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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el túnica roja (34 page)

BOOK: Raistlin, el túnica roja
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—¿Sabes una cosa, Raist? —Caramon seguía mirando la hoja—. Esta letra me resulta familiar.

Raistlin resopló con desdén.

—Devuélveme el libro —pidió.

—¡De verdad, Raist! ¡Lo juro! —El guerrero frunció el entrecejo para ayudar a su proceso mental—. Yo he visto esta letra antes.

—Y dijiste que estabas mejor de la vista. Vuelve a la cama. Y ponte ese vendaje.

—Pero, Raist…

—Vuelve a la cama, Caramon —ordenó, irritado, el mago—. Estoy cansado y me duele la cabeza. Te despertaré a tiempo para que desayunes en el comedor de la tropa.

—¿Lo harás? Fantástico, Raist, gracias. —Caramon echó una última mirada perpleja al libro y luego se lo devolvió a su hermano. Después de todo, su gemelo era más inteligente que él, así que tendría razón.

Raistlin hizo su ronda por los catres de los heridos. Viendo que todos dormían más o menos tranquilos, salió a las letrinas, que estaban en un pequeño edificio situado detrás del templo. A su regreso, echó el libro en el montón de basura que se quemaría al día siguiente.

Entró en el templo y encontró a Horkin despierto, calentándose las manos en la brillante lumbre. Los ojos del mago de más edad relucían con vivacidad, inquisitivos, a la luz de las brasas.

—¿Sabes, Túnica Roja? —dijo en tono amigable mientras se frotaba las manos junto al agradable fuego—. Ese hechicero del que me hablaste no estuvo en la batalla. Lo sé porque estaba atento para localizarlo. Un hechicero poderoso, por lo que me contaste. Podría haber cambiado el curso del combate. Puede que no hubiésemos ganado de estar él presente, y eso es un hecho. Qué curioso que el comandante Kholos, teniendo un mago poderoso en su bando, no lo utilizara en el enfrentamiento definitivo. Sí, es muy extraño, Túnica Roja. —Horkin sacudió la cabeza y alzó la vista de la lumbre para mirar directamente a Raist—. Tú no sabrás por casualidad por qué no estaba ese hechicero allí, ¿verdad, Túnica Roja?

«No se encontraba allí porque estaba luchando conmigo —podría haber respondido Raistlin con ruborizada modestia—. Lo derroté, pero no me considero un héroe. Sin embargo, si insistís en colgarme esa medalla…»

El Bastón de Mago estaba apoyado contra la pared. Raistlin alargó la mano para tocarlo, para sentir la vida que alentaba en la madera; una vida mágica, cálida, y ahora receptiva a él.

—No tengo la menor idea de qué pudo ocurrir con el hechicero, maestro Horkin.

—No estuviste en la batalla, Túnica Roja —dijo Horkin—. Y ese hechicero tampoco estaba allí. Es muy curioso, ya lo creo.

—Una coincidencia, nada más, señor —repuso Raistlin.

Horkin resopló y sacudió la cabeza. Se encogió de hombros como desechando el asunto y cambió de tema.

—Bueno, Túnica Roja, sobreviviste a tu primera batalla y no me importa decirte que te comportaste muy bien. Para empezar, lograste que no te mataran, y eso es positivo. Además impediste que me mataran a mí, y eso es aún más positivo. Eres un curandero diestro, y quién sabe si algún día, con el entrenamiento adecuado, puede que llegues a ser un buen mago.

Horkin guiñó un ojo al joven, que muy sagazmente prefirió no darse por ofendido.

—Gracias, señor —contestó con una sonrisa—. Vuestras alabanzas significan mucho para mí.

—Las mereces, Túnica Roja. Lo que intento decir, a mi modo un tanto torpe, es que voy a proponerte para un ascenso. Pienso recomendarte para que te nombren asistente de mago. Con el correspondiente incremento de la paga, claro está. Es decir, si es que tienes pensado quedarte con nosotros.

¡Promoción! Raistlin estaba asombrado. Rara vez Horkin había tenido una palabra amable o elogiosa para él. Al joven no le habría cogido por sorpresa que le hubiesen liquidado la paga y le hubiesen despedido. Sin embargo, empezaba a entender un poco mejor a su oficial superior. Nada remiso a la hora de decirle lo que hacía mal, Horkin nunca le felicitaría por hacer las cosas bien. Pero tampoco lo olvidaría.

—Gracias por vuestra confianza, maestro —dijo Raistlin—. Estaba pensando en dejar el ejército. Últimamente me he planteado si no estará mal que se le pague a un hombre por matar a otro, por tomar la vida de un semejante.

—Hicimos algo bueno aquí, Túnica Roja —adujo Horkin—. Salvamos de la esclavitud y la muerte a las gentes de esta ciudad. Luchamos por una causa justa.

—Pero empezamos de parte de la injusticia —argumentó el joven.

—Sin embargo nos pasamos al bando correcto a tiempo —porfió gratamente Horkin.

—¡De casualidad, por pura chiripa! —Raistlin sacudió la cabeza.

—Nada ocurre por casualidad —dijo Horkin en tono quedo—. Todo lo que pasa tiene su porqué. Tal vez tu cerebro no lo sepa, puede que jamás se lo imagine. Pero tu corazón lo sabe. Tu corazón siempre lo sabe.

»Y ahora —añadió amablemente—, ve a dormir un poco, Raistlin.

El joven se fue a su catre, pero no durmió. Pensó en lo que Horkin le había dicho, en todo lo que le había ocurrido. Y entonces, al volver a escuchar en su mente las palabras dichas por el maestro, cayó en la cuenta de que le había llamado por su nombre. Raistlin. No Túnica Roja.

Se levantó del catre y salió al exterior. Solinari estaba llena, resplandeciente, bañando con su luz la ciudad como si el dios se sintiese complacido con el devenir de los acontecimientos. El joven mago rebuscó en el montón de basura y encontró el libro que había tirado un rato antes.

«Todo lo que pasa tiene su porqué —repitió para sus adentros Raistlin mientras abría el libro. Miró el mapa, con sus trazos marcados y claros a la luz de la luna—. Tal vez nunca sepa la razón, pero si yo soy incapaz de sacar nada en claro de este libro, quizás otros sí puedan.»

Regresó al catre, pero no se tumbó; permaneció sentado el resto de la noche escribiendo una carta en la que detallaba sus encuentros, los dos, con Immolatus. Cuando hubo terminado la misiva, la dobló sobre el librito, recitó un encantamiento sobre ambas cosas y después hizo un paquete dirigido a: «Par-Salian, jefe del Cónclave, Torre de la Alta Hechicería, Wayreth».

A la mañana siguiente preguntaría si el barón iba a enviar algún mensajero hacia Flotsam o las cercanías. Hizo otro conjuro sobre el paquete para salvaguardarlo de ojos indiscretos y luego escribió en el exterior: «Antimodes de Flotsam», junto con el nombre de la calle donde residía su mentor. Para cuando Raistlin hubo terminado, la noche había llegado a su fin. Los rayos del sol se colaban suavemente en el interior del templo para despertar con delicadeza a los durmientes.

Caramon fue el primero en levantarse.

—Ven conmigo, Raist —dijo—. Deberías comer algo.

El mago se sorprendió al descubrir que tenía hambre, un apetito inusitado en él. Los gemelos salieron del templo y cuando se dirigían al comedor de la tropa se les unió Horkin.

—¿Te importará si os acompaño, Túnica Roja? —preguntó el maestro—. Los heridos se están recuperando tan bien que decidí que podía regalarme con un buen desayuno esta mañana. He oído que el cocinero está preparando algo especial. Además, tenemos algo que celebrar. Tu hermano ha sido promocionado, Majere.

—¿De verdad? ¡Eso es estupendo! —Caramon hizo una pausa al caer en la cuenta de lo que implicaba la noticia—. ¿Quiere eso decir que nos quedamos con el ejército del barón?

—Nos quedamos, sí —contestó Raistlin.

—¡Hurra! —exclamó el guerrero con tanto entusiasmo que despertó a media ciudad—. Ahí va Cambalache. Verás cuando se entere. ¡Cambalache! —gritó, despertando así a la otra media ciudad—. ¡Eh, Cambalache, ven!

El semikender se alegró al conocer la promoción de Raistlin, sobre todo cuando se enteró de que aquello significaba que los gemelos se quedarían con el ejército.

—¿Qué tenemos de desayuno? —preguntó Caramon—. Dijisteis que había algo especial, ¿verdad, señor?

—Sí, un presente de los agradecidos habitantes de Ultima Esperanza —contestó Horkin, con un sospechoso temblor risueño en la voz—, un verdadero tesoro, podría decirse.

—¿Y qué es ello, señor? —preguntó Raistlin, que dirigió una mirada penetrante al mago de más edad.

—Huevos —dijo Horkin con una sonrisa y un guiño.

23

—Un paquete para vos, archimago —dijo un aprendiz, que se había parado respetuosamente en la puerta que conducía al estudio de Par-Salian—. Acaba de traerlo lo un mensajero desde Flotsam. —Dejó el paquete sobre la mesa y se marchó tras hacer una reverencia.

Par-Salian lo cogió y lo observó con curiosidad. Iba dirigido a Antimodes, quien aparentemente se lo había remitido a él. El jefe del Cónclave examinó la caligrafía de la dirección: trazos rápidos, impacientes, vehementes; letras mayúsculas muy grandes; creatividad ostensible; un trazo nervioso en la curva inferior de las «eses». La escritura se inclinaba a la izquierda y el carácter puntiagudo de las letras recordaba una lanza. En su mente se formó una imagen de quien había escrito aquello y no se sorprendió al descubrir, cuando abrió la carta que había dentro, de que había sido Raistlin Majere.

El jefe del Cónclave tomó asiento y leyó con interés, con creciente asombro, el informe directo, escueto y desapasionado de los encuentros habidos entre Raistlin y un hechicero al que describía como un renegado, un mago que se hacía llamar Immolatus.

Immolatus. El nombre le sonaba familiar a Par-Salian, que terminó su detenida lectura de la misiva y volvió a leerla dos veces más. Después examinó el pequeño libro encuadernado en cuero. Entendió sus secretos de inmediato, y no era de extrañar. Los magos que residían en la Torre de la Alta Hechicería veían a menudo a Par-Salian de pie ante la ventana, bañado por la plateada luz de la luna, sus labios moviéndose en una conversación mantenida con un interlocutor invisible. Todos sabían que entraba en una comunión íntima y directa con Solinari.

Al jefe del Cónclave le dio un vuelco el corazón y sus manos se quedaron heladas y temblaron cuando el mago comprendió el terrible peligro, la horrible tragedia que había estado a punto de acontecer; una tragedia de la que se habían salvado gracias al valor de un caballero muerto, el coraje inadvertido de un joven mago y a la venganza sustentada a lo largo de siglos por un cayado.

Par-Salian era de la opinión, como le ocurría a Horkin y tal vez con mayor motivo, de que todo ocurría por una razón. Aun así, aquel informe le resultaba asombroso, impresionante, aterrador.

No le cabía la menor duda de que quien quiera que hubiese ordenado el ataque a la ciudad Ultima Esperanza estaba enterado del tesoro oculto en el interior de la montaña, que había elegido esa ciudad para el ataque a fin de hacerse con el tesoro. Sin embargo no alcanzaba a imaginar por qué razón, con qué oscuro propósito. Lo más probable era la destrucción de los huevos, pero existían argumentos en contra de tal deducción. ¿Por qué complicarse y tomarse la molestia de atacar y ocupar una ciudad amurallada con un ejército, cuando unos cuantos hombres curtidos, equipados con picos, podrían realizar el trabajo con iguales resultados?

Un mes había pasado desde que el joven Majere escribió la carta que ahora había llegado a Wayreth. En ese tiempo, a Par-Salian le había llegado la noticia de que el rey de Yelmo de Blode, Wilhelm, había sido hallado encerrado en las mazmorras de su propio castillo, que había sido hecho prisionero por gentes siniestras, las cuales habían dirigido los asuntos del reino en su nombre. También tenía información de que esas gentes habían huido a la llegada del barón Ivor de Arbolongar y su ejército, los cuales habían entrado en Vantai y habían puesto cerco al castillo. El barón en persona había liberado al desdichado rey. En aquel momento Par-Salian no había dado demasiada importancia a la noticia, pero ahora la veía con alarma.

Había fuerzas actuando en el mundo; fuerzas oscuras. Aún no se habían dado a conocer, pero Par-Salian las conocía, conocía su nombre. Lo que le recordaba otra cosa: Immolatus. Ese nombre le resultaba indudablemente familiar. El jefe del Cónclave abrió un compartimiento secreto de un cajón disimulado y sacó un libro que había estado leyendo cuando Raistlin Majere abandonó la Torre de la Alta Hechicería.

Cuando Par-Salian leía un libro no recordaba simplemente lo esencial, sino todas y cada una de sus páginas, como si el texto hubiese quedado impreso en su mente. Sólo tenía que pasar las páginas de un millar de libros catalogados en su cerebro hasta dar con la que buscaba. Evocó la página que recordaba y al punto la tuvo ante sí:

La lista de los enemigos desplegados contra Huma era formidable y estaba compuesta por los dragones de su Oscura Majestad más fuertes, poderosos, crueles y terribles. En sus filas se contaban Rayo, el gran Azul; Charr, el Negro; Hielo Mortal, el Blanco; y el favorito de la Reina Oscura, el Rojo conocido como Immolatus…

—Immolatus —musitó Par-Salian, que se estremeció—. De modo que ha empezado. Así comienza el largo viaje a la Oscuridad.

Volvió a mirar la carta escrita por aquella mano rápida, nerviosa y concisa y que firmaba al pie de la página: «Raistlin Majere, Mago.»

Par-Salian cogió la misiva, pronunció una palabra mágica e hizo que el fuego la consumiera.

—Al menos, no caminamos solos —dijo.

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