despertó lentamente, la mejilla apoyada en lino. Con los ojos cerrados, se deleitó con el contacto del tejido burdamente tejido, suave en comparación con la dura piedra en la que yacía. Dura piedra. Abrió los ojos y se incorporó, apoyándose en las manos. El cuerpo protestaba, entumecido. Contempló su almohada, una capa azul doblada. Junto a él había una larga espada, la vaina atada a un cinturón de cuero repujado, y unas botas de cuero, las alas vueltas. Su camisa de lino blanco estaba asegurada por un cinturón de plata trenzada, y en las piernas llevaba calzas.
Matt saltó del sarcófago e intentó recuperar el equilibrio. Luego se desperezó para que su cuerpo acabara de despertar. Las velas habían desaparecido, el mármol pelado del sarcófago que tenía al lado brillaba a la luz de la vidriera situada en lo alto de la pared de la capilla. Manchas de rojo y amarillo pálido, verde y púrpura, coloreaban el mármol, rodeando una zona que aún era blanca. La blancura tenía forma de estrella: un sol con rayos curvados como fuego.
Matt miró hacia la ventana. Palpó dentro del jubón. El prisma estaba allí. La luz del sol bailó dentro del cristal tallado mientras lo depositaba sobre el mármol, un pequeño sol dentro del sol más grande que producía la fuerte luz de la mañana al entrar por la ventana. Con un empujón y un gruñido sacó el pesado prie dieu de roble de su sitio delante de la Madonna de Delia Robbia en la alta ventana. Subió con el prisma en la mano y, apoyándose en el marco de metal, giró la estrella de cristal hasta que encajó en su sitio en el marco de plomo.
Matt se bajó de un salto y se plantó en la cabecera del sarcófago, sintiendo el sol en la espalda que lo inundaba de calor a través de la vidriera. Contempló cómo la estrella, un brillante azul ultramarino rodeado de arcos iris de fuego, se extendía sobre la tapa mientras el sol recorría el cielo. La quietud de la iglesia se hizo más profunda, el polvo danzando en la luz inmóvil, mientras la estrella se deslizaba sobre los lirios tallados en el pórfido, las pautas aleatorias de varas y círculos que recordaba del studiolo. Cuando llegó al centro exacto, la vibración que se había alzado de las piedras del suelo y el aire que lo rodeaba se fundió en un sonido que sintió más que oyó, una resonancia más allá de la música, un mundo infinito de armónicos y armonías dentro de la belleza de su único tono magnífico.
Una línea cobró vida en el centro de la estrella, blanco brillante, el azul de la estrella cancelando el azul del grabado. La línea era difusa, como si estuviera bajo el agua. El punto de fuga, pensó Matt, y se hizo a un lado, los ojos fijos en la línea. Al sentir algo bajo la suave suela de la bota, miró hacia abajo. Una estrella de plata se encendía contra las piedras, rozando sus dedos. Sobre ella, la línea blanca se convirtió en un foco brillante, conectando una capilla en un extremo con una villa en el otro. Matt extendió la mano, su mano atravesó la capilla, la línea blanca trazó su camino por el dorso de su mano mientras él la seguía hasta la villa. Trató de cerrar los dedos en torno a los diminutos lirios dorados que brillaban como una constelación en su interior, pero se desvanecieron al tocarlos, dejando en las yemas de sus dedos una sensación de urticaria, como si hubiera rozado los tentáculos invisibles de una medusa.
La escena desapareció con la misma brusquedad con que había aparecido, la estrella se acercó más a los lirios tallados en la tapa. Matt cerró los ojos, aferrándose con las manos al mármol, cálido por el sol. Estaba allí, quemaba en su memoria, el camino de la capilla hasta la villa. No tenía ni idea de cuánto tardaría, pero el camino estaba claro. Se levantó, apartándose de la luz, sintiendo que el frío aire de la iglesia lo envolvía.
La nave estaba decorada con los ricos tapices del Carmine. Al pasar junto a la capilla Brancacci vio que el fresco de la crucifixión de san Pedro estaba sólo a medio terminar, la parte sin yeso de la pared marcada por el boceto rojo de la sinopia. En el centro de la capilla había una mesa llena de colores y herramientas, el suelo junto a la pared protegido por una burda tela manchada de pintura y yeso.
Al salir de la oscuridad de la iglesia, Matt se quedó deslumbrado de nuevo por el brillo del sol de la mañana. Blanco sobre blanco, las sombras se unieron lentamente, tomaron sustancia, la vaga forma que tenía delante se convirtió en una anciana, inclinada, que barría los escalones de la iglesia. Sin una nube en el cielo, sería un día caluroso.
Un joven subió los escalones. Nariz larga, ojos pequeños, bajo, las cejas arqueadas, el labio inferior levemente protuberante, con una barbilla fuerte para equilibrarlo y una mandíbula afilada; un jubón rojo y una camisa con cuello blanco. El joven pasó ante Matt sin mirarlo siquiera.
—Buon giorno, madre Lisabetta —saludó el hombre a la anciana.
—Giorno, Filippino —replicó ella sin alzar la cabeza y sin dejar de barrer.
27
Matt caminó de noche desde la granja donde lo había dejado el carro la tarde anterior y llegó al lugar donde la simple vereda que conducía a la villa dejaba el camino principal al norte de Urbino. El aire era claro y fresco, suavizado por los ricos aromas de finales del verano: lavanda, romero y heno maduro. Cuando el negro de la noche se convirtió en gris, aparecieron colores pálidos que ocuparon su sitio como suaves pinceladas de acuarela. El sol se alzó sobre las montañas e inundó el camino de sombras mientras las cigarras se despertaban y empezaban a cantar. El bosque junto al camino pronto resonó con la llamada de los pájaros, respondidas desde el alto montón de heno que había en el estrecho campo entre el camino y la falda de la colina.
La brisa matutina fue muriendo, y los árboles y prados quedaron inmóviles hasta que el único movimiento fue Matt caminando por el sendero, el flexible cuero de sus botas blanco de polvo. Cuando el sol se fue acercando al mediodía, el tiempo pareció detenerse, alzándose y cayendo como una ola en un día de calma. No había pasado, ni futuro, nada más que el mundo por el que caminaba, igual que entonces. Los recuerdos que tenía eran de la mañana, y la caminata durante la noche, y el largo viaje en carro del día anterior. Frescos, y una capilla, la ciudad, y ante él, la villa, y Anna. El resto era todo un sueño que se desvanecía bajo el sol caliente como colores fugitivos, expulsados por el olor del orégano y el tomillo silvestres y la belleza de los pequeños cipreses que flanqueaban el polvoriento camino, la curva de las colinas contra el cielo.
Matt se detuvo sediento al ver un hilillo de agua que corría colina abajo desde los olivares. Subió la empinada pendiente hasta el agradable refugio de los árboles, un dosel de verde plateado como un banco de peces contra el cielo. Al llegar al nacimiento del arroyuelo, donde habían introducido una tubería en el saliente de roca, encontró un viejo tazón, la mayólica gastada, enganchado a un palo. Bebió, disfrutando del frescor del agua, y luego volvió a poner el tazón en su sitio, cuidando de no molestar a la rana que intentaba pasar desapercibida bajo el helecho cercano, totalmente inmóvil a no ser por el rítmico latido de su papada.

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