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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el túnica roja (31 page)

BOOK: Raistlin, el túnica roja
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—Vi un hechicero, Caramon —dijo. Su voz se endureció—. Un hechicero que quería robarme mi bastón.

—Ese conjuro que lanzaste fue fabuloso, Raist —comentó su gemelo al cabo de un momento—. ¿Cómo lo hiciste?

—Si te lo dijera no lo entenderías, hermano —repuso, irritado, Raistlin—. Basta ya de charla. No te conviene.

Cambalache quiso saber cómo podía ser perjudicial para la vista de Caramon el que hablara, pero Raistlin no lo oyó o, si lo hizo, fingió lo contrario. Estaba pensando en la magia.

Desde que le habían entregado el Bastón de Mago, Raistlin había sido plenamente consciente de la vida que latía en el cayado, la conciencia dada por su creador. Había notado una vaga sensación de incompetencia, como si el bastón lo estuviera comparando con su creador y lo encontrara poco capacitado. Recordó el miedo espantoso cuando Immolatus le arrebató el cayado, el temor de que el bastón lo hubiese abandonado de motu propio, que hubiese saltado de buen grado a la mano de un hechicero con más destreza y poder.

Raistlin se había sentido rebosante de alegría y aliviado cuando el bastón se le unió en la lucha. Tras la sacudida inicial de la explosión, que el joven había percibido poco antes de sobrevenir pero que no era obra suya, él y el bastón habían actuado en equipo. Tenía la sensación de que el cayado estaba complacido consigo mismo y también con él. La idea era peregrina, pero sentía que se había ganado el respeto del objeto mágico.

Sus dedos se cerraron amorosamente en torno al bastón mientras salía por las puertas plateadas a la grata luz del sol, que se filtraba por las ventanas del templo abandonado.

Caramon notó la calidez del astro en su rostro y sonrió. Estaba recuperando la vista, estaba convencido de ello, según dijo. Veía la luz del sol y juraba que también percibía las imágenes borrosas de su hermano y de Cambalache.

—Eso es estupendo, hermano —dijo Raistlin—. Sin embargo, mantén los ojos cerrados. La luz del sol es demasiado fuerte y podría dañarlos más. Siéntate aquí un momento, mientras te pongo un vendaje.

Desgarró una tira del repulgo de su túnica y la ató con sumo cuidado alrededor de la cabeza de Caramon, tapándole los ojos. Su hermano protestó al principio, pero Raistlin se mostró firme y, acostumbrado a obedecer a su gemelo, el guerrero acabó accediendo a que se los vendara. Confiaba en el diagnóstico de su hermano y dio por hecho que recuperaría la vista. Preocuparse y mortificarse no le serviría de nada, de modo que se sentó con la espalda apoyada en la piedra caldeada por el sol y disfrutó del suave y cálido roce de los rayos en su cara mientras se preguntaba cómo marcharía el ataque y si habrían levantado ya la gran tienda del comedor de la tropa.

—¿Puedes andar, Caramon? —preguntó Raistlin.

No se habían producido más temblores de tierra, pero el mago ignoraba si el templo había sufrido algún daño en su estructura. Hasta que alguien entendido en la materia viniera y lo comprobara, no confiaba en su seguridad.

El mago pensó que ese sagrado lugar parecía ejercer una influencia saludable al observar que el color había vuelto a la pálida tez de su hermano. Su pulso era fuerte y el guerrero aseguró que estaba lo bastante fuerte como para subir corriendo a lo alto de Echarlas tripas. Manifestó su opinión de que estaba completamente curado y que si Raistlin le quitaba el maldito trapo…

El mago dijo con firmeza que debía seguir con el vendaje puesto. Cambalache y él ayudaron a Caramon a levantarse; el guerrero podía caminar sosteniéndose por sí mismo, y aceptó la mano de Raistlin en su brazo para guiarlo.

Los tres compañeros salieron del templo, dejándoselo a los rayos del sol y de la luna plateada, a los muertos y a los vivos. Y a los dragones que dormían a salvo en sus cascarones coriáceos mientras sus espíritus vagaban por las estrellas, esperando nacer.

20

—¡Ahí vienen! —gritó el sargento de los arqueros de Ultima Esperanza desde la muralla. Como para demostrar la veracidad de sus palabras, el hombre que estaba junto a él cayó muerto, con una flecha atravesando su yelmo.

Los hombres del barón estaban preparados detrás de las puertas. En cierto momento había habido confusión, gritos y voces; al siguiente, disciplinado silencio. Todos los ojos estaban pendientes de los oficiales, cuyos ojos estaban prendidos en el barón, el cual se encontraba en lo alto de la muralla observando al enemigo; un enemigo que parecía aumentar de manera alarmante. Aun contando las tropas de la ciudad, su número superaba en dos a uno al ejército al mando del barón. Y eran tropas descansadas, bien armadas, con un comandante, aunque despreciable, muy capacitado.

Bajo la protección de constantes andanadas de flechas, los grupos de asalto del enemigo corrían a través del campo cargados con escalas y arietes. Las tropas de infantería marchaban en cuatro compañías y al ritmo marcado por los atronadores tambores. A pesar de estar contemplando cómo la muerte se le acercaba a través del ensangrentado campo, el barón no pudo menos que admirar la estricta disciplina con que los hombres mantenían la formación incluso cuando las flechas disparadas desde la muralla alcanzaron a los que iban en primera línea.

Observando el número y el poderío de las fuerzas desplegadas contra él, el barón se ratificó en su idea. Daba igual lo que los demás dijeran; la maniobra que se proponía no era el acto precipitado de un loco. Era el único modo de salvar la ciudad y a sus propios hombres. Si se quedaban allí dentro, ocultos tras las murallas, el número ingente de enemigos caería sobre ellos como hormigas sobre un cadáver.

El barón se volvió para mirar a sus tropas. Se alineaban por compañías a lo largo de. la calzada. Cada compañía estaba formaba por veinte filas de ocho en fondo. No se hablaba en las filas, no se gastaban bromas. Los soldados estaban mortalmente serios. Al mirarlos, el barón se sintió orgulloso de ellos.

—¡Soldados del ejército del Barón Loco! —gritó desde la muralla. Los hombres alzaron la vista hacia él y respondieron con un vítor—. ¡Esto es el final! —continuó—. O salimos victoriosos hoy o muertos. —Señaló con el índice hacia fuera—. ¡Cuando veáis al enemigo, recordad que mataron a nuestros hombres disparándoles por la espalda!

Un clamor encolerizado se alzó en las tropas.

—¡Ha llegado la hora de vengarlos!

El clamor furioso se tornó en un vítor al barón.

—Buena suerte a todos —le dijo Ivor al comandante de las tropas de la ciudad y al alcalde, estrechándoles la mano.

El alcalde tenía la tez cenicienta y el sudor le corría por la cara a despecho del frío viento que había empezado a soplar recientemente de la montaña. Era una figura política; podría haber buscado refugio en su casa y pocos habrían pensado mal de él. Pero estaba firmemente decidido a permanecer en su puesto, aunque se encogiera y temblara con cada toque de trompeta.

—Buena suerte a vos, joven loco —le contestó el comandante de más edad, que se agachó justo a tiempo de esquivar una flecha—. Maldición —rezongó el viejo, asestando una mirada furibunda a la flecha que había caído a sus pies. Déjame vivir al menos para ver el espectáculo. Ganemos o perdamos, va a ser glorioso.

El barón bajó de la muralla corriendo ágilmente escalera abajo, hasta la calle. Ocupó su puesto a pie, al frente de su ejército, desenvainó la espada y la alzó bien alto. Los rayos del sol arrancaron destellos de la hoja de acero. Sostuvo la espada levantada y esperó.

Las puertas retumbaron y se estremecieron. El primer ariete había llegado. Antes de que el enemigo pudiera asestar el segundo golpe, el barón dio la señal.

Las puertas de la ciudad Ultima Esperanza se abrieron. Los atacantes jalearon, creyendo que habían abierto brecha en las defensas.

El barón bajó la espada. Sonaron las trompetas y los tambores retumbaron.

—¡Al ataque! —gritó Ivor y corrió hacia las puertas abiertas, directamente contra las tropas enemigas. Tras él iba la compañía central, formada por los veteranos más experimentados del ejército y la que llevaba las armaduras más pesadas e iba más armada. Con un grito salvaje, se abalanzaron a través de las puertas blandiendo espadas y hachas de guerra.

Cogidos completamente por sorpresa, los soldados que manejaban el ariete dejaron caer el tronco de roble y echaron mano a sus espadas. El barón alcanzó a su jefe justo en mitad del pecho y atravesó limpiamente al hombre con la espada, que salió cubierta de sangre por su espalda. El barón sacó de un tirón su arma y paró un violento hachazo de otro enemigo, que lo atacaba por el flanco, y le hundió la espada en el tórax.

Intentó recuperar el arma y descubrió que la hoja se había atascado en las costillas del hombre. No podía sacar la espada. El combate y la muerte lo rodeaban por doquier; sus hombres gritaban y aullaban de rabia; la sangre les salpicaba a todos como lluvia roja. El barón plantó el pie en el cadáver, empujó y tiró de la espada, consiguiendo extraerla. Estaba presto para hacer frente al siguiente adversario, pero descubrió que no quedaba ninguno. El ariete estaba tirado ante las puertas, rodeado de los cadáveres de los que lo habían manejado.

Ahora empezaba la verdadera batalla.

Buscó a su portaestandarte y encontró al hombre justo a su lado.

—¡Adelante! —gritó, y comenzó el avance, con su estandarte ondeando al frío viento.

La compañía central continuó el avance a la carrera, lanzando gritos de batalla, blandiendo armas tintas de sangre. Las flechas de la compañía de arqueros apostada en la muralla, silbaron por encima de sus cabezas y cayeron sobre el enemigo como avispas furiosas, diezmando las primeras filas de adversarios. Para muchos de los soldados enemigos ésta era su primera batalla. Y no se parecía nada a los entrenamientos. A su alrededor morían compañeros. Una horda de monstruos aullantes y salvajes se abalanzaba sobre ellos. Las primeras filas enemigas se detuvieron, los soldados vacilaron. Los oficiales hicieron uso de sus látigos, gritaron a los soldados que se mantuvieran en formación.

La compañía central, dirigida por el barón, embistió contra la primera línea enemiga en medio de un gran estrépito de armaduras entrechocando que pudo oírse desde las murallas. Asestaron estocadas, tajos y cortes, sin clemencia, sin cuartel. Habían visto los cuerpos de sus compañeros tendidos delante de las puertas, con las flechas de plumas negras clavadas en la espalda. Tenían un solo pensamiento: matar a los que las habían utilizado tan traicioneramente.

Las primeras filas enemigas se derrumbaron bajo el ímpetu de su carga. Los que aguantaron en su sitio pagaron ese gesto de valor con su vida. Unos pocos retrocedieron luchando, pero muchos más tiraron sus escudos, sin importarles los latigazos de los oficiales, y huyeron a todo correr.

La compañía central continuó avanzando, abriendo brecha en las filas enemigas, dejando un rastro sangriento a su paso. Otras compañías iban detrás de la central y luchaban contra los que, empujados por los látigos de los oficiales, se adelantaban para llenar la gran brecha abierta por la arremetida del barón y su compañía.

—¡Ahí está nuestro objetivo! —gritó Ivor y señaló una pequeña elevación donde se encontraba el comandante Kholos.

Kholos se había reído con ganas, despectivamente, al ver salir en tromba por las puertas a los hombres del barón, dejando atrás la seguridad de las murallas y lanzando una carga demente. Esperó con confianza que sus hombres desbarataran las tropas del barón, que las aplastaran, que las aniquilaran. Oyó el estruendo del choque cuando los dos ejércitos se encontraron frente a frente, y esperó a ver caer el estandarte del barón.

No ocurrió así. El estandarte siguió adelante. Eran los hombres de Kholos los que corrían ahora; en dirección contraria.

—¡Disparad a esos cobardes! —bramó Kholos a sus arqueros mientras señalaba a sus tropas que huían. Estaba tan furioso que echaba espuma por la boca.

—¡Comandante! —el capitán Vardash, con la cara hinchada a causa del golpe asestado por su superior un rato antes, llegó corriendo para informar—. ¡El enemigo ha abierto brecha en nuestras líneas!

—¡Mi caballo! —gritó Kholos.

Otros oficiales también pedían sus monturas, pero antes de que los escuderos tuvieran tiempo de acercárselas, la compañía central y el barón embistieron contra el grupo de hombres y sus guardias personales. El capitán Vardash cayó en la primera arremetida, con el rostro convertido en una grotesca máscara sanguinolenta.

—¡Kholos es mío! —aulló el barón y se abrió paso a empellones entre la masa de cuerpos apiñados y forcejeantes para llegar al comandante que lo había insultado y había asesinado a sus hombres.

Kholos se mantenía firme en su posición, sin ceder terreno, y parecía que él solo todavía tenía posibilidad de cambiar las tornas de la batalla. Equipado con una pesada armadura, no utilizaba escudo y combatía con dos armas, una espada larga en una mano y una hacha en la otra. Descargaba tajos y cuchilladas sin esfuerzo aparente. Tres hombres cayeron ante él, uno con el cráneo partido en dos, otro decapitado y el tercero con una estocada en el corazón.

Tan formidable era Kholos que el avance de la compañía central flaqueó. Los veteranos más expertos retrocedían ante él. El barón se detuvo, impresionado al ver aquel rostro de rasgos goblins contraído con una horrenda sonrisa, una mueca espantosa a causa del ansia combativa y el gozo de matar.

—¡Nos traicionaste! —bramó Ivor—. ¡Juro por Kiri-Jolith que clavaré tu cabeza en el poste de mi tienda esta noche! ¡Y la escupiré por la mañana!

—Escoria mercenaria. —Pisoteando los cadáveres tendidos a sus pies Kholos avanzó—. ¡Te reto a un combate singular! ¡Una lucha a muerte! Si es que tienes agallas para hacerlo, jornalero de espada barato.

—¡Acepto! —gritó el barón, que sonrió ampliamente. Miró hacia atrás y ordenó a voces—. ¡Vosotros, ya sabéis lo que tenéis que hacer!

—¡Sí, señor! —respondió el comandante Morgón.

El barón avanzó al encuentro de su adversario. Sus hombres se quedaron donde estaban y observaron con expresión sombría.

Kholos lanzó una estocada feroz con la espada larga, pero estaba acostumbrado a luchar contra adversarios más altos y el arma pasó silbando limpiamente por encima de la cabeza de Ivor, que se agachó y se lanzó contra las rodillas de Kholos. El movimiento pilló totalmente por sorpresa al semigoblin, y el barón chocó contra él y lo derribó al suelo.

—¡Ahora! —gritó el comandante Morgón.

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