Qumrán 1 (3 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: Qumrán 1
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Pergaminos de Qumrán,

Apócrifo del Génesis.

Capítulo 1

En los orígenes hubo una mañana de abril de 1947. En el comienzo, si así puede decirse.

De hecho, todo empezó hace mucho tiempo, hace más de dos mil años. En el siglo 11 antes de Cristo, se creó una secta de piadosos judíos que daban su propia interpretación a los cinco libros de Moisés, a sus leyes y sus mandamientos. Criticaban con violencia a las autoridades religiosas judías de Jerusalén y acusaban a los sacerdotes del Templo de laxismo y corrupción. Querían vivir lejos de los demás; por ello se instalaron en un lugar desierto donde su comunidad podía vivir aislada, en Qumrán, a orillas del mar Muerto. Ponían en común todas sus riquezas, para que cada uno pudiese vivir con independencia. El pequeño monasterio tenía sus sacerdotes y sus propios sacramentos, pues consideraban que los de Jerusalén no eran legítimos y que el Templo no había sido construido de acuerdo con las estrictas reglas de la pureza y de la impureza. Vivieron en Qumrán hasta el momento en que los romanos destruyeron el lugar, en el tercer año de la guerra de los Judíos. Les llamaban los «esenios».

O tal vez la génesis de todo ello se remonte a unos cinco mil años, cuando Dios creó el mundo, cuando separó el cielo y la tierra para que vivieran allí el primer hombre y la primera mujer, Adán y Eva. Luego, se produjo el diluvio, el tiempo de los patriarcas, el exilio en Egipto, la liberación dela esclavitud gracias a Moisés y el regreso de Israel a la tierra de Canaán.

A menos que todo brotara del caos anterior a toda cosa y condición del inicio como organización; cuando la tierra estaba desierta y vacía, cubierta por el abismo de las aguas sobre el que planeaba el aliento supremo, y todo estaba sumido en la oscuridad. Entonces tuvo Dios por primera vez la idea de crear el mundo, loca idea, sin duda, pues seguimos ignorando por qué lo hizo.

«Una generación pasa y llega otra generación. Pero la tierra permanece siempre firme. El sol sale, y el sol se pone, y aspira al lugar de donde sale.»

Pero digamos sencillamente que todo comienza una mañana de abril de 1947 después de Cristo, que todo comienza o todo se reanuda, pues nada hay concluido antes de la llegada del Mesías, ni nada hay nuevo mientras su sol no brille con la luz eterna.

Aquel día, los manuscritos de los esenios fueron descubiertos tal como habían sido conservados desde hacía siglos, envueltos en lino y sellados en altas jarras. Aquellos pergaminos habían sido escritos en la época en que la secta ocupaba todavía los campamentos de Qumrán. Cuando vieron que la derrota frente a los romanos era inevitable y que pronto iban a ser aplastados, los esenios ocultaron sus libros sagrados en las inaccesibles grutas de los acantilados vecinos, para salvarlos de las manos de los infieles conquistadores. Tan bien los envolvieron, en tejidos y en jarras, que los manuscritos permanecieron intactos hasta aquel dramático día de 1947, cuando los hombres los descubrieron. También sacaron a la luz las ruinas del paraje donde habían vivido los esenios; desenterraron los restos de sus moradas, de sus edificios e instalaciones comunitarias.

Penetraron en otras grutas, que contenían otros manuscritos, y se los apropiaron para comerciar con ellos.

Pero había en Israel un hombre, un judío llamado David Cohen. Era hijo de Noam, que era hijo de Havilio, que era hijo de Micha, que era hijo de Aarón, que era hijo de Eilon, que era hijo de Hagai, que era hijo de Tal, que era hijo de Rony, que era hijo de Yani, que era hijo de Amram, que era hijo de Tsafi, que era hijo de Samuel, que era hijo de Rafael, que era hijo de Schlomo, que era hijo de Gad, que era hijo de Joram, que era hijo de Yohanan, que era hijo de Noam, hijo de Barak, hijo de Tohu, que era hijo de Saúl, que era hijo de Adriel, que era hijo de Barzillai, que era hijo de Uriel, que era hijo de Emmanuel, que era hijo de Asher, que era hijo de Rubén, que era hijo de Er, que era hijo de Issacar, que era hijo de Nemuel, que era hijo de Simeón, que era hijo de Eliav, que era hijo de Eleázar, que era hijo de Yamin, que era hijo de Loth, que era hijo de Elihu, que era hijo de Jesé, que era hijo de Ythro, que era hijo de Zimri, que era hijo de Efraim, que era hijo de Mickael, que era hijo de Uriel, que era hijo de José, que era hijo de Amram, que era hijo de Manases, que era hijo de Ozías, que era hijo de Joatam, que era hijo de Reuben, que era hijo de Nathan, que era hijo de Oseas, que era hijo de Isaac, que era hijo de Zimri, que era hijo de Josías, que era hijo de Boaz, que era hijo de Joram, que era hijo de Gamliel, que era hijo de Nathanael, que era hijo de Eliakim, que era hijo de David, que era hijo de Achaz, que era hijo de Aarón, que era hijo de Yehuda, que era hijo de Jacob, que era hijo de Yossef, que era hijo de José, que era hijo de Jacob, que era hijo de Mattán, que era hijo de Eleázar, que era hijo de Eliud, que era hijo de Aquim, que era hijo de Sadoq, que era hijo de Eliakim, que era hijo de Abiud, que era hijo de Zorobabel, que era hijo de Salatiel, que era hijo de Jeconías, que era hijo de Josías, que era hijo de Amón, que era hijo de Manases, que era hijo de Ezequías, que era hijo de Acaz, que era hijo de Joatam, que era hijo de Ozías, que era hijo de Joram, que era hijo de Josafat, que era hijo de Asaf, que era hijo de Abiá, que era hijo de Roboam, que era hijo de David, hijo de Jese, que era hijo de Obed, hijo de Booz, hijo de Salomón, hijo de Naassón, hijo de Aminadab, hijo de Aram, hijo de Esrom, hijo de Fares, hijo de Judá, hijo de Jacob, hijo de Isaac, hijo de Abraham.

Y aquel hombre era mi padre, y era un sabio de gran reputación en todo el país, pues conocía toda la historia de Israel desde los orígenes y más especialmente los orígenes: dirigía investigaciones y excavaciones en Israel, para hacer que reviviera el antiguo pasado. Su pasión, su trabajo y su ocupación de cada día era la arqueología. Tenía un gran conocimiento y una gran memoria de los tiempos antiguos, de los que quería hallar todos los vestigios. Había escrito numerosos libros sobre sus descubrimientos, que, como sus conferencias, eran apreciados por todos, pues estaban vivos; porque contaba la historia como si la hubiera vivido. Y cuando mi padre hablaba del pasado, todos sus oyentes tenían la impresión de revivirlo. Aquel hombre no evocaba la historia como una época ya cerrada, y nunca se enterraba en la añoranza de los tiempos antiguos. Fecundaba el presente con el pasado, y vivificaba el pasado con el presente. Recordaba sin cesar los hechos memorables. «Acuérdate», me decía al iniciar sus narraciones, como si yo pudiera recordar acontecimientos sucedidos hace dos mil años o ciento veinte mil. Pero él, parecía tenerlo todo en el espíritu, como si lo hubiera vivido todo sin haber aprendido nunca nada, como si conmemorase.

Tenía cincuenta y cinco años. Su cabellera era abundante como la de Absalón; en su cuerpo se dibujaban músculos de guerrero, pues era fuerte y combativo como el rey David. Sus ojos negros en un rostro resplandeciente de sol eran vivaces y móviles. Pero, para mí, no tenía edad. Nunca temí verle envejecer y, cuando le miraba, pensaba en la sentencia que a mi rabí le gustaba repetir: «Está prohibido ser viejo». Por el espíritu divino que parecía soplar en él y por la memoria que, a través de él, revivía, parecía trascender las edades y el tiempo, y todas las señales de la humana decadencia. Con su espíritu, atravesaba los obstáculos y las vicisitudes del presente pues estaba investido de un proyecto más vasto y más poderoso.

Debo precisar que, en la época en que yo vivía todavía con mi padre, aún no me había unido a los hasidim. Estaba con los demás, ya que no había encontrado todavía el rastro de mis semejantes. Me ignoraba a mí mismo, antes del segundo nacimiento que, para mí, fue encontrarlo. Vivía pues en el mundo moderno, como cualquier israelí. Después del ejército, fui a estudiar. Así, aprendí en la
yeshiva
la Torá y el Talmud. Había estado ya allí, durante tres años, antes de hacer el servicio militar, y sentí que aquella vida recluida y contemplativa me complacía más que cualquier otra cosa, sin saber realmente por qué. Tenía un compañero, Yehuda, con quien estudiaba la mayor parte del tiempo. Era muy instruido: hijo de un gran rabino hasid, sabía de memoria todo el Talmud. Al principio, me llevaba mucha ventaja, pues no me habían educado en la religión ni en el conocimiento de los textos. Mi madre, judía rusa, era de un ateísmo militante y antirreligioso, último vestigio del comunismo y lo único que se trajo de la URSS, además de un acento indeleble. Nunca celebrábamos el
Sabbath
en casa. Mi padre sólo parecía preocuparse por la arqueología, que era en verdad su propio Talmud, su modo de revivir la historia judía. Arrastrado por mi madre, y también por el temperamento racionalista de los científicos, sus colegas y amigos, no oraba y sólo leía los textos en los pergaminos, las piedras o los papiros. Su especialidad era, en efecto, la paleografía. Y, pensándolo bien, creo que no fue una casualidad que consagrara su vida al estudio de los escritos antiguos.

La paleografía no es una ciencia exacta. No puede tener la precisión de la química ni proceder a clasificaciones tan exactas como las de la botánica o la zoología. Llegaría incluso a decir que la paleografía no es en absoluto una ciencia, aunque pueda llegar a estimar ciertas fechas con alto grado de exactitud. Y no fue tampoco una coincidencia que, al igual que el padre de Yehuda le había transmitido las enseñanzas de sus padres, mis primeras lecturas y mis únicas plegarias fueran las que sus manos seguían, guiando la mía, por las estrías evanescentes de los preciosos manuscritos.

Me enseñó a examinar minuciosamente el material sobre el que había trazado sus letras el escriba, así como la forma de escritura adoptada, pues son indicios que permiten determinar el origen geográfico e histórico del manuscrito. Así, cuando las inscripciones están grabadas en piedra o en arcilla, donde sería muy difícil trazar caracteres curvilíneos, su forma se adaptará naturalmente al material y será cuadrada. Así son los antiguos escritos de Persia, Asiria o también, en una cierta época, los de Babilonia. En cambio, cuando el escriba utilizó papiros o pergaminos, los caracteres son redondos y constituyen una forma de escritura más cursiva, específica de otras regiones del mundo. Mi padre me enseñó así que el primer hecho que la paleografía tiene en cuenta es el cambio continuo de las formas alfabéticas utilizadas en las Escrituras. Me enseñó a reconocer el paso de un alfabeto a otro, tarea difícil y sinuosa, pues numerosos son los señuelos que acechan al paleógrafo. Un alfabeto desusado se puede utilizar todavía mucho tiempo después de que se haya adoptado el nuevo por motivos precisos o por un escritor nostálgico. Las épocas, que se consideran siempre muy distintas, dado lo lineal que es nuestra visión del tiempo, pueden así entrelazarse de modo inextricable sobre un pergamino, y un texto que se creía definitivamente fechado puede ser, a la vez, de un siglo y de otro, sin que sea posible decidir de cuál, pues los signos del tiempo son muy rebeldes al tiempo.

El paleógrafo dispone, afortunadamente, de otras indicaciones: los vínculos o los puntos que unen dos letras, o también la posición de las letras con respecto a las líneas. A veces, la escritura está en una línea cuya base es uniforme; otras se agarra a una y otra línea, estirándose las letras hacia arriba con considerables variaciones en la base. Mi padre decía que también el hombre es formado por su medio, modelado como las vocales y consonantes en la piedra. Creo que él mismo era como un pergamino, un rollo de cuero cubierto de letras redondas y unidas. Nunca hablaba de su pasado ni de su familia. Yo pensaba que había desaparecido en la Shoah. Pese al alejamiento y al rechazo que manifestaba por sus orígenes, me había transmitido, casi a su pesar, una pequeña caligrafía negra y prieta, difícil de interpretar. Inscrita en mí, grabada en mi corazón, sólo pude descifrarla mucho más tarde, tras una serie de acontecimientos dramáticos que me la desvelaron.

Mi padre era, para mí, como el hebreo antiguo, difícil y peligroso de descifrar. Pues el hebreo no tiene vocales, salvo ciertas consonantes que se utilizan a veces como tales. Éstas, por desgracia, no tienen siempre el mismo valor, y su significado varía. En su presencia o en su ausencia, la palabra en la que participan nunca es aparente por completo, a menos que el lector la conozca, en cierto modo, antes de leerla y, en ese caso, utiliza el texto como un simple recordatorio. Los escritos sagrados se leían siempre en voz alta y, a veces, simplemente se transmitían por la tradición oral. Así, el papel del escrito era, sobre todo, el de recordar al lector lo que ya conocía. No hubo dificultades durante siglos, mientras los usuarios de los documentos originales conocieron el sentido de los escritos. Pero éste fue cayendo poco a poco en el olvido y cuando, unos dos mil años más tarde, los arqueólogos sacaron a la luz unos documentos muy antiguos, a los paleógrafos les costó mucho comprender las palabras consonanticas. ¿Cómo traducir una palabra como
lm
: loma, lima, lema?… A veces, naturalmente, el contexto estaba claro, pero ¿qué hacer si no contenía palabras que pudieran identificarse fácilmente? Era un camino abierto a los errores, los extravíos y las dudas; pero también a la interpretación y a la creación. Como decía uno de nuestros rabinos, para llevar las vocales hacia las consonantes es preciso esperar y desear mucho, como cuando un hombre quiere hacer una
mitzvah
. Al igual que es imposible consumar un acto sin deseo, la palabra en potencia se materializa con las vocales que son fruto del deseo. Pero esto lo comprendí sólo muy tarde, cuando me vi confrontado al terrible imperio de la apetencia carnal.

Mi padre me inició en la lectura crítica de los textos y en las severas reglas del estudio. Me enseñó que la escritura había aparecido en Oriente Próximo a comienzos del tercer milenio, no por las oraciones y los escritos espirituales sino por las necesidades de la administración. Sólo en los alrededores del 2000 antes de nuestra era se comenzó a utilizarla para anotar las composiciones del arte verbal, así como los poemas épicos o líricos. Recuerdo todavía la conmoción que me produjo saber que Moisés no había escrito nunca la Torá de su puño y letra. Tenía entonces trece años, la edad de mi
Bar Mitzvah
y, por primera vez, decidí mi regreso a la tradición, mi
teshuva
.

—Pero fue Moisés quien redactó esos libros, al dictado de la divinidad —afirmé—. Según el Deuteronomio, los escribió incluso el dedo de Dios.

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